martes, 22 de diciembre de 2015

XI. VIENTO DE CEDRO

Es dura la vida de animal
                      de sangre fría.

Su costumbre metabólica
de congelar en el corazón
todo asidero a la vida
más allá de unas sábanas
asustadas por el alba.

Tener que prendérselo
a primera hora
cobrando altura por las tapias
con movimientos lentos y previsibles
                      para exiliarse de la sombra.

Pasar las mañanas
haciendo cumbres menores
en los «buenos días» del portero,
la sonrisa de la vecina adolescente
—fugitiva del penal ortodoncial—
y la receta de ingredientes imposibles
que facilita algún vecino en la cola del pan
preocupado por mi sudor nacarado,
hábitos alimentarios
                      y ojeras…

Que sólo se alcance
el definitivo tono muscular por las tardes
con niñas pizpiretas que sacan la lengua
y preguntan cómo te llamas,
antes de que las desaloje
el comprensible rigor materno:
«Deja tranquilo a ese señor. Usted perdone»

Y empezar a perderlo
con el crepúsculo
                      por las calles
                                 en los bares,
tanteando con la lengua bífida
de escepticismo y melancolía
todos los recovecos y juntas
en pos de la huella térmica
que deja el ser humano.

lunes, 14 de diciembre de 2015

II. DIARIO DE GOLONDRINA. AMÉLIE NOTHOMB


A diferencia de ESTUPOR Y TEMBLORES [1] donde el personaje principal padecía las consecuencias del desajuste cultural, en esta historia la inadaptación es emocional y afectiva, provocando unos efectos mucho más dramáticos desde el punto de vista personal y socialmente destructivos. El protagonista, Urbano, sufre una ruptura amorosa que le deja paralizado y avergonzado. Para superar su postración, decide ahogar el dolor del desamor con un apagón que comienza siendo emocional pero acabará siendo sensorial. La apatía resultante le sume en un profundo aburrimiento, que sólo consigue sobrellevar con los estados de trance que le induce la escucha maníaca de canciones de Radiohead. Despedido de su trabajo de repartidor por atropellar a un peatón al conducir con los auriculares puestos, recala en una organización criminal como asesino a sueldo. La excitación provocada por el miedo que experimenta en las misiones que se le encomiendan le devuelve a la plenitud sensorial y de ella a la recuperación de la sensibilidad emocional; eso sí, en un registro completamente enfermizo que surge de fetichizar la efímera relación que tiene con sus víctimas: el momento de plena intimidad en que les arrebata la vida. La plenitud sensorial que alcanza es tal que terminará cometiendo crímenes por cuenta propia sin esperar que se los encarguen, hasta que Yuri, el correo de la organización mafiosa, le comente que actuar por libre es motivo de “despido”, y tenga que volver a matar ese espacio vacante entre servicio y servicio enchufándose a Radiohead.

Los encargos van sucediéndose hasta que recibe uno en que debe despachar a un ministro, su mujer, sus tres hijos, y hacerse con la cartera de aquél. Entra a escondidas en la casa de campo del ministro, asesina a los dos hijos menores y a la mujer mientras duermen; se acerca al cuarto de baño donde oye voces, y ve a la hija mayor reclamándole a su padre un diario mientras lo encañona con un revólver. Cuando ella se entera de que su padre es quien lo sustrajo y que lo ha leído, dispara y lo mata; momento que Urbano aprovecha para liquidarla, coger la cartera y largarse.

Cuando llega a su casa, revisa la cartera antes de entregarla a Yuri, encuentra el diario de la joven y se queda con él. Recibe una llamada de su jefe preguntándole si ha extraviado parte del contenido de la cartera y miente: ya ha empezado a leer el diario de la chica y está hipnotizado por ella; todo lo que lee le parece significativo, evocador, y despierta en él referencias y apetitos dormidos, amplificados por una anécdota casual: una golondrina se cuela en su casa y termina muriendo detrás del televisor.

Le encargan otra misión en la que debe liquidar a un director de cine el día en que estrena su última película; siempre rodeado de gente, no es un blanco fácil. Espera a que se disipe la multitud que le sigue, se acerca sigiloso pero terminan tomándolo por el típico guionista novato que quiere trasladarle su obra al director consagrado. Esto desconcierta a Urbano, que reacciona pidiéndole trabajo. Concierta una entrevista con su secretaria para un puesto de mensajero, presentándose como Inocencio. Nombre nuevo, vida nueva: es hora de recoger sus bártulos del apartamento y desaparecer. Se presenta en el lugar de la entrevista y, para su sorpresa, ésta se convierte en un interrogatorio sobre el paradero del diario de la chica. Le encierran en una habitación y allí, como penitencia y para preservar la intimidad de la chica, come el manuscrito, y muere.

Lo único que permite sostener la narración es la solvencia con que se relata la naturaleza psicótica del protagonista. Es tal su nivel de desquiciamiento, que consigue rodear con una nube de irrealidad una historia que de otro modo sería simplemente inverosímil, merced a unas transiciones de actividad esquemáticas hasta la grosería: le despiden de un trabajo de mensajero, entra en un bar a jugar al billar, demuestra facilidad de taco y puntería, y le reclutan como sicario de plantilla. Va a liquidar a un objetivo, le desconciertan con una pregunta y termina en una entrevista de trabajo con la víctima, que resulta ser alguien próximo a su patrón y que le reclama cuentas por un trabajo mal ejecutado.

Tampoco las relaciones sociales de Urbano son una fuente de información detallada porque apenas las tiene. De su vida anterior al crimen organizado sólo nos quedan un diálogo con Mohammed, que le aconseja enamorarse para solucionar su problema de falta de libido; y ya siendo asesino, un encuentro fugaz por la calle con una ex novia de la que se desembaraza con frialdad sin detenerse a la cháchara insustancial de rigor.

Después de esto casi todo se ciñe al trato con Yuri, correo de la organización mafiosa, hacia el que Urbano intenta volcar su sociabilidad a medida en que experimenta una reapertura de sus sentidos. Lo más relevante de sus conversaciones versa sobre los motivos por que matan y que desemboca en un pugilato de perversiones: al margen del dinero —que no está mal— Yuri mata para desahogarse cambiando estrés por miedo; Urbano lo hace por el miedo en sí.

Los intentos de Urbano por obtener información sobre la organización topan siempre con la reserva profesional de Yuri: cobra más que los asesinos rasos porque tiene información sensible de la empresa y para protegerla en uno de sus dientes guarda una cápsula de cianuro. Todo lo demás debemos adivinarlo a partir de su forma de actuar: los objetivos se señalan con muy poco tiempo para planificar el golpe; éste siempre es mortal y caprichoso, en ocasiones hay que limpiar la escena del crimen, en otras disparar desde un ángulo concreto y dejarlo todo lleno de sangre y sesos. Aunque Yuri da a entender que los asesinatos se cometen por la empresa en atención a sus intereses propios, las víctimas son tan dispares —un magnate de la industria alimentaria, la directora de un centro cultural, un periodista, varios ministros, uno de ellos con toda su familia— que más bien parecen cometidos por encargo de terceros a quienes se prestaría un servicio de sicariato.

Pese a que en las charlas que sostiene con Yuri, Urbano se distancia de sus víctimas y se presenta como un ejecutor amoral —o al menos, todo lo amoral que pueda ser quien mata por dinero, porque sí que da muestras de que el dinero le interesa y es fuente continua de preguntas—, cuando recibe el encargo de asesinar al ministro y su familia, desarrolla un juicio moral alternativo que nace de su aversión por la familia y los niños; de hecho, hasta el aspecto refinado y burgués de la mujer del ministro es un elemento adicional para disfrutar con el trabajo que se le encomienda.

En definitiva, una novela interesante en el tratamiento de la desviación psicótica, pero con un hilo argumental, estructura y desenlace que flaquean.
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lunes, 30 de noviembre de 2015

I. ESTUPOR Y TEMBLORES. AMÉLIE NOTHOMB


Abrimos con este título un breve ciclo dedicado a una autora cuya narrativa está marcada por la excentricidad y el tormento emocional. Las tres historias —Estupor y temblores, Diario de golondrina y Una forma de vida— comparten brevedad y argumento tejido en torno a un personaje principal inadaptado; puede decirse sin forzar excesivamente los términos que constituyen crónicas de inadaptación. Aunque las causas que explican el extrañamiento social de los protagonistas, la intensidad con que lo sufren y las reacciones que provoca son diferentes, el nexo común es evidente.

ESTUPOR Y TEMBLORES se narra en estilo autobiográfico. La acción discurre casi exclusivamente en el entorno laboral. Amélie Nothomb comienza a trabajar en una compañía multinacional japonesa, la corporación Yumimoto, y desde un primer momento tropieza con los usos corporativos de la empresa. En cierto sentido la inadaptación que padece es el resultado de una descoordinación cultural. Recibe encargos aparentemente sencillos como redactar una carta dirigida a un directivo de una compañía cliente para concertar un partido de golf o hacer fotocopias de documentos, pero nunca los realiza a satisfacción del comitente y sin que queden claros los motivos de la inconformidad; llegándose al absurdo de que se le prohíba hablar japonés al dirigirse a los visitantes de otras compañías para no incomodarlos. El único soporte mínimamente firme con que cuenta para sobrellevar una situación que se vuelve día a día más kafkiana es el que le brinda su superiora inmediata, la señorita Mori Fubuki, con la que guarda, dentro de los estándares nipones, una relación cordial, y de la que admira su capacidad y belleza, en la frontera de la idolatría.

El colmo del absurdo es que lo que provoca el definitivo fracaso de la protagonista y su descenso al infierno laboral sea un encargo bien ejecutado. Un mando de la sección de exportaciones, el señor Tenshi, en atención a su nacionalidad, le encarga un informe sobre la acogida que podría tener en Bélgica un producto de los que elabora la compañía. Nothomb se afana en estudios de mercado, hábitos de consumo, productos similares de empresas competidoras, tipos de cambio, peculiaridades legales del país de destino, etc., presentando en tiempo récord un informe muy detallado. En contra de lo que podría pensarse, la existencia del documento desencadena una crisis, en la que ella es degradada y el señor Tenshi seriamente reconvenido por saltarse la cadena de mando de la empresa. La sorpresa se acentúa cuando se entera de que la denuncia por la violación de los protocolos corporativos partió de su admirada señorita Fubuki, temerosa de que una extrajera lograse en unos pocos días una promoción que a ella le llevó años. A partir de ese momento su jefa sólo le encargará labores que parecen deliberadamente pensadas para que las haga mal, cada vez más maquinales, cada vez más burocráticas, cada vez más encontradas con las habilidades que la protagonista ha demostrado; en una cadena de fracasos que la llevará a un puesto de nueva creación que el retorcimiento de la señorita Fubuki idea para ella, reponer el papel higiénico en los lavabos masculinos de su planta, sin que ni siquiera en eso parezca estar a la altura de lo que se espera de ella.

Cuando por fin expira su contrato y lo denuncia con la antelación legal, se ve arrastrada a la delirante situación de presentar la misma dimisión en cada uno de los escalones de mando de la compañía hasta llegar al presidente. Lo curioso es que cuando llega ante éste y repite el mismo parlamento en que comunica su renuncia, lamenta no haber estado a la altura de las expectativas que la compañía había depositado en ella al contratarla, y exculpa a ésta de toda responsabilidad, el presidente le dice que es una mujer muy capaz, y que simplemente ha tenido mala suerte, fundando su creencia sobre la capacidad de la dimisionaria en la calidad del informe para las exportaciones a Bélgica cuya existencia conocía.

En resumen, la compañía desarrolla un alma burocrática propia que se impone al quehacer de los individuos y del que no consiguen librarse ni las más altas instancias de poder. Su asignación de recursos es absolutamente ineficiente: no aplica el trabajo de sus empleados a aquellas funciones más acordes con su capacidad, la promoción depende más de la antigüedad que de la valía, y la iniciativa individual está mal vista: el señor Tenshi es amonestado porque actúa al margen de los protocolos burocráticos, pese a tomar una decisión racional que culmina en un trabajo útil y bien ejecutado. Lo paradójico es que a pesar de su rigidez para lo accesorio, el sistema es vulnerable al capricho individual del directivo: uno de los superiores que la gobiernan al empezar en la compañía vive obsesionado por el calibrado de márgenes en los textos, y le ordena repetir decenas de veces las mismas fotocopias porque las considera descentradas por milímetros, con el despilfarro de recursos que eso implica; cuando Nothomb es apartada de aquella labor para la que demuestra estar más capacitada y fracasa en las tareas alternativas que se le ordenan, no es devuelta a la primera función o despedida por incompetente, sino que es reasignada a un puesto de nueva creación perfectamente inútil con el único objeto de satisfacer el placer sádico de la señorita Fubuki.

Las relaciones dentro de la empresa están completamente condicionadas por la relación de jerarquía: lo que queda por debajo no existe, lo que queda por encima infunde pavor. Los jefes son, las más de las veces, inflexibles, atrabiliarios, y lo que esperan de los subordinados es la sumisión absoluta: cuando alguien es reprendido, no cabe más reacción que renunciar a toda defensa y agachar la cabeza. El único personaje que parece dotado de cierta humanidad es el señor Tenshi: cuando se entera de que Nothomb ha sido degradada a reponer papel higiénico, deja de frecuentar los servicios de esa planta y va a los de la inferior; no sólo eso, convence a sus compañeros de sección para hacer lo mismo en señal de protesta por lo que considera un trato injusto y vejatorio.

Todo este complejo sádico se agrava respecto de la protagonista, que padece además las consecuencias del racismo nipón. El uso de la compañía respecto de los extranjeros es que no se dirijan en japonés a los clientes, lo que resulta del todo desconcertante. Al margen de ser el fetiche cultural de todo nacionalista que se precie, una lengua es fundamentalmente un instrumento de comunicación; parecería lógico, máxime tratándose de relaciones comerciales, que todo el mundo supiese qué lenguas habla quien entabla relación con él, para optar por aquélla que mejor dominan ambas partes, y sobre todo, para no decir inconveniencias creyéndose protegido por la ignorancia del otro. Sin embargo, la empresa de Nothomb prefiere sacrificar estas elementales cuestiones prácticas en el ara del gaijin corto que no sabe hablar japonés. Por otra parte, una vez abortado el informe y devuelta a las sevicias de la señorita Fubuki, la idea de la superioridad nipona flotará permanentemente en su relación: en una ocasión en que la pifia de Nothomb es mayor de lo habitual, ésta esgrimirá la inferioridad étnica como justificación. Su jefa rechaza la excusa, no porque la crea infundada, sino porque no cree que su subordinada sea más incompetente que el común de los occidentales, a los que sí cree capaces de hacer el trabajo encargado; lo que constituye una forma elegante de validar el principio subyacente.

Esa gelidez y esquematismo trascienden los límites de la empresa. La señorita Fubuki vive doblemente frustrada por una soltería que se demora más allá del límite que se considera socialmente pertinente, con la circunstancia agravante de saber que lo que se espera de una mujer casada, con independencia de la cualificación profesional, es el abandono de su carrera profesional y la consagración a tareas domésticas. Esa frustración encuentra su válvula de escape descargándose en forma de rabia sobre la protagonista, que privada de un inferior en que desahogarse, se disipará en fantasías escapistas inofensivas que se harán más frecuentes a medida que sus condiciones de trabajo se degradan: pasará largos ratos mirando por las ventanas imaginándose que cae y vuela sobre los tejados de una ciudad, que es la gran ausente de la historia: no sabemos nada de lo que hacen los protagonistas fuera de las paredes de la Yumimoto.

domingo, 18 de octubre de 2015

X. VIENTO DE CEDRO

SONETO V

El sol hinca sus rayos de retreta,
curva de hinojos sobre el horizonte,
en un párvulo intento de remonte
sobre la soga que el ocaso aprieta.

Las nubes, sangre turbia de la veta
que soplo a soplo mana desde el monte,
envidan lastre sin que el viento afronte
su girar peregrino de ruleta.

Pájaros destilados en las cumbres
desploman el volar contra las ramas
como una partitura granizada.

Se funde el día en ágora de herrumbres,
en ese desollarse piel y escamas,
en leve polvo de fe evaporada.

miércoles, 7 de octubre de 2015

IX. VIENTO DE CEDRO

SONETO IV

Náufragos en las peñas del rigor,
sin más agua ni luz que si es ganada
dejándose la piel cada jornada,
no templan el edicto del Señor.

No paga su perdón nuestro sudor,
con un salmo de cuero en cruz salada
y cara de divisa devaluada
sin palmas ni romeros de su olor.

Quizás porque a su campo de batalla,
vientre de espinas en que no hay más trato
que sallar con la azada entre los pies,

no espera ni el laurel ni la medalla.
Porque la victoria es ganarse un plato;
dar gracias por llegar a fin de mes.

martes, 22 de septiembre de 2015

V. MAD MAX

[1]

AÑO: 1979.
DIRECCIÓN: GEORGE MILLER.
GUIÓN: GEORGE MILLER.
REPARTO: MEL GIBSON, STEVE BISLEY, ROGER WARD, JOANNE SAMUEL, HUGH KEAYS-BYRNE, TIM BURNS, GEOFF PARRY.

La acción discurre en una sociedad que da muestras de decadencia económica. Las infraestructuras presentan un estado de conservación lamentable, con un coste de vidas considerable. El protagonista, Max Rockatansky (Mel Gibson), aparece por primera vez poniendo a punto el motor de su coche patrulla, cuando recibe por radio aviso de que un delincuente ha matado al policía que le custodiaba, huido en su coche, y le están persiguiendo. Con toda flema, Max interrumpe las labores de puesta a punto, se limpia la grasa de las manos, se vuelve a vestir la cazadora del uniforme y se pone en marcha: en el arcén podemos ver un cartel oficial que advierte de la peligrosidad de la carretera y de las vidas que se ha cobrado en lo que va de año (High Fatality Road. Deaths This Year: 57); además a lo largo de la película son frecuentes las escenas de persecuciones que terminan penetrando en zonas de carreteras cortadas y prohibidas al tráfico.


Esa sensación de agotamiento económico es especialmente palpable en el funcionamiento e instalaciones que dependen del Estado. La comisaría central en que presta sus servicios Max parece decrépita, con el cartel de la entrada tomado por la maleza, las dependencias desordenadas y la pintura ajada. La dotación de medios de la policía es mínima: en la comisaría central las cocheras están casi vacías, y la unidad de intercepción de último modelo V8 con que el capitán Fifi McAffee (Roger Ward) intenta engatusar a Max para que no abandone el cuerpo está fabricada artesanalmente por el mecánico a base de sacar piezas de donde puede, pero él mismo afirma que no podrá hacer otro; la propia existencia de ese coche es motivo de discusión entre el capitán McAffee y uno de sus superiores, que desaprueba que se gasten así los recursos (Esta escena es interesante desde un punto de vista simbólico. El capitán McAffee aparece sin uniforme, con una simple camiseta de algodón, mientras que el atuendo del contable es incomprensible: debajo del traje lleva un peto samurái, y de la que marcha coge un yelmo oriental y se lo emboza antes de perderse por las escaleras; quizás transmitiendo la idea de choque de cosmovisiones entre el hombre de acción que reclama el presente y el mundo anquilosado por unos valores viejos que sólo subsisten en una función meramente ritual). Si la dotación de medios materiales es escasa, no la superan los medios humanos pues apenas si se ven efectivos por la comisaría, pese a que el nivel de violencia que se exhibe es alto: cuando la radio anuncia que Nightrider ha matado a un agente, el patrullero que dormita en el coche se encalabrina como si la situación fuese habitual.


Parece que la sociedad vive acuciada por una crisis energética: la megafonía de la comisaría recuerda a los miembros de la fuerza central que está prohibido comerciar con gasolina, y que ésta deberá suministrarse por el depósito de fondos públicos; las carreteras están casi desiertas y la banda de moteros no consigue carburante asaltando una gasolinera, que parecería la opción más cómoda, sino que abordan directamente el camión cisterna, lo que da idea de algún tipo de restricción administrativa en el comercio de carburantes. Sin embargo, cuando Max sufre su crisis vocacional y se marcha con su familia unos días de descanso al campo para aclarar sus ideas, aparece comprando un perro a un lugareño al lado de una instalación gigantesca de BP que parece una refinería y presenta buen aspecto; quizás para reforzar el contraste entre el peligro de la vida urbana y la placidez con que el protagonista idealiza la vida campestre, y que terminará demostrándose mera ilusión.

Sin embargo, todavía hay servicios básicos que aparentemente funcionan, como los sanitarios. Cuando los moteros vándalos sacan de la carretera a Goose (Steve Bisley) y lo queman dentro de la furgoneta, Max acude a visitarlo a un hospital que parece razonablemente limpio y presentable. Lo mismo ocurre cuando su mujer es atropellada: hay médicos atendiéndola e instalaciones en buen estado. En una escena de transición en que el capitán McAffee acude al lugar donde se ha producido un accidente para advertir a Max de que corre peligro, se ve un conductor malherido con la cabeza estampada contra el cristal del parabrisas, pero también hay ambulancias y grúas para retirar los coches colisionados y despejar la carretera. También hay servicio ferroviario: los pandilleros llegan a un pueblo casi vacío para recoger el cadáver de Nightrider. La estación está desierta, pero un empleado del servicio les acompaña al apeadero donde está depositado el féretro, y hemos de suponer que no ha llegado allí volando.

Al lado de esos servicios básicos, hay otros que sin serlo parece que también se prestan: la televisión aún emite, la telefonía opera, y hay comercios que funcionan: cuando la radio de la policía avisa a sus agentes de que hay una persecución, Goose está almorzando en un restaurante de carretera charlando con un parroquiano en un ambiente de absoluta normalidad; también se nos muestra al propio Goose relajándose tras la jornada de trabajo en un garito nocturno con música en directo que presenta un aforo bastante concurrido. Cuando Max coge su descanso de reflexión campestre, se le pincha una rueda y acude a un taller para que le reparen el pinchazo. El mecánico le dice que no repara neumáticos salvo que le llamen de la carretera, de no ser así, prefiere venderlos que repararlos; por lo que hemos de entender que no está muy necesitado de dinero y puede permitirse aún el lujo de seleccionar su faena. Mientras Max discute con él, su mujer, Jessie (Joanne Samuel) se va a un chiringuito de playa que queda cerca a comprar un helado. En suma, que aún se ejerce el comercio y que el medio de pago básico es el dinero, es decir, que el Estado sigue conservando la capacidad para generar una mínima confianza y el dinero no se ha visto despojado del manto fiduciario que le da sentido.

Es interesante la descripción de la mecánica institucional. La comisaría de la Fuerza Central se anuncia con un cartel ruinoso que reza Palacio de Justicia (Halls of Justice). Podríamos pensar a partir de ello que estamos en presencia de un Estado policial que aglutina en los cuerpos de seguridad del Estado el ejercicio de las funciones jurisdiccionales junto con las correccionales, con la merma de garantías procesales que ello supone para todos quienes en un momento u otro pudiesen verse afectados por su actividad inquisitiva. Sin embargo, cuando los moteros violan a unos chicos en el pueblo y Max y Goose detienen a Johnny the Boy (Tim Burns) como responsable, el acusado es defendido por un abogado y se respetan sus derechos, incluida la presunción de que es inocente; tal es así que se le pondrá en libertad porque nadie comparece como testigo de cargo. Esto dispara la ira del agente Goose que agrede al detenido y provoca la protesta airada del abogado, que advierte al capitán McAffee de que informará de los hechos a los tribunales. El resultado es que la asimetría entre la capacidad dañina de las organizaciones criminales y las posibilidades del Estado de guardar y hacer guardar la ley es flagrante, desenvolviéndose este último en la vecindad del garantismo suicida, que contrarresta el capitán McAffee con la hipocresía práctica propia de los hombres de acción: dar carta blanca a sus subordinados para que hagan lo que quieran con tal de que no se enteren las autoridades.


El Estado parece reducirse a una suerte de legislador infatigable y pregonero radiado de sus ocurrencias legislativas: en la emisora de la policía y en los patios del aparcamiento policial, una perenne voz enlatada informa del contenido de los reglamentos; los hay sobre comercio de carburantes, incautación de vehículos, proscripción del lenguaje soez, reparaciones de automóviles, etc. Sin embargo, lejos de transmitir la sensación de omnipotencia estatal, lo hace de debilidad, porque a nadie se le escapa que cuando hay que recordar muchas veces el contenido y vigencia de una norma es porque de ordinario se vulnera.

Junto con la crisis energética y el desajuste institucional, la sociedad padece los efectos de la falta de moral pública, que en la órbita policial —la más profusamente descrita— desemboca en corruptelas y falta evidente de profesionalidad: cuando se da aviso por radio de la persecución de Nightrider, uno de los patrulleros dormita en el coche sacando los pies por la ventanilla, mientras su compañero se dedica a espiar por la mira de su rifle a una pareja que yace en un mato. Se suman a la persecución discutiendo sobre quién conduce y quién va de copiloto, resuelven sus desavenencias a insultos, acosan al perseguido hasta una ciudad en la que provocan un accidente grave y ponen en peligro la vida de ciudadanos inocentes.

El perenne recordatorio por la megafonía de la comisaría del contenido de las normas resulta muy ilustrativo de que las corruptelas más o menos dañinas están muy extendidas. Si los miembros de la fuerza central tienen prohibido comerciar con gasolina, es porque parte de los recursos públicos son desviados por los propios funcionarios hacia actividades de estraperlo. Si las reparaciones deben ser autorizadas por los capitanes y no se permite a los agentes negociar con los mecánicos, hemos de entender que en más de una ocasión el tiempo de los mecánicos se dedica a reparaciones no relacionadas con exigencias del cuerpo.

Esa situación de descreimiento social se relata en términos descarnados por el capitán McAffee en su conversación con el interventor Labatouche que le reprocha su despilfarro de recursos: “People don’t believe in heros any more”. Sin embargo, su lucha por restaurar la moral pública consiste en la erección de un fetiche fácilmente asimilable por el ciudadano medio, lo que refleja que su juicio íntimo de la sociedad a la que sirve es negativo, ya que no deja de considerar a sus paisanos más que como personas de mente simplona e infantilizada. Más aún, la estrategia pasa por retener a su mejor agente con el peaje de una cierta coima: una coche patrulla especial, la unidad V8. De esa laxitud nihilista no se escapan las instituciones públicas, antes al contrario, se ceba especialmente con ellas: en la escena inicial, el cartel oficial que advierte a los conductores del peligro de la carretera por la que circulan y de los cincuenta y siete muertos que van en el año se remata con un pie que reza: “Monitored by Main Force Patrol” (Carretera vigilada por la patrulla de la Fuerza Central) y donde Force (Fuerza) se ve tachado por Farse (Farsa).

En ese contexto de visible decadencia económica y moral, la aparición de grupos vandálicos que amenacen de forma directa la continuidad del sistema es inevitable. Este papel lo desempeña la banda de moteros que dirige Toecutter (Hugh Keays–Byrne). Incapaces de desarrollar una actividad económica constructiva, sobreviven dedicados a la depredación y el saqueo de la sociedad que se desmorona, cuyo precario orden desafían continuamente, amenazando a los particulares y vengándose con saña de los agentes de la ley que les plantan cara.

La actitud respecto del sistema dado es disolvente, sin embargo, observan una férrea disciplina interna; toda la banda está jerarquizada bajo la dirección de un cabecilla autoritario, Toecutter, que se extiende hasta los aspectos más aparentemente inanes; así, por ejemplo, cuando llegan al pueblo en que recogen el féretro de Nightrider, aparcan las motos ordenadamente y esperan a que sea éste quien dicte el momento en que han de apagarse los motores, previa fanfarria de darle al acelerador. De él parten todas las órdenes, sin dar pie a que haya insubordinaciones: cuando violan a la pareja de jóvenes en el pueblo de la estación, y Johnny the Boy se queda en el lugar de los hechos completamente drogado, Toecutter ordena a su hombre de confianza, Bubba Zanetti (Geoff Parry), que vaya a buscarlo. Éste le dice que no hará nada por Johnny y que hay que abandonarlo porque es un caso perdido; pero Toecutter zanja el debate respondiendo que no lo hará por Johnny sino por él, y Bubba obedece. Asimismo, cuando organizan el atentado contra el agente Goose y lo sacan de la carretera, ordena a Johnny que le pegue fuego al coche volcado en que ha quedado atrapado el policía. Johnny parece reacio a hacerlo, pero le fuerza a ello como modo de mostrar su lealtad personal, integrando una suerte de rito iniciático necesario para ser aceptado como miembro de pleno derecho dentro de la banda, su bautismo de sangre. Estamos, por tanto, en presencia de una forma primitiva de jefatura, en donde la autoridad depende más del desarrollo y mantenimiento de vínculos personales que del componente institucional.


No obstante lo anterior, son visibles ciertos indicios de la teatralización ritual que acompaña de ordinario al poder asentado; como ocurre, por ejemplo, cuando abandonan el pueblo tras la violación, y donde podemos ver a Toecutter subido en la parte trasera de una ranchera, sentado en una butaca a modo de trono, abrazado al féretro de Jinete Nocturno, y dispensando bendiciones a los motoristas que le adelantan con una pequeña cruz que sujeta con la mano. También cuando descansan en la playa entre fechoría y fechoría, mientras los demás miembros de la banda están dispersos por el suelo o subidos a lomos de sus motos, él está hundido en un sofá raído que le hace las veces de sitial, cubriéndose con una tela plateada en estampa virginal.


Queda la sensación de que esa jerarquía cuasi feudal flota sobre un magma en que se combinan un punto de ambigüedad sexual y fetichismo: en esa misma escena de la playa en que Toecutter se cubre como una madonna, otros dos miembros de la banda juguetean con un maniquí desnudo hasta que en la mente del cabecilla se dispara la demencial idea de que el muñeco es un policía infiltrado, momento en que le disparan en la boca. También en esa escena, Toecutter reprende a Johnny por dejarse capturar; no es una reconvención de verbo autoritario, sino que componen un cuadro de dominación sadomasoquista en que le ciñe el cuello con la corbata, le mete el cañón de la escopeta en la boca, mientras susurra al oído lo que debe hacer, antes de terminar abrazados en el agua del mar. También en ese registro, cuando llegan al pueblo y desmontan, Johnny intentará atusar el pelo leonado del jefe; y la propia forma de conducirse de los moteros en el pueblo, de hablar, jugar y provocarse es de una lubricidad amanerada que no se disimula.


Entre los grupos vandálicos y la sociedad sólo se interpone el precario dique de contención que representan las fuerzas del orden, minadas por su falta de medios, estímulos y excesos garantistas del Estado. Dentro de ellas se debate el protagonista, por un lado cautivado por las descargas de adrenalina que suministra la acción al límite, y por otro temeroso de perder contacto con la realidad. Pese a que tiene un entorno familiar amable, un hijo y una mujer de la que parece enamorado, lo encontramos interceptando a Nightrider en una escena casi suicida en la que encara su coche patrulla contra el del fugitivo, a la espera de que sea éste quien se raje y cambie de trayectoria, y sin tomar en consideración que tiene mucho más que perder que un criminal, que da muestras, por lo que dice a través de la radio policial, de estar totalmente desquiciado.

Su profesión es fuente de discusiones con su mujer, pero su adicción al peligro es alimentada por el capitán McAffee con la unidad de intercepción V8 para evitar que deje el cuerpo; y es que en los momentos de reflexión Max se da cuenta de que está desembocando en una vida circense. Cuando su compañero Goose sufre la agresión y queda desfigurado, abandona la policía. En el diálogo fundamental de la película, reconoce a su capitán que tiene miedo a acostumbrarse al nivel de violencia que le rodea y verse convertido en otro villano más, un villano con placa pero villano al fin y al cabo, e intentará conjurar ese peligro apostando por una suerte de escapismo campestre que pronto se verá frustrado.

Esa dualidad se resolverá de forma abrupta cuando su familia es atacada por la banda de Toecutter y su hijo muere. La paz campestre se ha roto, sin que el protagonista retorne a la guarda de la ley sino a la némesis justiciera para la que todos los medios son válidos: no duda en agredir al mecánico que intentó venderle los neumáticos, al que considera cómplice de los moteros, para sacarle información. El trato que recibirán éstos es expeditivo: no intentará detenerlos sino matarlos. Cuando finalmente liquida a Johnny, la mirada vacía de Max y la toma devoradora de asfalto en una carretera a ninguna parte nos colocan en presencia de un personaje que ha roto con la sociedad, cuya predicción se ha cumplido y que se ha convertido, amparado por la venganza de un ser inocente, en un villano más; de hecho, su furia vengativa es tan incontrolable que no llegamos a enterarnos de si su mujer sobrevive al accidente o termina falleciendo, porque Max abandona el hospital para iniciar la caza de sus agresores.


En definitiva, su desmoronamiento como ciudadano es paralelo al desmoronamiento de la sociedad en sí; las leyes ya no sirven para nada, no se guardan ni hay quien las haga guardar, por lo que el recurso a la autotutela parece una opción razonable.
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[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.

domingo, 6 de septiembre de 2015

IV. DESTRIPANDO EL FINAL DE LA ISLA MÍNIMA

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Con cierto retraso respecto de la fecha de estreno, pero con mucho interés por las buenas críticas, el palmarés de premios recibidos y alguna recomendación familiar, vimos hace un par de semanas la película “La isla mínima”, del director español, sevillano para más señas, Alberto Rodríguez. Confieso que apenas tenía referencias de este último ni de su obra cinematográfica previa, con la salvedad de la también magnífica película de 2002 “El traje”. Lo cual tenía la ventaja de permitir contemplar esta nueva cinta sin apenas prejuicios ni ideas preconcebidas acerca de la misma, de su trama, de su ritmo, de sus características técnicas o cualidades artísticas, ni de su enigmático, ambivalente e inquietante final.

Sobre esto último es precisamente sobre lo que pretendo aquí hacer una breve y somera reflexión —los comentarios más expertos, eruditos y enjundiosos los hace mi tándem en este blog, y además la propia película cuenta con decenas de entradas y “posteos” en la red—; aunque antes diré que, desde mi modesto punto de vista, Alberto Rodríguez borda una película seria, intensa aunque contenida, conmovedora y estéticamente magnífica, manejando para ello de manera magistral elementos que, en otras manos, se hubieran prestado con facilidad al efectismo, el sensacionalismo, la manipulación sectaria e incluso el cine gore. Me detendré aún en alguno de esos elementos, antes de entrar de lleno en el asunto del final y su eiségesis. (interpretación subjetiva de esa parte de la narración, pues no otra cosa permite la textura abierta que tejen las últimas escenas).

Por de pronto, la localización geográfica, el medio físico y las condiciones climáticas del lugar en el que se desarrolla la acción nos transportan a un paraje tan bello como duro y hostil, donde igual que el territorio de la marisma se anega e inunda con las lluvias, se empolva y resquebraja el suelo en la época de sequía; en el que la movilidad puede llegar a ser casi imposible y las condiciones en que ha de desenvolverse casi cada acto de la vida cotidiana son cualquier cosa menos confortables. Un escenario, en suma, típicamente opresivo, claustrofóbico, propicio para la locura, caldo de cultivo incluso para la criminalidad, como en efecto quedará plasmado en el film. No es extraño que a uno de los rincones decisivos de la parte más tenebrosa de la acción se le conozca como “La isla mínima”, la denominación le va que ni pintada.

Desde el punto de vista cronológico, los hechos se sitúan deliberadamente a comienzos de los ochenta, recién acontecida la transición política del régimen franquista a una titubeante democracia, al punto de que incluso alguno de sus protagonistas pone en duda la realidad de esta última. Lo hace el poli experimentado y de oscuro pasado por su presunta colaboración con la represión franquista, Juan (Javier Gutiérrez), en su primera confrontación dialéctica con el poli joven e idealista, Pedro (Raúl Arévalo), que —según explica el propio director— personifica a un policía real que fue sancionado por una publicación en la prensa del momento más o menos subversiva. Pero lo hace también el representante de la autoridad, el juez, que parece no tener mucho empacho en incurrir en un ejercicio caciquil de la función jurisdiccional. Esta hábil decisión del director y los guionistas (Rafael Cobos y el propio Alberto Rodríguez) de contextualizar la trama en los primeros años de la democracia permiten a su vez la combinación de otros elementos o variables de la situación política, social y económica española que serán relevantes en la integral conformación del marco en que tienen lugar los hechos: explotación y conflicto laboral, confrontación ideológica y tensión política secundaria, furtivismo y tráfico de drogas, posición subalterna de la mujer... Esta última de un modo particularmente intenso, por cuanto se erige en auténtico motor de una trama siniestra basada en la presión que sufren un puñado de adolescentes, atrapadas por un lado en un entorno familiar y rural que apenas si les ofrece alternativas al trabajo doméstico, el matrimonio y la crianza de la prole, y las duras labores del campo (las marismas del Guadalquivir son una de las zonas de mayor producción arrocera, aunque en el transcurso de la película únicamente se alude, aunque en varias ocasiones, a la inminencia de la época de la recolección; y lo hace el juez para acuciar a los dos policías venidos de Madrid, incluso con el acicate de una eventual “recompensa”, a que resuelvan el caso para evitar el ambiente de nerviosismo y tensión que cunde en la localidad). Por otro lado, las chicas se encuentran bajo el yugo del tardío ejercicio de un atávico “derecho de pernada” por parte del cacique del pueblo, el terrateniente, que para ello se servirá del bello embaucador Quini (Jesús Castro), el chico guapo —rotunda e incuestionablemente guapo— de la aldea. Este las seduce para luego dejarlas a merced de las morbosas e insanas apetencias de aquel, el hombre del sombrero, bajo cuyo fino tacto y elegante aroma se oculta, más que un verdadero depredador sexual, el clásico voyeur. Aunque, a decir verdad, en la re–visión de la película (no he dicho aún, pero lo aclaro ahora, que nuestras opiniones discrepantes sobre el sentido del final generaron tal polémica e intriga, que pocos días después de haberla visto por primera vez la volvimos a ver, esta vez casi con lupa y moviola) se constata que el viejo rico rijoso también practica en ocasiones el sexo con alguna de las desgraciadas niñas.

Algo que también se aclaró en esa segunda ocasión —al menos para mí, que era quien albergaba más dudas e interpretaciones dicotómicas— es que, con toda probabilidad, no existe unidad de acción entre lo que perpetran entre Quini y el amo al que sirve, y el ser auténticamente depravado que se encarga de la tortura, mutilación y muerte de las chicas, Salvador. Es este un personaje sumamente oscuro, en el fondo y en la forma, porque en la narración es el más complejo y difícil de aprehender. Se trata de un joven del pueblo que emigra a la Costa del Sol en busca de un mejor porvenir trabajando en el sector turístico. Y que tras haber prestado servicios durante un tiempo en un hotel retorna muy cambiado, casi irreconocible, transformado como luego se verá en un ser macabro. Salvador es, en efecto, el que, de manera oportunista, aprovecha el estado de angustia y miedo en que quedan las menores y se ofrece a propiciarles una huida de las garras de Quini y el señor, y de la vergüenza y el ultraje que conllevaría que todo el tinglado se descubriera, bajo el subterfugio de poder conseguirles un contrato de trabajo en algún hotel de la costa. Nada más lejos de la realidad, con la ayuda del desolado novio de otra muchacha desaparecida, los registros de algunos de los efectos personales de las chicas y el testimonio obtenido bajo amenaza y cierta violencia de la casera de la hacienda del Coto, los policías descubren que Salvador, que ejerce como guardés en las instalaciones de la marisma, es quien perpetra los sanguinarios crímenes, arrojando los cuerpos de las jóvenes a un colector en el que sus cuerpos son prácticamente triturados.

Quedan tres personajes decisivos que merecen mención aparte: un primer personaje amable, que introduce cierto pintoresquismo y algunas dosis de humor y simpatía, que es el del furtivo (Salva Reina), cooperador necesario de los dos policías, a los que orienta y sirve de guía en los agrestes territorios por donde discurre la acción. Otro personaje decisivo e igual de sombrío que la mayor parte del resto es el del fotógrafo de “El caso” (Manolo Solo), aunque sobre este volveré, porque es el artífice de la confusión final. Y, por último, pero no por ello menos importante, el personaje femenino de Rocío (Nerea Barros), la madre de las niñas Carmen y Estrella, un auténtico “pildorazo” de delicadeza y fortaleza a la par, y que expresa muy a las claras, aunque también muy sutilmente, cuál era el papel de la mujer en ese tipo de sociedad. Rocío es en apariencia la típica mujer dedicada a su familia, sometida a los rigores de la convivencia con un marido de carácter atormentado y hermético, Rodrigo (Antonio de la Torre); con la vida centrada en la atención de la casa, el cuidado de la familia y la crianza y educación de sus hijas; pero que tras esa pátina de tristeza y resignada abnegación conserva la esencia de la mujer de temple que no se doblega ante las adversidades de la vida, virtud o cualidad que se pone en juego dramáticamente en esa colaboración que, casi con sensual desesperanza, le presta en última instancia a Juan.

A lo que iba, el final. Hasta aquí parecería que todo está resuelto y aclarado. Máxime cuando, tras una trepidante escena de persecución del Dyane 6 blanco de Salvador, del que será rescatada Marina, la última de las chicas acosadas aún con vida; proseguida de una no menos crítica batida a pie para alcanzar y atrapar al torturador, este acabará con sus huesos en la misma exclusa que deglutía a sus víctimas. Eso sí, la caza se saldará con el joven policía y el furtivo heridos, pero con el primero erigido en héroe por obra de los medios de comunicación. Sin embargo, el final se complica merced a una trama paralela de la que son protagonistas el propio Pedro y el fotógrafo sensacionalista (recordemos que trabaja —al menos en relación con esos noticiables crímenes— para el tabloide “El caso”). Por cierto, el hecho de que coetáneamente el inexperto agente haya sido padre, o las tensas conversaciones que mantiene con su inquieta y angustiada esposa, resultan elementos narrativos que, desde mi modesto punto de vista, ni quitan ni ponen a la construcción de la historia. Pues bien, la irrupción en la escena del fotógrafo (al que Juan había impedido con vehemencia, y el auxilio de la Guardia Civil, tomar fotos de los cadáveres de Carmen y Estrella, y con el que ambos policías coinciden en el pub del pueblo) se pone al servicio del que casi es en realidad el componente clave del thriller. Al menos, de su final abierto, generador de duda y polémica.

En la primera ocasión en que Juan y Pedro acuden al bar de copas a descargar sus respectivas tensiones, mitigar sus mutuas discrepancias y Juan quizá también a ahogar en alcohol su temor a la enfermedad y la muerte (tanto la escena donde se le ve orinando sangre, como sus alucinaciones ornitológicas también me parecen escenas irrelevantes, aunque aporten su pizquita de morbo y estética surreal y mágica), el periodista intenta llamar la atención de Pedro, que aprovecha para enseñarle un negativo medio chamuscado en el que se intuyen las imágenes de las chicas muertas en la escena del crimen (en ropa interior o semidesnudas, posando sobre la colcha de una cama con cabecero de hierro y ante un espejo que refleja trofeos de caza). Un escenario que luego se comprueba con facilidad que corresponde a una de las estancias de la hacienda del Coto de caza, donde Quini las lleva a encontrarse con el terrateniente. Pedro le pide al fotógrafo que haga indagaciones sobre la procedencia, características y contenido del negativo, lo que el periodista acepta a cambio de lograr fotos morbosas de los cadáveres para su comitente, el diario sensacionalista más célebre de la época. Tras las oportunas averiguaciones, el periodista le confirma al joven policía que ese tipo de negativo es raro y que sólo se consigue previo encargo en una tienda de Sevilla, donde lo adquiere Quini, que es quien se encarga de tomar las fotos. Esto no deja de ser un hecho previsible. La cuestión es que en una de las imágenes se atisba la presencia de una tercera persona, de la que, tras un considerable esfuerzo, se llega distinguir un brazo, en cuya muñeca se exhibe un reloj. Con toda probabilidad impulsado por un cierto afán revanchista, en la escena decisiva final el periodista le entrega justo a continuación a Pedro un sobre en el que se contienen fotos de la hasta ese momento controvertida participación de Juan en una carga policial contra unos manifestantes en la que resultó muerta —supuestamente a manos del propio Juan— una joven. La controversia se muestra en una escena previa en la que los dos policías vuelven a exteriorizar sus tensiones y pugnas ideológicas, y en la que Juan desmiente la versión más o menos oficial sobre la autoría de los disparos que a él se le atribuye, y le cuenta a Pedro que en realidad él lo único que había hecho era encubrir y tratar de proteger a su compañero. Versión que Pedro cree, y que junto a la euforia de la resolución de los crímenes (para la que la intervención de Juan, no se olvide, fue decisiva), la paternidad reciente (Juan, entre vapores etílicos, le dice unas emotivas palabras a ese respecto) y el éxito mediático, contribuyen a cierta sensación de armonía final. El último plano, sin embargo, acrecienta la duda: el brazo de Juan rodeando a una de las dos mujeres con las que está celebrando la resolución del caso, con especial hincapié en la imagen del reloj. Es más, cuando volví a ver la película, tuve la sensación de que, desde el principio, cada vez que se tomaba un plano corto de Juan, salía su brazo y su reloj.

Mi duda (y la de mucha más gente, por lo que he visto en la red) era: la tercera persona que, aunque borrosa, se ve en el negativo ¿es Juan o es el terrateniente? Avalan la participación del primero sus antecedentes represores, su acreditada pericia en la tortura y el reloj. Contradicen esta conclusión otros muchos datos de peso como su decisiva y muy directa y decidida implicación en la averiguación de los hechos, la inexistencia de indicios de que fuera conocido previamente en la zona ni reconocido por ninguno de los vecinos o implicados en los hechos, o lo inverosímil de que, prestando servicio en Madrid, fuera a dedicar su tiempo libre en viajar hasta un lugar tan remoto y hostil sólo para participar como subalterno en una orgía de sangre. La cuestión es que esta desazón y la fuerte discrepancia con la versión e interpretación de casi todo el mundo de mi entorno con quien comenté el final de la película, nos llevaron a volver a verla. Tengo que reconocer que en ese segundo visionado me convencí de que el brazo del reloj no era el de Juan. Sólo una razón avala, para mí, esa conclusión: Juan lleva el reloj en la mano izquierda, y el terrateniente, al que sólo se le ve al completo y con su reloj en una ocasión (en la escena en que declara estar a disposición de los policías para ayudarles a resolver los luctuosos sucesos) lo lleva en la derecha. La imagen del negativo muestra una mano derecha. ¿O será que es la imagen inversa de la realidad?
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[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.

jueves, 20 de agosto de 2015

VIII. VIENTO DE CEDRO

SONETO III

Descansa, pulso, del fiero latido,
suspiro hondo que con el mar compite
cuando alzan espuma y riscos su envite
y sólo ahogarse da al alma sentido.

Apaga, vientre, el ansia y el gemido,
tu horno de tripas que el plomo derrite,
fatigando en la cama su desquite
sin dar con paz hasta el sudor herido.

Pesan sobre mis miembros las costumbres,
aquietadero de escarcha y estío
donde el deseo estiba su tramoya.

Mas verterán su luz sobre las cumbres
haciendo que tu aliento sea mío
la piel, su labor, el sueño y su argolla.

viernes, 7 de agosto de 2015

VII. VIENTO DE CEDRO

Pródigo de conciencia,
se alarga mi nómina de banderas
devoradas por el tiempo.

Pabellones de gozo, las menos,
que esquivaron la intemperie
al resguardo de unas caderas.

Destierro y olvido, las más,
hilos de un discurso incendiario
que se agota y ata en el estribo de una barra
cuando embarranca mi sainete inoportuno
en la rompiente de una mueca.

Más de las que son menester,
híbridas de ruindad y vileza,
destiñeron su paño sobre mi piel
como tatuaje que a la piedra pómez
desafía.

Triste deserción de las mejores,
en un ondear lento y mojado
que aguijonea la memoria
para perfilar mi verdadera talla.

La cobardía que se desboca
por el primer callejón
en el esquinazo custodio
de una paz bovina.

domingo, 26 de julio de 2015

VI. VIENTO DE CEDRO

SONETO II

Amarga nana que mece a todo hijo
es que medra el zorro a costa del buey,
disparando con pólvora del rey
santificando el robo un crucifijo.

Con muros de papel hará cobijo
quien lo busque o espere entre su grey,
en un mundo en que no rige más ley
que cada perro se lama su pijo.

Triste escarbar de hinojos en el suelo,
túmulo de jornadas sin más fin
que defender un foso a dentelladas.

Miembros de ataúd y almas consagradas
a respirar como único botín
que sea el mal de muchos su consuelo.

martes, 14 de julio de 2015

III. NO HABRÁ PAZ PARA LOS MALVADOS

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AÑO: 2011.
DIRECCIÓN: ENRIQUE URBIZU.
GUIÓN: MICHEL GAZTAMBIDE, ENRIQUE URBIZU.
REPARTO: JOSÉ CORONADO, RODOLFO SANCHO, HELENA MIQUEL, JUANJO ARTERO, YOUNES BACHIR, PEDRO MARÍA SÁNCHEZ, NADIA CASADO, KARIM EL-KEREM, ABDEL ALI EL AZIZ, WALTER GAMBERINI, NASSER SALEH, JUAN PABLO SHUK, EDUARD FARELO.

La película arranca en un bar decadente de barrio: luz grasienta, acordes electrónicos de máquina tragaperras, una pareja de mirada encanallada que se soba en una mesa apartada y un hombre mal encarado que trasiega cubalibres en la barra hasta que los camareros le echan. El borracho los increpa, se larga y busca dónde continuar su noche de desenfreno alcohólico; recala en un burdel en que tampoco quieren atenderle pese a tener la puerta abierta y la música encendida. Encabezonado, insiste en que le pongan una copa. La hostilidad con que el matón del burdel le advierte de que está cerrado y no van a atenderle crece hasta el punto en que la pelea parece inevitable; en ese momento, se presenta el jefe del tugurio y el borracho saca una placa de policía. El patrón se vuelve conciliador, apacigua al matón y ordena a la chica que le sirva la copa que le piden, mientras intenta calmar al cliente hablándole con deferencia y dedicándole una palmadita en el hombro. El policía reacciona violentamente, estampa al hombre contra la barra, desenfunda y abre fuego contra el matón. La puta intenta escapar horrorizada, pero también la abate. Sube a la planta superior en busca del ordenador que controla las cámaras de seguridad. Un individuo que se esconde en el despacho le empuja y huye. Retira los discos del ordenador y abandona la escena del crimen. Cuando llega a su casa, revisa los vídeos de seguridad y descubre una escena en que el jefe del puticlub está entregando una mochila cargada de dinero a un joven que no puede ser otro más que el testigo huido. El policía (José Coronado) se deshace de las pruebas de cargo y emprende la caza del testigo.

Hasta aquí podría tratarse de la típica película en que un criminal busca atar cabos sueltos, pero en este punto la trama gira porque el testigo pertenece a una célula de terroristas islamistas que planean un atentado atroz; y es esto lo que introduce un elemento enriquecedor, desde el punto de vista moral, al plantear hasta qué punto resulta socialmente útil un sujeto marginal y violento cuando se trata de combatir una amenaza mayor. De hecho, el resto de la película puede verse como un intento de redención del protagonista, reforzado por el elemento simbólico de su propio nombre: Santos Trinidad. No se trata ciertamente de una redención jurídica: el protagonista sabe perfectamente que ha cometido un crimen que no quedará impune si las autoridades le descubren y que no podrá mercadear con su probado valor por enfrentarse a los terroristas en solitario. Tampoco es en absoluto una redención funcionarial: su trabajo le asquea, trata a sus mandos a la baqueta cuando le preguntan por sus andanzas, elude el trato con los otros policías —hay una escena en un bar en que un joven policía se le acerca y se presenta como hijo de un antiguo compañero. Cuando el joven le cuenta la admiración que despertaba en su padre, Santos Trinidad le interrumpe y pide que no le diga que se han visto—. Tampoco puede decirse que sea una redención social: es un personaje que ha roto definitivamente amarras respecto de la sociedad, que vive solo, desordenado, alcoholizado y que actúa por libre. No es la reintegración social lo que le interesa. Se trata simple y llanamente de una redención personal, de un homenaje suicida al policía de raza e instinto que un día fue y que naufragó en la maraña burocrática de la profesión: cuando la jueza Chacón que investiga el caso (Helena Miquel) le interroga, sale a la luz su pasado policial, su brillante arranque en la carrera, sus primeras condecoraciones, y cómo todo se tuerce en un oscuro episodio en Colombia.

La visión del mundo de Santos Trinidad está provista de un sentido de la moralidad, de un código. La relación que tiene con la clase obrera es, dentro de sus cánones, cordial: en la escena inicial del bar, cuando los camareros le invitan a marchar porque deberían haber cerrado hace más de media hora y les está restando descanso, discute con ellos y llega a insultarlos pero no se le ocurre agredirlos. Cuando interroga a los suegros del Ceutí, el jefe de la célula terrorista es amable con ellos, empatiza con su dolor por la desaparición de su hija. En una de las cafeterías donde monta guardia, pide que le echen unas gotas de brandi al café —en las primeras escenas de la película sólo bebe alcohol. El personaje va progresando hacia esa suerte de ascetismo profesional en que afila sus dotes de sabueso—; cuando la camarera le contesta que no tienen alcohol, bromea con ella. Por el contrario, el trato que tiene con las autoridades es arrogante y retador: cuando la jueza Chacón le interroga por su periplo colombiano le contesta secamente que lo lea en el informe. Al insistir la jueza en que quiere oírlo de sus propios labios, contesta de mala gana y niega la versión con que ésta le replica reafirmándose en que la pistola se encasquilló y disparó por accidente hiriendo a su compañero (es el punto que permanece oscuro de su pasado, que determina su caída en desgracia dentro de la policía y que no se aclara. Queda flotando la sensación de que se enteró de algún manejo ilegal por parte de algún miembro del cuerpo, que actuó por cuenta propia y fue degradado).

El trato que dispensa a sus mandos refleja un desprecio absoluto por la disciplina y la mecánica policial: cuando su jefe en el departamento de desaparecidos le afea su absentismo y quiere saber de sus pasos, le contesta con un exabrupto. Y esa línea de rudeza se agrava cuando se relaciona con el mundo nocturno y marginal: cuando inicia sus pesquisas busca a su confidente Rachid (Younes Bachir); como no lo localiza, habla con su novia, Celia (Nadia Casado), una stripper que trabaja en un local nocturno. Si en una primera entrevista es duro aunque no obtiene información relevante, cuando la visita por segunda vez, la amenaza con darle una paliza si no colabora. Cuando encuentra a Rachid, no le agrede pero el trato que le da es humillante: le tira el teléfono móvil por la ventanilla del coche, lo insulta por no recordar el camino que lleva a la finca en que había estado con el Ceutí y lo amenaza veladamente; Rachid se da por enterado con docilidad: sabe que habla en serio y que más vale tenerlo en cuenta. El triple crimen inicial es impensable sin un prejuicio negativo de naturaleza moral: en un burdel no hay inocentes, ni él mismo es inocente; en ese espacio moral el crimen no es una anomalía sino el uso.

Resulta interesante la descripción de la mecánica institucional, donde es difícil no empatizar con la sensación de perplejidad que acompaña a la jueza Chacón en su quehacer: el Ceutí, jefe de la célula integrista, fue objeto de vigilancia por el departamento de narcóticos, que fue reemplazado en la vigilancia por el servicio secreto cuando hubo indicios de que el dinero que se obtenía por la droga se utilizaba para financiar grupos terroristas. Cuando el Ceutí elude la vigilancia devuelven el caso a narcóticos, pero los de narcóticos niegan la devolución del caso. La impresión que se traslada es la de una enorme descoordinación administrativa e ineficiencia en el manejo de la información, diagnosticada con lucidez resignada por el agente del servicio secreto con que la jueza Chacón se entrevista: “Somos un coladero”. Esta situación de ineficacia institucional para atajar amenazas graves sirve para replantear el caso en el terreno del conflicto moral, de la redención del protagonista por la necesidad de albergar al héroe marginal que resuelva por métodos ilegales lo que no tiene solución por los legales.

En ese retrato de la mecánica institucional, es interesante la forma de conducirse de los miembros de los cuerpos de seguridad con la jueza Chacón. Una mezcla de machismo y del recelo que la actividad judicial despierta entre los hombres de acción es la responsable de un cierto deje de superioridad, de displicencia: cuando la jueza Chacón llega al burdel con ocasión del levantamiento de los cadáveres, hace un gesto de disgusto. El comisario Leiva (Juanjo Artero), que en general es correcto con ella, no deja pasar la ocasión de afectar experiencia: “En estos sitios huele así”, le comenta. El mando de narcóticos que acude a declarar al juzgado entra en el despacho atendiendo el teléfono, lo pone sobre la mesa de la jueza y lo recoge para contestar a un mensaje como si estuviese en su oficina ante la perplejidad de la secretaria; cuando le preguntan, responde de mala gana a las preguntas. El mando de los servicios secretos, Ontiveros (Pedro Mª Sánchez), también muestra el desdén propio del hombre de acción que se dirige a la rata de biblioteca. Cuando la jueza le afea su descoordinación con el departamento de narcóticos al que dicen haber reenviado el caso de las drogas después de la huida del ceutí, le contesta tajante y orgulloso que saben hacer muy bien su trabajo y que la operación volvió a narcóticos. Sólo el agente del servicio de contra vigilancia la trata con respeto, con frialdad pero respetuosamente; es él quien le da la clave de los movimientos de drogas que entran en España: los colombianos traen la droga sirviéndose de las mafias magrebíes del hachís y les pagan por ello; de ahí, al resto de Europa, sobre todo Italia.

Resulta sorprendente por inusual el retrato de la inmigración magrebí. Huye de las mistificaciones progresistas tan afectas al modelo de la arcadia multicultural; por el contrario, destaca por su crudeza sin concesiones. Dejando de lado la actividad terrorista en que anda afanada una minoría, menudean las pinceladas que nos llevan a un panorama de difícil integración: en días aparentemente laborables por la abundancia de tráfico, se prodigan los corrillos de gente ociosa por la calle. Santos Trinidad entra en una asociación cultural magrebí, nadie sale a recibirle, curiosea por las estancias y encuentra a toda la parroquia de rodillas en el suelo rezando, ninguna mujer a la vista. Todo aboca a un modelo migratorio de baja productividad, en la estela de los zocos que fascinan a Juan Goytisolo, pero que difícilmente sirven para fundar una sociedad avanzada sin que se readapten sus aspiraciones al umbral propio de las tiranías feudales; en el modelo social escandinavo, mejor que ni se piense. Dan cuerpo a esa realidad de difícil acomodo los suegros del Ceutí: cuando Santos Trinidad los interroga en busca del paradero de su yerno, el padre lo expresa con el agotamiento que deja tras de sí un dolor inabarcable: educaron a su hija para que se sintiese igual que cualquier hombre y no renunciase a nada por ser mujer; todo se fue al garete cuando se enamoró del Ceutí y le sorbió el cerebro con sus ideas.

Los terroristas son personajes de una maldad plana y quedan absorbidos por su plan criminal. En relación con la falta de cualificación profesional que se describe, la película se deja arrastrar por un cierto exceso narrativo al introducir un elemento de “división étnica del trabajo” en la actividad de los terroristas, si es que puede considerarse que poner bombas tenga algo que ver con trabajar; y es que todos los terroristas tienen rasgos físicos marcadamente morunos con excepción del artificiero que arma las bombas y prepara los teléfonos detonadores, que tiene aspecto germánico, y que parece no pertenecer al grupo: no toma parte en los aspectos logísticos del atentado y se le ve tomando un autobús y abandonando la ciudad antes de que emplacen las bombas en sus objetivos. Da la sensación de que se trata de un mercenario contratado por los terroristas; y digo que me parece un exceso narrativo, porque cuesta creer que una célula yihadista de estas características y que planea un atentado múltiple confíe en terceros para una labor tan sustancial.

El inmigrante del que podemos extraer más información es Rachid. Tiene antecedentes penales por algún delito que no consta y eso le coloca en la órbita de la policía como confidente. Cuando le interroga la jueza Chacón declara que cometió errores pero que quiere llevar una vida honrada. Sin embargo, da la sensación de que su obrar se acomoda al modo de pícaro, en círculos de vida nocturna y gimnasio donde no hay que emplearse trabajando duro. Actúa en un único registro cultural como corresponde a una persona con escasa educación: se dirige igual a las clientas del gimnasio con las que anda de francachela que a la autoridad: cuando llega a la mesa en que se entrevistan Ontiveros y la jueza Chacón, se acerca comiendo, se limpia la mano a medias antes de extendérsela a la magistrada y sigue masticando mientras declara. Es un personaje animalizado que sólo responde a estímulos inmediatos: respeta el miedo que le infunde Santos pero no a Chacón, quizás por machismo, quizás porque su experiencia con la justicia le da idea de la lentitud con que opera y de la laxitud correccional que su actuación implica.

El retrato del país, sus paisajes, sus edificios y del ecosistema humano en que se desenvuelve la vida de la gente del común es crudo y sin barnices. Bares cutres, portales decrépitos, viviendas sucias, hombres en holganza, solares atiborrados de escombro, fincas rurales abandonadas, yermas y sin absolutamente nada plantado. Lo urbano es triste y lo rural languidece en una suerte de purgatorio urbanístico, a la espera de que una recalificación o un pelotazo le devuelvan su razón de ser. Esa sensación general de decadencia cobra cuerpo moral fluctuando entre la existencia agotada de los suegros del Ceutí, un matrimonio de clase obrera que ha entregado sus mejores años al trabajo duro y a la educación de su hija, desvelándose un esfuerzo baldío, y la vida de insustancialidad viciosa que representa Celia, una chica gogó que remata sus jornadas de trabajo en la discoteca metiéndose rayas de cocaína en su casa para seguir entonada.

Es ese componente moral subyacente el que permite plantearse quién es realmente el malvado que no ha de conocer paz. Podría muy bien ser Santos Trinidad, quien paga con la vida su desorden y excesos; podrían ser los terroristas que mueren por sus delitos; pero no lo creo: hay en su obrar un punto de conciencia —conciencia marginal y totalitaria, pero conciencia al fin y al cabo— que los excluye, todos ellos tienen motivos, saben lo que hacen y por qué. Quizás la clave se nos sugiere en la escena final: las bombas quedan donde los terroristas las colocaron, durmiendo su amenaza latente entre la ciudadanía común. Resulta revelador que las bombas no se coloquen en un organismo público, en una institución financiera, sino en un centro comercial, que operaría, de este modo, como una suerte de catedral pagana, una metáfora de los muchos problemas que se ciernen sobre la sociedad y a los que ésta ha decidido dar la espalda para vivir en una paz ficticia, con la creencia de que van a solucionarse solos. Una sociedad de instituciones que no funcionan, que se nutre de personas que por comodidad, cobardía o ignorancia resultan incapaces de abrigar ningún valor sólido y que permanecen magnetizadas en torno al culto del Dionisos consumista.
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[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.

miércoles, 1 de julio de 2015

V. VIENTO DE CEDRO

Corta con su ojo de Polifemo
la noche de hormigón que lo apresa.

El traqueteo consonante
tac–tac, tac–tac, tac–tac
devora prisas, silencios,
neutrinos traspasantes
que abordan la piel y la desechan
persiguiendo su mínimo energético:
                      la indiferencia.

Y los escupe a medio masticar
para acometer
con prístina voracidad
el siguiente bocado.

A la superficie,
en un mundo de distancia
que cabalga a lomos
                      de sus galerías,
sólo llega el terror dulzón
de esa digestión enrejada,
en una vaharada
de marilynes sorprendidas
y encantadores
                      de serpientes de papel.

No es su flauta
la que paga el rescate
de ese universo maquinal
                      y adormecido;
es un codazo para ganar una puerta;
es un disparo enlatado:
                      «Próxima estación, Gran Vía»

martes, 16 de junio de 2015

IV. VIENTO DE CEDRO

SONETO I

Pierdo las alas en el desamor,
peno sombras de un ángel en secano
refugiado en el quehacer mundano
y apenas si camuflo mi dolor.

La comida me estraga sin sabor,
crece un puño de garfios en mi mano,
lejos del tacto que me hacía humano,
al declinar el poso de su olor.

Abrigo sólo piedras por almohada
y molienda de sueños por jornada,
rehén encadenado a un espejismo.

Arrancar del Oeste al sol sediento,
mutilar las palabras del abismo
y borrar de mis labios aquel viento.

martes, 9 de junio de 2015

III. VIENTO DE CEDRO

Hoy te callas,
suspendes las palabras
y sometes tus labios
al veredicto de un abismo.

Pero tus ojos embisten
hasta la vecindad
más triste de la belleza.

La luz se platea en tu mirada
con la fatalidad de las preguntas
que no tienen respuesta.

Ruedas sobre las sábanas
y el cuerpo sorbe un vacío irrevocable
de pétalos que arropan a la rosa
en su túmulo de hermosura.

viernes, 29 de mayo de 2015

II. VIENTO DE CEDRO

Arañan con su filo transparente
las bisectrices de las esquinas;
rasga la proyección espectral
                                 de las farolas;
muerde el plano alzado
                                 de las alcantarillas...
Hieren,
como multiplicadas aduanas
que sostienen su escrutinio,
todos los bordes de la ciudad.

Ejes en los que se engarza
la revolución de millones
de sistemas planetarios;
argonautas incansables
que persiguen
su vellocino cotidiano,
apurando el repertorio
de respuestas defensivas:
alas replegadas sobre los costados,
ojos que hienden, maniáticos,
las líneas de una revista,
dedos en inventario de urgencia
                                 a los bolsillos;
y que al reflejo fugaz de una luna
en un kiosco callejero
someten al pelo levantisco,
afilan el perfil de unos labios
                                 siempre prietos.

A través del cristal,
repasando los cantos vivos
con su aleteo lúbrico,
nos aborda la sonrisa congelada
de las estrellas del porno.

martes, 19 de mayo de 2015

I. VIENTO DE CEDRO

Es tan fácil acostumbrarse a lo bueno
que apenas si recuerdo
que hubo otros tiempos
con sus laberintos
de paredes repetidas
y espejos deformantes.

Mi cuerpo desnudo
cura esa desmemoria
rescatando los latigazos
de los escaparates.

La tensión de los paraísos turísticos,
el sudor de los alquileres asequibles,
el pinchazo de las carteleras recién estrenadas,
la sangre de las exóticas delicattessen…
                      el acoso implacable de la nada.

Y allí llegan tus dedos de Ariadna,
brujuleando por mi pellejo,
recomponiendo los cabos,
mostrándome la salida…

Ahora puedo enfrentar,
sereno,
los cristales de ese abismo cotidiano,
porque tu silueta se recorta
como una luna mayestática
contra el vacío
y lo eclipsa…

Y el vacío,
           derrotado,
me devuelve el paso fugaz
de tus ojos por los míos.

domingo, 26 de abril de 2015

IV. COMENTARIO A LA SENTENCIA AN SOBRE EL CONVENIO DE AIR EUROPA

[1]

Y aún hay más sobre la ultraactividad de los convenios.
——————————
[1] Fotografía, de www.shorpy.com.
[2] www.elderecho.com.

martes, 21 de abril de 2015

II. LAS VIUDAS DE LOS JUEVES

[1]

AÑO: 2009.
DIRECCIÓN: MARELO PIÑEYRO.
GUIÓN: MARCELO FIGUERAS, MARCELO PIÑEYRO (SOBRE NOVELA DE CLAUDIA PIÑEIRO).
REPARTO: ERNESTO ALTERIO, JUAN DIEGO BOTTO, GLORIA CARRA, ANA CELENTANO, PABLO ECHARRI, LEONARDO SBARAGLIA, GABRIELA TOSCANO, JUANA VIALE.

La acción discurre casi por completo dentro de una urbanización de clase pudiente argentina. Los personajes caen de pleno o lindan con el estereotipo del nuevo rico: vidas opulentas, nivel de gastos altísimo, fiestas lujosas, gustos exquisitos. El transcurso de la película desvelará, sin embargo, la naturaleza endeble de los cimientos sobre los que se asienta su ascenso social, minado por el colapso financiero, económico y social que vive Argentina, y por la inanidad de su proyecto vital en sí.

Aunque el planteamiento es coral, puede considerarse que la película descansa sobre el matrimonio que forman Tano (P. Echarri) y Teresa (A. Celentano). De puertas a afuera se presentan como la pareja ideal: hombre de negocios triunfador, de carácter y trato social arrollador; mujer encantadora, madre perfecta, anfitriona impecable. De los labios de Tano escucharemos la formulación ideológica más elaborada de lo que representa esa forma de vida, mezcla de idolatría pecuniaria y fetichismo individualista. En la primera escena en que aparece, cuenta a un amigo el rosario de creencias desechadas a lo largo de su vida, que van desde Dios hasta la democracia para concluir, cómo no, que es el dinero su única creencia presente firme. La moralidad que desarrolla en los negocios es la que cabe esperar: ninguna. Cuando la firma holandesa para la que trabaja cierra, idea un negocio de una sencillez diabólica: compra bases de datos de aseguradoras y cruza los registros para localizar enfermos desahuciados a los que adelanta dinero para sus tratamientos (que sabe costosos e inútiles) a cambio de cobrar el seguro de vida cuando se produzca el óbito, y ello sin importarle en absoluto que el enfermo sea conocido o incluso amigo suyo. Para Tano la vida es de una simpleza meridiana: ser lobo o cordero; no hay zonas de penumbra, quedando reducido el encuadre taxonómico a una cuestión de pura voluntad y determinación. Cuando en la escena final, Ronnie (L. Sbaraglia) le corrige diciendo que más que gustarle “la” vida, le gusta “su” vida, Tano reacciona expeditivo: “la vida te la haces”. Cree en lo que dice y busca proyectar esa imagen de ganador hasta la frontera del exhibicionismo: monta regularmente timbas de póquer en las que se conduce como un fanfarrón, participa en las competiciones deportivas que se organizan en la urbanización con la victoria como única idea en mente. Cuando ve la destreza con que Gustavo (J. D. Botto) juega al tenis no duda en deshacerse de su pareja habitual y formar equipo con él.

El caso de Teresa es distinto. Vive una existencia mucho más disociada entre su yo social y su yo doméstico. La imagen de perfección que trasmite guarda muy poca semejanza con la realidad de frustración perenne que la rodea, y que nace en su mismo matrimonio: no quiere a Tano. Las escenas de intimidad reflejan a las claras que intenta siempre esquivar la presencia física de Tano. Cuando por fin accede a tener relaciones sexuales con él, su gesto no es entregado sino distante y frígido, agotándose su libido en fantasías masturbatorias. Tampoco sus hijos parecen fuente de satisfacción personal. Apenas si comparte tiempo con ellos, más allá de exhibirlos en los festejos en que son anfitriones: se levanta mucho más tarde que los niños y se limita a preguntar a la sirvienta si han comido o dejado de comer, sin que parezca importarle mucho que le contesten que casi no desayunan. La forma que tiene Teresa de resolver esa realidad disociada es simple: el Prozac. Este hecho tiene una importancia capital en el desarrollo de la historia, porque su descubrimiento accidental por Tano dará pie al replanteamiento integral de su vida, crisis existencial y desenlace fatal.

El matrimonio que forman Martín (E. Alterio) y Lala (G. Carra) es el que representa de forma más perfecta el colapso de un espejismo, y cómo la sacudida emocional se ve agravada por la destrucción de los mecanismos de arraigo tradicionales. Martín es básicamente un hombre débil, incapaz de reaccionar en un mundo que se tambalea a su alrededor. Ya desde la primera aparición trasmite un aspecto inseguro y dubitativo, consultando permanentemente a Tano sobre lo que hacer con su dinero, si sacarlo del país o mantener sus inversiones. Su mujer lo desprecia, arrobada como está por el empuje de Tano; y para su hija es un cero a la izquierda: se enfrenta con él cuando la reprende y llega a ridiculizarlo. Todo ello se agrava cuando pierde su empleo de abogado de firma. Y es que ésta es la clave desde el enfoque de clase: son ricos, pero no integran las élites financieras e industriales que manejan los países, sino que forman parte de la aristocracia laboral, de los profesionales que dependen de las rentas del trabajo cualificado para mantener su nivel de vida; pero que pueden verse degradados de posición en un contexto de crisis económica como el que se cierne sobre ellos. Martín llega a somatizar su debilidad: hay una escena en que repasa su capítulo de gastos, en el que destacan las cuotas de la urbanización, y cuando ve el total en la pantalla del ordenador empieza a sangrar por la nariz. Su escena principal es de un patetismo descorazonador: cuenta a su mujer cómo es de acuciante su situación económica y lo perentoria que es la necesidad de vender la casa, abandonar la urbanización y emigrar a otro país más serio. Su parlamento se asienta sobre la centrifugación de la responsabilidad individual y la atribución de la culpa a la sociedad en su conjunto: hice todo bien, hice lo que todo el mundo hacía, cómo iba a pensar que todo se iría al garete; confundiendo ética con estadística, demostrando nula capacidad para la construcción de una moral crítica que cuestione el discurso de valores dominante, y falta de previsión para ver que cuando muchos hacen lo que no se sostiene, lo más probable es que el resultado se vaya al suelo. Pero el punto en que el patetismo alcanza su cénit es cuando el plano se abre y descubrimos que su interlocutor es una butaca vacía: no tiene valor para enfrentarse a su mujer y desvelarle la realidad.

Lala vive en un estado de completa alienación inducida por las apariencias. Si puede vivir donde lo hace, lo da todo por bien empleado pese al desprecio que siente por su marido. En una escena en que hace de cicerone para una recién llegada a la urbanización, pondera los efectos relajantes del césped de gama alta. Cuando pasan por delante de la casa de unos vecinos que por reveses de la fortuna liquidan en mercadillo sus efectos personales antes de dejar la villa, comenta en tono hiriente que eran de los pocos que no tenían el césped con el tono verde requerido y qué clase de gente es la que vende las muñecas de sus hijas, haciendo esa típica inferencia entre éxito social y rectitud moral. No hay nada en su vida que se sustente sobre cimientos sólidos: su matrimonio es una farsa, su hija la desprecia y ella la ignora: hay una escena en que ambas discuten, Lala pide a una sirvienta que le prepare un gintonic. Cuando ésta vuelve con la bebida, su hija intercepta el vaso y se lo bebe de un trago sin que haya reacción de autoridad alguna.

Gustavo y Carla (J. Viale) son un matrimonio de recién llegados a la urbanización. En su primera escena aparecen en faena de mudanza, trasegando cajas con las estanterías del salón aún vacías. Su llegada va rodeada de una aureola de cierto misterio que no tarda mucho en disiparse: Gustavo es un maltratador. Su traslado obedece a un último intento de normalizar su relación encontrando un entorno en que se pueda sentir más tranquilo, en el que todo vaya bien según sus palabras; pero tal pretensión se demostrará ridícula desde un primer momento. En una escena descubre a Tano saliendo de su casa. Carcomido por la inseguridad y los celos, pregunta a su mujer qué hacía a solas con Tano. Cuando ella le responde que se había acercado a traerle ingredientes para hacer un postre, le estampa la cara contra el plato. Sin embargo, y éste es el aspecto penoso de su relación, se quieren. Cuando Teresa le recrimina su conducta y se ve descubierto, se refugia en casa esperando a su mujer. Al llegar Carla, la agrede, intenta asfixiarla y desiste, no por la resistencia de ella que ya estaba vencida, sino porque recupera la conciencia de lo que está haciendo, de su propia debilidad, y rompe a sollozar. Carla no lo abofetea ni lo aparta, como parecería normal, sino que lo acoge compasivamente.

El matrimonio que cierra el cuadrado de protagonistas es el que forman Ronnie (L. Sbaraglia) y Mavy (G. Toscano). Esta pareja, dentro de sus excentricidades, es ajena al complejo exhibicionista que comporta la vida en la villa. Ronnie ha perdido su trabajo hace mucho tiempo y lo que es más, no parece muy interesado en volver a trabajar: su mujer le comenta que hay un puesto en su antigua empresa, y él responde que no se vuelve a donde se ha salido para ocupar un cargo inferior. Vive a expensas de Mavy, que dirige una agencia inmobiliaria, y da la sensación de haber interiorizado el papel de bufón dentro de la urbanización. No obstante, los lazos afectuosos parecen sólidos: la familia se reúne a cenar y se observa una mínima disciplina. Su hijo adolescente quiere levantarse de la mesa pero su madre se lo prohíbe y él obedece. Hay una escena en que Ronnie y Mavy están viendo un partido de tenis y ella recibe una llamada telefónica dándole cuenta de que han sorprendido a su hijo en un acto exhibicionista; abandonan el campo y se marchan a casa rápidamente para leerle la cartilla al crío. Sin embargo, ya comienzan a sentir los efectos del desplome económico. Cuando Carla acude a Mavy para pedirle trabajo porque se siente ahogada en su casa y ve que Gustavo vuelve a maltratarla, Mavy le dice que no puede contratarla. Las propiedades han alcanzado unos niveles de cotización altísimos y es casi imposible conseguir ventas.

Éste es a grandes rasgos el marco en que se desenvuelve la vida de estas parejas. La realidad social, con un país que está fracasando como proyecto común, es algo que parece filtrarse tan sólo por la televisión: Martín es el único a quien se ve fuera de la villa en un ambiente que no sea lujoso, atrapado en un atasco en las proximidades de una estación de servicio que se ha quedado sin carburante que dispensar y con ruido de claxon por todas partes. Sin embargo, una mirada más detallada nos desvela los primeros desconchones en la carcasa del paraíso. Al margen del mercadillo de los vecinos que liquidan para irse, cuando Teresa le enseña a Carla las caballerizas de la urbanización, vemos que ya no quedan caballos, sólo suciedad, montones de paja podrida y palomas. La diversión de los jóvenes es disolvente, basada en relaciones sexuales despersonalizadas, y trasiego de drogas.

Como ya expuse antes, las claves que terminan siendo determinantes en el devenir de la historia afectan al núcleo que forman Tano y Teresa: Él descubre accidentalmente que su mujer toma antidepresivos. Este hecho le lleva a la crisis, al agotamiento existencial y, finalmente al suicidio. Teresa, por su parte, sufre una convulsión de otras características: se enamora de Carla. Fantasea manipulando digitalmente fotos colectivas para crear otras en que está a solas con ella. Este enamoramiento parece colmar inicialmente su vacío existencial, pues se la ve en una escena arrojando por el retrete las pastillas de prozac. Sin embargo, cuando intenta convertir su fantasía en realidad, se ve rechazada por Carla, que quiere de veras a Gustavo a pesar de lo tormentoso de su relación con él.

Tano presenta el suicidio como una última negociación en que se logra arrancar algo de la muerte: la indemnización de un seguro de vida, dejar en mejor posición a un ser querido, etc. Con ese argumento, entre bromas y veras, busca la compañía de sus amigos en ese postrer viaje. El plan es sencillo manipular los fusibles de la instalación eléctrica, meterse en la piscina, y arrojar en ella el equipo musical. Tan sólo Ronnie considera que la broma y la borrachera han llegado demasiado lejos y se despide del grupo. Sentado en la terraza de su casa, comprobará cómo las luces y la música que llegan desde la casa de Tano se caen de repente. Cuando, pasados unos días, reúne en su casa a sus amigas viudas para contarles la charla que tuvieron la noche en que murieron, se encontrará con la hostilidad que su versión despierta en Teresa, quien no sólo rechaza la posibilidad de que su marido se haya suicidado, sino que insinúa que Ronnie está propagando chismes a instancia de la compañía de seguros, que intenta evitar el pago de las indemnizaciones presentando como suicidio lo que fue accidente. Esa hostilidad hace que el núcleo familiar de Ronnie se apiñe y abandone la urbanización inmediatamente.

En muchos aspectos, la película tiene elementos propios de las distopías totalitarias. Falta, evidentemente, la coerción burocrática y la tiranía estatal; pero su función opresiva sobre el individuo se suple eficazmente por el peso de las apariencias y los servicios de seguridad de la finca. Son las apariencias las que privan a las muertes del efecto catártico que podrían tener sobre la comunidad al acogerse rápidamente la tesis del accidente. La vigilancia es perenne y opresiva: el hijo de Ronnie y la hija de Martín se reúnen en el columpio porque es el único punto ciego que dejan las cámaras. Los miembros del cuerpo de seguridad son corruptos. Uno de ellos es quien le suministra las drogas a la hija de Martín, recopila datos de la muchacha, graba cintas en que mantiene relaciones con otros jóvenes, y llegará a chantajearla y violarla. Cuando la familia de Ronnie abandona la urbanización, la advertencia de los vigilantes sobre la magnitud de los disturbios en las calles es impositiva y excede los límites del trato que suele darse entre un propietario y su subordinado. Frente a la aspereza que genera la conversión de la vida en mero decorado, la fuerza redentora es el amor. Teresa se humaniza al enamorarse de Carla, más aún, se eleva a un plano moralizador cuando recrimina a Gustavo el trato que le da. Sólo la frustración de sus expectativas, la devuelve a la miseria moral en que habita, a aferrarse al asidero de la apariencia, a rechazar de plano la versión que le cuenta Ronnie y a insinuar la villanía de que éste actúa por una comisión que le pagan las aseguradoras. Los únicos personajes que sobreviven al desastre son los que se ven arropados por relaciones personales sólidas: Ronnie, Mavy y su hijo, y la hija de Gustavo que intenta recomponer su afecto en torno al chico: la relación con su madre parece destruida irremediablemente. En el funeral se la ve apartando con gesto desabrido la mano que su madre le acerca.

El punto que me parece más controvertido es la evolución de Tano. Martín y Gustavo componen personajes que por diferentes motivos son débiles. Es fácil imaginárselos asumiendo el suicidio como solución a sus problemas. Sin embargo, la película dedica demasiado tiempo en convencernos de que Tano es un ganador. No parece verosímil que un revés personal genere una crisis existencial tan devastadora. Para los personajes de sus características siempre se presentan soluciones escapistas de bajo coste: los deportes de riesgo, las amantes, la política, etc. Con eso y con todo, nos encontramos ante una película interesante, más que por su ejecución, en ocasiones excesivamente fría, por el tipo de vidas que exhibe y las cuestiones que plantea.
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[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.