domingo, 17 de julio de 2016

VI. CABARET

[1]

AÑO: 1972.
DIRECCIÓN: BOB FOSSE.
GUIÓN: JAY PRESSON ALLEN.
REPARTO: LIZA MINNELLI, MICHAEL YORK, JOEL GREY, HELMUT GRIEM, FRITZ WEPPER, MARISA BERENSON, ELISABETH NEUMAN-VIERTEL, HELEN VITA, SIGRID VON RICHTHOFEN, GERD VESPERMANN, RALF WOLTER, GEORG HARTMANN, RICKY RENEE.

La acción discurre en Berlín en el año 1931, en los estertores de la República de Weimar cuando el ascenso al poder del NSDAP parece inminente. A esa ciudad que es uno de los pocos reductos de libertad en Alemania llega Bryan Roberts (Michael York), un joven licenciado en Cambridge, con la idea de vivir una experiencia en el extranjero antes de doctorarse en Filosofía. Acude a una pensión buscando alojamiento y en ella conoce a Sally Bowles (Liza Minnelli), una chica americana fantasiosa y alocada que trabaja como cabaretera en el Kit Kat Club, y que lo introduce en la vida bohemia berlinesa. Por lo que respecta a los protagonistas la historia es previsible. Con el rodar del tiempo trabarán amistad, la confidencia dará paso al amor y éste a la ruptura, al darse cuenta de que su romance es un imposible que sólo subsiste merced a las circunstancias anómalas que los rodean.


La grandeza de la película no está en las vicisitudes personales de sus protagonistas, sino en la sutileza con que se imbrican en el drama social que vive Alemania por ese tiempo. Sin regodearse en la exhibición de la decadencia económica del país, ésta resulta evidente casi desde la primera escena. Cuando Bryan llega a pensión y lo recibe Sally, ella no tarda apenas un minuto en comentar que entre los inquilinos no hay quien tenga un chavo, pero que no es de extrañar porque nadie lo tiene. La habitación que le ofrecen está sucia y desastrada y más parece un trastero; la de Sally es más amplia pero no mucho mejor y por ella debe pagar cincuenta marcos mensuales. El resto de los inquilinos malvive dedicado a ocupaciones que, en el relato de Sally, cobran un perfil marginal al referirse a ellas con insinuaciones y eufemismos que apuntan a una realidad más sórdida que la contenida en la versión oficial: «Está Fräulein Mayr (Sigrid von Richthofen) que es masajista de señoras y fräulein Kost (Helen Vita), una encantadora mujer de la calle». Completa el elenco de los huéspedes habituales Herr Ludwig (Ralf Wolter), que tampoco parece tener mucho mejor pasar pese a presentarse como un importante editor, y que disipa parte de sus energías en la creación literaria de obras que Bryan, a quien encarga una traducción al inglés, define como pura pornografía.


Los personajes se adaptan al declive económico lo mejor que pueden. En ocasiones esa adaptación fuerza la amoralidad oportunista de personajes que no son genuinamente villanos sino acomodadizos faltos de mejores opciones. Así por ejemplo, el mejor amigo berlinés de Sally, Fritz Wendel (Fritz Wepper), parece un individuo no exento de iniciativa, que en un ambiente más próspero bien podría canalizar su ímpetu hacia labores productivas. Sin embargo, en medio de la crisis finge ser un empresario dedicado a importaciones y exportaciones de maquinaria, cuando su principal quehacer es en realidad fatigar la vida social de postín con el objetivo de cazar a una mujer acaudalada con que casarse. Por este motivo está interesado en mejorar su nivel de inglés y que Bryan le dé clases; no obstante, dice no poder pagar mucho porque sus negocios andan mal por culpa de la inflación, los comunistas y los nazis. La narración nos descubrirá una realidad cruda, pues debajo de un cuello perfectamente almidonado, los puños de la camisa lucen raídos y ha de tirar continuamente de las mangas de la chaqueta para ocultarlos. Las clases de inglés le brindarán la oportunidad de cumplir su deseo, pues a ellas acude Natalia Landauer (Marisa Berenson), una joven judía heredera de unos grandes almacenes muy conocidos en Berlín. Éste es posiblemente el personaje más conmovedor de la película, el de moral más limpia y obrar más franco. Es una mujer inteligente que se da cuenta de que el acercamiento de Fritz es interesado; sin embargo, el amor que intenta reprimir llega a dominar, arrastrándola a un fuerte conflicto interior en que chocan sentimiento contra razón, la pasión contra los intereses económicos de su familia, que ella alcanza a ver comprometidos si se plantea una relación en serio con un caza fortunas; y todo ello complicado hasta lo diabólico por la incompatibilidad religiosa entre ambos. Y es que los Landauer son judíos y, a pesar de su posición acomodada o precisamente por ella, comienzan a padecer el acoso nacionalista violento, mientras que Fritz se presenta como protestante. Con el avance de la narración veremos a un Fritz igualmente atormentado, que confesará a Bryan cómo su plan lleva camino de frustrarse porque su amor es sincero y porque ha mentido respecto de su verdadera fe. No se trata de un personaje ruin; sólo es un hombre asustado, un judío vergonzante que se refugia en una ciudad grande en que nadie le conoce para poder ocultar su religión, y que encuentra en el amor la fuerza que necesita para sobreponerse.


En otras ocasiones, que vienen marcadas por una cartera mejor provista, la adaptación al ambiente decadente se traduce en conductas evasivas no exentas de depravación, como las que nos brinda el barón Maximilian von Heune (Helmut Griem). Todo lo que llega al espectador de este joven aristócrata trasmite disipación. Liga en una lavandería con Sally, se encapricha y encuentra en ella la oportunidad de adornar sus bacanales con una presencia exótica salida del mundo de la farándula. Invita a Sally y Bryan a su lujosa residencia de campo, le confiesa a éste que está casado, pero que su mujer está en Colonia y le consiente una vida paralela; pasea en sociedad a sus invitados y mantiene relaciones sexuales con ambos. Todo el episodio que transcurre de la mano del barón, entre botellas de champán, abrigos de visón, chófer con librea, paseos en barca por el lago y servicio doméstico diligente y discreto, es una fantasía que se retroalimenta a sí misma con la planificación de un viaje exótico a África, es decir, otro elemento romántico en un país infectado de romanticismo por doquier. Cuando por fin se cansa de la farra, desaparecerá de escena con un embarazo no deseado y una nota en que les comunica la cancelación de sus planes africanos porque ha de viajar a Argentina; eso sí, tiene el gentil detalle de abonarles trescientos marcos, en lo que podríamos considerar como una indemnización por despido.


Sin embargo, dos breves escenas en que Maximiliam y Bryan intercambian impresiones son las que mejor sirven para esbozar la versión del nazismo que bulle en la cabeza de las clases más pudientes. En la primera, el coche del barón avanza por una calle en la que se ven los restos de un tablado roto, pancartas rojas en las que se intuye el rostro de Lenin y un cuerpo tirado en el suelo del que mana un generoso reguero de sangre tapado por una manta y custodiado por unos agentes de policía bastante parsimoniosos. La idea del barón es que los nazis son una guardia de corps molesta pero necesaria; los brutos a quien encomendar la eliminación del comunismo antes de devolverlos a la perrera. Cuando Bryan pregunta quién les parará los pies y Maximiliam responde que Alemania, queda claro que está manejando un concepto patrimonial del país; una sinécdoque que se reduce a un nosotros cualificado: los que podemos, los que mandamos, los ricos. En vivo contraste con la idea que maneja el barón, está la escena que se desarrolla en el merendero de una cervecería. Mientras charlan amigablemente, un chaval rubio vestido con el uniforme de las juventudes hitlerianas se arranca a cantar Tomorrow belongs to me, una canción con letra bastante cursi que parte de la evocación campestre y exaltación de la fraternidad para llegar a los sueños imperiales de la patria. A medida que avanza la canción y el gesto del chico se demuda pasando del semblante dulce a las facciones crispadas, nuevas voces se suman al coro hasta el momento en que todo el merendero se hermana en el canto y el solista les saluda con el brazo extendido. Cuando se retiran, Bryan, consciente de que todo el nazismo gira en torno a la excitación sentimental, le pregunta al barón si está seguro de poder controlar las fuerzas que están movilizando; éste da la callada por respuesta. Queda claro, en cualquier caso, que es demasiado inteligente, mundano y pragmático como para creerse las fantasías nacionalistas; y que un eventual yerro acerca de quién tiene el control sobre el nazismo queda compensado por la vigencia de las condiciones que lo explican.


Pese a ser muy pocas las escenas en que vemos a los inquilinos de la pensión Schneider demorarse en charlas, las relaciones entre ellos están descritas con maestría y trasladan fielmente el funcionamiento ambivalente y errático propio de personalidades sometidas a grandes tensiones, que explica el éxito del nacionalsocialismo entre la clase media depauperada. Cuando recibe a Natalia por primera vez, el gesto de fräulein Schneider (Elisabeth Neuman-Viertel) es regocijado. Está contenta de tener en su casa a una integrante de la gran burguesía y desata el frenesí servicial de quien quiere que todo luzca de punta en blanco; de hecho, le comenta a su marido que no termina de creerse que tengan a una Landauer en casa. Sin embargo, mantiene un silencio cómplice cuando Herr Ludwig hace suyas en público las tesis antisemitas que vierten los nazis en el Völkischer beobachter. Da la sensación de que todos participan en privado del resentimiento que las clases pudientes suelen generar entre las desfavorecidas y que, merced a la propaganda nacionalista, se deriva hacia un blanco inocuo para el sistema, por minoritario y marginal: los judíos. Con todo, no se les escapa que algo chirría en la cháchara propagandística, porque malamente la plutocracia de banqueros judíos podría financiar un movimiento de intereses económicos tan antagónicos a los suyos como el comunismo; sin embargo, prefieren cancelar su juicio crítico para abrazar la salmodia nacionalsocialista sobre la hidra judía bicéfala que busca la ruina de Alemania, bien por el lado de la usura o por el del marxismo, porque cumple dos funciones que en ese contexto son básicas: dar carta de naturaleza al resentimiento y simplificar intelectualmente la sociedad. Detrás late el anhelo de paz social, la seguridad ficticia de la tiranía frente al fragor caótico en que les ha sumido la República y que expresa fräulein Schneider de modo concluyente: «Ojalá volviera el káiser. En aquellos días había orden.»


Por el volumen de tiempo que ocupa en la narración y por su enorme fuerza simbólica es obligado detenerse en el Kit Kat Club. La escena en que el jefe de sala expulsa con cajas destempladas a un joven nazi que se pasea con una hucha entre las mesas de los clientes recaudando fondos para el partido y la brutal paliza que recibe como represalia, el flirteo descarado, las risas contagiosas, la desinhibición de los cuerpos entre el humo cómplice y la salacidad exhibicionista del Maestro de Ceremonias (Joel Grey) que lo gobierna todo, nos predisponen a considerar ese recinto como un bastión heroico de libertad en medio de un océano de barbarie totalitaria. Sin embargo, un análisis más detallado de lo que ocurre sobre las tablas deja flotando una sombra de ambigüedad que empieza en esa misma escena; porque es cierto que al chico nazi lo expulsan, pero no es menos cierto que el Maestro de Ceremonias remata el pugilato entre las dos mujeres gordas a las que azuza con chorros de sifón, pintándose un bigote hitleriano con el barro del ring y saludando con el brazo extendido al modo fascista. Podría tratarse de una imitación burlesca, porque, al fin y al cabo, el público se ríe; pero también sirve para señalar la podredumbre ambiental de una sociedad asfixiada por la omnipresencia de la política. El propio montaje de las imágenes, en que los cambios de plano se suceden en secuencia vertiginosa llevándonos del escenario a la disputa con el nazi y de ahí a los primeros planos de los espectadores que se tronchan, contribuye a crear una atmósfera degradante que apunta a las claras la presencia de un populacho embrutecido; detalle que se refleja en el modo serio con que Bryan sigue la escena. Él es el único que observa y juzga, sin poder ahogar un mohín de rechazo.


Forzosa es la relación entre la escena en el merendero de la cervecería y el binomio que forman los números Two Ladies y Tiller Girls; la diferencia está en el registro. Mientras Tomorrow belongs to me sale de los labios de un joven hitleriano de pulcros rasgos germánicos que nos emborracha con ensoñaciones románticas, Two Ladies sale de los labios de un bufón que busca la astracanada deformando, con una puesta en escena que no puede ser más concupiscente, el hermanamiento pastoril en un ménage à trois. Del mismo modo que podemos ver en la canción del chaval una progresión en la que flores y fraternidad dan paso a tensión y sueños imperiales, se puede seguir esa progresión entre los dos números; eso sí, en un registro deformado. Pero no nos engañemos, deformación no implica necesariamente crítica; así los inocentes gorros que lucen las coristas en Tiller Girls se terminan convirtiendo, una vez despojados de la flor del tocado, en cascos militares; su bastón, en un fusil improvisado; y su danza, en un desfile al paso de la oca.




Esa ambigüedad va en crescendo hasta el número en que se interpreta If you could see her through my eyes. A primera vista la canción es una crítica a los convencionalismos y una vindicación del amor como fuerza redentora que se alía con el individuo para ayudarle a superar la estrechez de miras que la sociedad impone a sus miembros. Sin embargo, su puesta en escena es tan grotesca que resulta antitética. El Maestro de Ceremonias presenta en sociedad al objeto de su amor, que no es sino un gorila; y se defiende de las risas del público proponiendo una condición de verificación improbable: si pudiesen ver al gorila tal como él lo ve, no habría lugar a la risa. Las muecas, chanzas, pasos de claqué en una coreografía deliberadamente torpe, y una paródica petición de mano en que el anillo no se coloca en el dedo de la amada sino en su nariz, nos llevan entre risotadas a una última estrofa heladora: «I understand your objection / I grant you the problem's not small / But if you could see her through my eyes / She wouldn't look Jewish at all». Traducido el número a un registro racional, las risas se petrifican en rictus, porque si es necesario el concurso del amor —que no deja de ser un elemento perturbador de la razón, y que no puede compartirse así como así— para que se acepte la heterodoxia, es porque se está validando el principio ortodoxo subyacente, según el cual, la relación con un judío no puede considerarse más que aberrante. Si a ello se le suma que la extravagancia amorosa se distorsiona hasta el paroxismo haciéndola recaer sobre un primate, la asociación de ideas entre lo subhumano y lo semita no parece forzada.


En consecuencia, no se trata tanto de que el Kit Kat Club sea un reducto de libertad individual, cuanto de un espejo deformante de la propia sociedad y sus valores. La parodia exagerada y la imitación grotesca vierten su zumo cómico y caótico sobre las convenciones siquiera sea para reforzarlas. La apelación no es racional sino carnavalesca; pero el carnaval, por muy transgresor que se pretenda, siempre importa una defensa del orden dado. Lo que fuera de las paredes del club es el paraíso romántico que ofrecen los nacionalistas como alternativa a la crudeza de la vida, dentro se retuerce en una pesadilla expresionista. En el mejor de los casos, es decir, despojado de connotaciones propagandísticas, es tan sólo un reducto para la evasión. Esa naturaleza deformante de la realidad está muy bien capturada en la película; de hecho, comienza y termina con las imágenes ondulantes que se reflejan en los apliques de bronce del escenario. La diferencia está en que los compases jazzísticos del Willkommen y la cara del Maestro de Ceremonias quedan ahogados al final de la película por un redoble marcial de caja y camisas pardas con brazaletes y esvásticas, para recordarnos que la distorsión romántica se terminó imponiendo sobre la expresionista en todos los órdenes con las funestas consecuencias que todo el mundo debería conocer y recordar.




En ese doble escenario virtual y real se desenvuelve la vida de Sally. Su fantasía funde ambos en uno, y nunca llegamos a saber si la versión oficial que da de sí, según la cual es hija de un importante diplomático estadounidense, es cierta; aunque lo más verosímil, habida cuenta la precariedad de su existencia, es apostar porque sea otro ingenio más de su fértil imaginación. Su prurito por el estrellato cinematográfico, su vida de bohemia, la frivolidad con que encara la obligación paralela de alternar con los clientes del club —de uno de ellos se zafa alegando que tiene sífilis para marcharse con Bryan—, el juicio irreal que vierte sobre sus vecinos de pensión, todo nos lleva a la conclusión paradójica de que es un falso personaje principal, porque no vive sino que actúa dentro de una película que ella misma crea. Esa idea se refuerza por los números que interpreta sobre el escenario cuando actúa en solitario, y que están marcados por la huida de la realidad, señaladamente Maybe this time y Cabaret.




Por el polo opuesto puede decirse algo parecido de Bryan. Aunque hay que señalar que experimenta una evolución mucho mayor que ella, su carácter analítico-racionalista y su sexualidad indefinida lo invalidan como verdadero personaje. Pasa por las escenas iniciales como espectador de la tragicomedia que protagonizan Sally, Natalia, Fritz, los parroquianos del Kit Kat Club, y por extensión la propia Alemania. No es un observador pusilánime ni sospechoso de indiferencia moral; al contrario, sus conclusiones son lúcidas y desembocan en juicios morales rectos. Pero sólo progresa en la medida en que actúa como escudero de Sally. Esa proximidad con su fantasía anima en él un proceso de quijotización que alcanza el clímax, como si de molinos de viento se tratara, cuando se encara con el grupo de nazis que reparte propaganda en la calle y del que sale descalabrado como un eccehomo. Cuando Sally se queda embarazada sin estar segura de quién es el padre y él asume la paternidad, esa decisión parece más fruto de la sobreexcitación que el episodio con Maximiliam induce en sus vidas que del análisis de su responsabilidad; de hecho, la velada en que celebran su futura vida de padres parece un puro arabesco, una añoranza del exotismo por el viaje a África que no pudo ser. Bastará el remanso de las emociones para que Bryan se vea arrastrado a la languidez. En una tarde de excursión al campo, Sally percibe las dudas de Bryan por el desbaratamiento de sus planes, y veremos de ella el único momento de lucidez con un diagnóstico acertado de una situación de pareja, copada por cartas perdedoras, de la que escapará abortando.




En resumen Bryan se ve atrapado entre dos corrientes escapistas. La individual, alocada y naíf, que quintaesencia Sally con su vida de bohemia, clubs y sueños de cine. Y el escapismo colectivo mucho más grotesco que vive el país en conjunto, y que avanza con paso firme y ritmo creciente hacia la destrucción totalitaria del ciudadano, sea por la vía del comunismo y sus ensoñaciones de clase, o del fascismo y sus ensoñaciones de raza. Es ilustrativa la escena en que Sally y Bryan pasean por una calle donde todos los carteles electorales del típico candidato burgués entrado en años —creo que se trata de Paul von Hindenburg, pero no puedo asegurarlo más allá de toda duda— están tachados sañudamente por el KPD con sus hoces y martillos. El eslogan es revelador: «Wählt einen mann, nicht eine partei!» (Elige un hombre, no un partido), porque describe a la perfección el mundo que fenece, el de la democracia representativa que se construye sobre las personas en lugar de sobre las masas, es decir, el de las personas dignas de tal nombre.


Por todo esto, por la viveza de la narración, por la agudeza de los detalles, por el realismo del ambiente, por la frescura de los números musicales y por mucho más, es Cabaret una auténtica obra maestra.
——————————
[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.
Fotogramas, de Cabaret, Expediente nº 109. 764, Depósito legal B–5909–2011.

No hay comentarios:

Publicar un comentario