martes, 22 de diciembre de 2015

XI. VIENTO DE CEDRO

Es dura la vida de animal
                      de sangre fría.

Su costumbre metabólica
de congelar en el corazón
todo asidero a la vida
más allá de unas sábanas
asustadas por el alba.

Tener que prendérselo
a primera hora
cobrando altura por las tapias
con movimientos lentos y previsibles
                      para exiliarse de la sombra.

Pasar las mañanas
haciendo cumbres menores
en los «buenos días» del portero,
la sonrisa de la vecina adolescente
—fugitiva del penal ortodoncial—
y la receta de ingredientes imposibles
que facilita algún vecino en la cola del pan
preocupado por mi sudor nacarado,
hábitos alimentarios
                      y ojeras…

Que sólo se alcance
el definitivo tono muscular por las tardes
con niñas pizpiretas que sacan la lengua
y preguntan cómo te llamas,
antes de que las desaloje
el comprensible rigor materno:
«Deja tranquilo a ese señor. Usted perdone»

Y empezar a perderlo
con el crepúsculo
                      por las calles
                                 en los bares,
tanteando con la lengua bífida
de escepticismo y melancolía
todos los recovecos y juntas
en pos de la huella térmica
que deja el ser humano.

lunes, 14 de diciembre de 2015

II. DIARIO DE GOLONDRINA. AMÉLIE NOTHOMB


A diferencia de ESTUPOR Y TEMBLORES [1] donde el personaje principal padecía las consecuencias del desajuste cultural, en esta historia la inadaptación es emocional y afectiva, provocando unos efectos mucho más dramáticos desde el punto de vista personal y socialmente destructivos. El protagonista, Urbano, sufre una ruptura amorosa que le deja paralizado y avergonzado. Para superar su postración, decide ahogar el dolor del desamor con un apagón que comienza siendo emocional pero acabará siendo sensorial. La apatía resultante le sume en un profundo aburrimiento, que sólo consigue sobrellevar con los estados de trance que le induce la escucha maníaca de canciones de Radiohead. Despedido de su trabajo de repartidor por atropellar a un peatón al conducir con los auriculares puestos, recala en una organización criminal como asesino a sueldo. La excitación provocada por el miedo que experimenta en las misiones que se le encomiendan le devuelve a la plenitud sensorial y de ella a la recuperación de la sensibilidad emocional; eso sí, en un registro completamente enfermizo que surge de fetichizar la efímera relación que tiene con sus víctimas: el momento de plena intimidad en que les arrebata la vida. La plenitud sensorial que alcanza es tal que terminará cometiendo crímenes por cuenta propia sin esperar que se los encarguen, hasta que Yuri, el correo de la organización mafiosa, le comente que actuar por libre es motivo de “despido”, y tenga que volver a matar ese espacio vacante entre servicio y servicio enchufándose a Radiohead.

Los encargos van sucediéndose hasta que recibe uno en que debe despachar a un ministro, su mujer, sus tres hijos, y hacerse con la cartera de aquél. Entra a escondidas en la casa de campo del ministro, asesina a los dos hijos menores y a la mujer mientras duermen; se acerca al cuarto de baño donde oye voces, y ve a la hija mayor reclamándole a su padre un diario mientras lo encañona con un revólver. Cuando ella se entera de que su padre es quien lo sustrajo y que lo ha leído, dispara y lo mata; momento que Urbano aprovecha para liquidarla, coger la cartera y largarse.

Cuando llega a su casa, revisa la cartera antes de entregarla a Yuri, encuentra el diario de la joven y se queda con él. Recibe una llamada de su jefe preguntándole si ha extraviado parte del contenido de la cartera y miente: ya ha empezado a leer el diario de la chica y está hipnotizado por ella; todo lo que lee le parece significativo, evocador, y despierta en él referencias y apetitos dormidos, amplificados por una anécdota casual: una golondrina se cuela en su casa y termina muriendo detrás del televisor.

Le encargan otra misión en la que debe liquidar a un director de cine el día en que estrena su última película; siempre rodeado de gente, no es un blanco fácil. Espera a que se disipe la multitud que le sigue, se acerca sigiloso pero terminan tomándolo por el típico guionista novato que quiere trasladarle su obra al director consagrado. Esto desconcierta a Urbano, que reacciona pidiéndole trabajo. Concierta una entrevista con su secretaria para un puesto de mensajero, presentándose como Inocencio. Nombre nuevo, vida nueva: es hora de recoger sus bártulos del apartamento y desaparecer. Se presenta en el lugar de la entrevista y, para su sorpresa, ésta se convierte en un interrogatorio sobre el paradero del diario de la chica. Le encierran en una habitación y allí, como penitencia y para preservar la intimidad de la chica, come el manuscrito, y muere.

Lo único que permite sostener la narración es la solvencia con que se relata la naturaleza psicótica del protagonista. Es tal su nivel de desquiciamiento, que consigue rodear con una nube de irrealidad una historia que de otro modo sería simplemente inverosímil, merced a unas transiciones de actividad esquemáticas hasta la grosería: le despiden de un trabajo de mensajero, entra en un bar a jugar al billar, demuestra facilidad de taco y puntería, y le reclutan como sicario de plantilla. Va a liquidar a un objetivo, le desconciertan con una pregunta y termina en una entrevista de trabajo con la víctima, que resulta ser alguien próximo a su patrón y que le reclama cuentas por un trabajo mal ejecutado.

Tampoco las relaciones sociales de Urbano son una fuente de información detallada porque apenas las tiene. De su vida anterior al crimen organizado sólo nos quedan un diálogo con Mohammed, que le aconseja enamorarse para solucionar su problema de falta de libido; y ya siendo asesino, un encuentro fugaz por la calle con una ex novia de la que se desembaraza con frialdad sin detenerse a la cháchara insustancial de rigor.

Después de esto casi todo se ciñe al trato con Yuri, correo de la organización mafiosa, hacia el que Urbano intenta volcar su sociabilidad a medida en que experimenta una reapertura de sus sentidos. Lo más relevante de sus conversaciones versa sobre los motivos por que matan y que desemboca en un pugilato de perversiones: al margen del dinero —que no está mal— Yuri mata para desahogarse cambiando estrés por miedo; Urbano lo hace por el miedo en sí.

Los intentos de Urbano por obtener información sobre la organización topan siempre con la reserva profesional de Yuri: cobra más que los asesinos rasos porque tiene información sensible de la empresa y para protegerla en uno de sus dientes guarda una cápsula de cianuro. Todo lo demás debemos adivinarlo a partir de su forma de actuar: los objetivos se señalan con muy poco tiempo para planificar el golpe; éste siempre es mortal y caprichoso, en ocasiones hay que limpiar la escena del crimen, en otras disparar desde un ángulo concreto y dejarlo todo lleno de sangre y sesos. Aunque Yuri da a entender que los asesinatos se cometen por la empresa en atención a sus intereses propios, las víctimas son tan dispares —un magnate de la industria alimentaria, la directora de un centro cultural, un periodista, varios ministros, uno de ellos con toda su familia— que más bien parecen cometidos por encargo de terceros a quienes se prestaría un servicio de sicariato.

Pese a que en las charlas que sostiene con Yuri, Urbano se distancia de sus víctimas y se presenta como un ejecutor amoral —o al menos, todo lo amoral que pueda ser quien mata por dinero, porque sí que da muestras de que el dinero le interesa y es fuente continua de preguntas—, cuando recibe el encargo de asesinar al ministro y su familia, desarrolla un juicio moral alternativo que nace de su aversión por la familia y los niños; de hecho, hasta el aspecto refinado y burgués de la mujer del ministro es un elemento adicional para disfrutar con el trabajo que se le encomienda.

En definitiva, una novela interesante en el tratamiento de la desviación psicótica, pero con un hilo argumental, estructura y desenlace que flaquean.
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