domingo, 31 de diciembre de 2017

V. LAS ARMAS Y LAS LETRAS. ANDRÉS TRAPIELLO (II)


ENLACE A LA PRIMERA PARTE

Entre los descubrimientos más gratos que ofrece la obra está el diplomático chileno Carlos Morla Lynch, que llega a España el año 1928 como secretario de la Embajada de Chile. Cuando estalla la guerra, el embajador Núñez Morgado abandona el país, y Morla queda al frente de una legación diplomática que, resistiendo las amenazas de asalto, da cobijo a más de dos mil almas; él personalmente recoge a refugiados en su domicilio, negocia canjes y demás afanes. Sus experiencias republicanas las vuelca en dos obras: En España con Federico García Lorca. Páginas de un diario íntimo, 1929–1936; y las propiamente bélicas en España sufre. Diarios de guerra en el Madrid republicano, 1936–1939.

Sin embargo por lo que más se pueden rastrear sus pasos es por sus desavenencias con Pablo Neruda, quien por aquellos años fue cónsul de Chile en Madrid, y le acusó de tener preferencia por los aristócratas como demandantes de asilo y de negarle a Miguel Hernández aquél que le hubiese salvado la vida. Cada cual puede prestar crédito según su gusto; pero el testimonio que deja de su antagonista es demoledor. Retrata a un Neruda mentiroso, egoísta e inicialmente despreocupado pero pronto empavorecido por el cariz de los acontecimientos. Conviene recordar, en este punto, que Neruda envió a su mujer y a su hija discapacitada a Barcelona, con la promesa de reunirse con ellas; promesa que nunca cumplió porque prefirió quedarse en Madrid con su amante, Delia del Carril. De aquel tiempo, Morla cuenta:

«Recibo una llamada de Pablo Neruda y Manolín Altolaguirre. Pablo es de un egoísmo y de un ensimismamiento abrumador, y si reconozco que es un gran poeta, es persona no poética. Llegan a casa. Se trata de un muchacho marino, en peligro, perseguido. Lo de siempre. Debo meterlo en casa o en la embajada, pero Pablo, él, con su consulado vacío… ¡Ah, no! No lo puede hacer. […] huye el gobierno a Valencia… Nos quedamos con nuestros refugiados, cuatrocientos, y que sea lo que Dios quiera… Pablo Neruda, aterrado, no pensando más que en sí mismo, cierra el consulado. Se va mañana temprano, por la carretera de Valencia, la única libre, con los Alberti, y Delia del Carril, naturalmente.» [18]

Interesantes también, por la nota pintoresquista, son las aventuras que protagonizan los Alberti y sus edecanes, encastillados en el palacio de los Heredia Spínola, en Madrid. De esta guisa los describe Morla, en los estertores de la parranda, sin ahorrarse un juicio mordaz:

«La habitación de María Teresa León es la de la marquesa. Duerme en una cama llena de cortinajes y pieles de armiño. Este es el comunismo. Los moradores tenían, sin embargo, caras largas ante el temor de que aquello durara poco.» [19]

Está claro que los Alberti, aparte de disfrutar de ciertas comodidades burguesas difíciles de conciliar con los ideales proletarios que decían defender, desplegaron por aquel tiempo una actividad frenética que Trapiello resume así:

«En esos meses los Alberti, que parecían disfrutar del don de la ubicuidad en frentes, ciudades y congresos, normalmente muy alejados de la primera línea, realizaron no pocos viajes: a París y Moscú, Barcelona y Valencia, sin contar sus colaboraciones en la prensa, su dedicación al traslado de los fondos del Museo del Prado, su secretaría de la Alianza, su dirección del Museo Romántico o la colaboración de Alberti con su mujer en la dirección del teatro La Zarzuela, donde se representaron algunos cuadros dramáticos de él mismo y su adaptación de la citada Numancia de Cervantes.» [20]

No resulta sorprendente la idea que Rafael Alberti conservó de aquella época. En fecha tan tardía como el año 1965, sobre una fotografía juvenil suya en que luce insignia de las Brigadas Internacionales y pecho aspado por correajes militares, tuvo el cuajo de escribir de su puño y letra la dedicatoria «Para Luba y Ehrenburg en la belle époque». [21] Repugnante. No es ya la inmadurez de un joven como Arconada, ni el desenfoque de un anciano sorprendido por una realidad brutal que sigue con mirada atónita. No; es la ensoñación de un cincuentón refractario a cualquier atisbo de realidad, que considera que una balacera con casi medio millón de muertos y fuente de odio secular entre compatriotas puede dignificarse como souvenir, porque a él le fue bien mientras duró… ¡lástima que acabara!

¡Cuán distinta fue la suerte de Federico García Lorca! Y es curioso porque no se caracterizó por el sectarismo sino justamente por lo contrario: ideológicamente promiscuo y de humanidad arrolladora; lo que hoy consideraríamos un demócrata íntegro. Fueron sus muestras de compromiso social abanderadas de la alegría, no del encono. Una breve semblanza de Trapiello:

«Al poco del triunfo del Frente Popular, Antonio Machado, Lorca y otros habían firmado el Manifiesto de la Unión Universal por la Paz. Eran meses de continuas proclamas, alineamientos y sufragios. Unos meses después Alberti, Altolaguirre y Lorca firmaron un nuevo manifiesto pidiendo la libertad para el dirigente comunista brasileño Luis Carlos Prestes, y algunas semanas después envió su adhesión al semanario Ayuda, publicado por el Socorro Rojo y dirigido por María Teresa León. También firmó otro manifiesto antifascista, y él, que se confesó en muchas ocasiones un hombre apartidista, declaraba a menudo que alguien como él solo podía ser “del partido de los pobres”.» [22]

Todos ellos son actos allegados al pensamiento de izquierdas que no sirven para acreditar ningún fanatismo; mas la facción estaba por simplificar el paisaje simplificando el paisanaje, y declaraciones más o menos inocuas antes de la guerra se convertían, arrancada ésta, en prueba de cargo y sentencia sumarísima. Visto el desenlace del caso, está claro que Lorca valoró erróneamente la situación cuando decidió trasladarse a Granada desde Madrid; posiblemente pesó mucho en ello el hecho de cultivar amistades íntimas en ambos bandos y el no tenerse por enemigo de nadie. Quedó patente que otros sí lo tenían por tal. El relato, por lo que tiene de administrativo, escalofría:

«Lorca dejó entonces su Huerta de San Vicente y pidió asilo al joven poeta Luis Rosales, hermano de conocidos falangistas de la ciudad, y falangista él mismo. Rosales incluso se ofreció a pasarle de zona. Lorca, una vez más preso de su destino, rehusó el ofrecimiento, convencido de que en casa de Rosales podría esperar hasta que pasase la tormenta, y se fue a vivir allí el día 9 de agosto. Lo detuvieron el 16. Luego, lo metieron en un coche y se lo llevaron a Víznar; allí, en compañía de otros tres detenidos, un maestro y dos banderilleros, pasó el poeta sus últimas horas. La madrugada del día 19 de agosto, los sacaron, los asesinaron a los cuatro, y enterraron sus cuerpos en un barranco.» [23]

Aunque escalofría todavía más pensar que este expediente se multiplicó por miles y miles; víctimas selladas en el olvido por su naturaleza anónima, en fosas sin más registro que el eco de la descarga que las propiciaba. Si llega hasta hoy el nombre de esta ignominia, es por la notoriedad del asesinado:

«Los nacionalistas comprendieron pronto su estúpido error y decidieron negarlo, y puede decirse que hasta 1975 el mismo Franco negaría cínicamente ese asesinato. Lo negó, desde luego, durante todo el primer año de guerra: “En Granada no han asesinado a ningún poeta”, dijo a un corresponsal extranjero en 1937, con toda la frialdad de la mentira, pero aprendió la lección, y firmó el indulto de Miguel Hernández cuando lo suplicó Sánchez Mazas.» [24]

Se me escapa el sentido de esta frase del general Franco. Puede que negara los hechos, a saber, que se hubiera dado muerte a un poeta. Puede que negara su calificación, a saber, que no lo considerara un asesinato sino una ejecución legal, en su universo de legalidad paralela. O quizás, en estampa de crítico literario, puede que no considerara poeta a Lorca. Como habitualmente me resulta arcano el designio del ciudadano común, no es de extrañar que no alcance a desentrañar el del tirano megalómano.

Saliéndonos del campo estrictamente literario, también hubo ocasión para pinceladas narrativas a cargo de periodistas como Manuel Chaves Nogales. Enemigo acérrimo de los totalitarismos que señoreaban la Europa del momento, se convenció desde un primer momento de que la suerte democrática de España estaba echada, y de que la guerra no podría alumbrar más que una u otra forma de tiranía. Parte de sus impresiones más lúcidas las volcó en el prólogo de su novela A sangre y fuego, publicada en Chile, en 1937:

«Yo era eso que los sociólogos llaman un “pequeño burgués liberal”, ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente […], ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista.» [25]

Me resulta emocionante su tono de derrota por lo que tiene de evocación de una realidad tangible. No se identifica la crispación del fanático que ve arruinada su particular quimera —ésa en la que indefectiblemente brotan ríos de leche y miel— sino la nostalgia del ciudadano escéptico que reconoce los defectos del sistema, sus márgenes de mejora y los obstáculos que la traban; entre los cuales, cómo no, está lidiar con los poderosos; es sabido: quien paga gaitero, elige tonada. Esa hondura de reflexión le acompañará en el diagnóstico del futuro inmediato de posguerra:

«El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de guerra que hace sucumbir a los mejores […]. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende.» [26]

Esa «ininteligente selección» es la que surge de un entorno tan letal que convierte cualquier virtud en un severo hándicap para la supervivencia. En cualquier caso, qué diferencia de espíritu entre el Chaves pequeñoburgués y el intelectual orgánico que representa Alberti, que se creía inmerso en la belle époque.

También encuentra Trapiello sitio para una de las figuras políticas más señeras e injustamente olvidadas de la República, Clara Campoamor. Volcada en la defensa de los derechos de la mujer, a su impulso se debió la ley de sufragio universal que le granjeó la animadversión de la izquierda. Entendían los partidos izquierdistas que las mujeres eran pieza de confesionario y vocacionalmente conservadoras, y por ello la culparon de la victoria radical–cedista en las elecciones de finales de 1933. No es necesario insistir en que el panorama no estaba para sutilezas jurídicas y que la universalidad de los derechos cedía ante el apetito de victoria. Por si esto no fuera suficiente, sus trabajos también contribuyeron a que se aprobase la ley de divorcio; es obvio que ello no sirvió para que la derecha ultra católica la convirtiese en santo de su devoción. Un buen ejemplo de la tercera España que no pudo ser; abandona Madrid para no engrosar la triste nómina de los muertos a manos milicianas, y cuando parte al exilio, unos falangistas la reconocen en el barco que la lleva camino de Italia e intentan asesinarla. Guatemala y Guatepeor.

Sus ideas sobre la contienda las plasma en un ensayo que ve la luz en Paris cuando aún falta mucho para conocerse el resultado, La révolution espagnole vue par une républicaine (1937). Lo primero que llama la atención de este libro es su título; la idea de revolución —Clara Campoamor vive la guerra en Madrid y ve cómo se conducen las huestes gubernamentales— plantea de inmediato una cuestión sobre la que tradicionalmente se ha pasado de puntillas, que no es otra que la solución de continuidad en la legitimidad gubernamental. Un régimen parlamentario no puede sobrevivir a un Parlamento que ya sólo opera como simulacro. En agosto de 1936, a la convocatoria de Cortes sólo acuden cien parlamentarios de cuatrocientos setenta; entre la mayoría de izquierda que sustenta al Gobierno, de doscientos sesenta faltan ciento sesenta. No extraña su conclusión:

«Si el porvenir trae la victoria triunfal de los ejércitos gubernamentales, ese triunfo no llevará a un régimen democrático, ya que los republicanos ya no cuentan en el grupo gubernamental. El triunfo de los gubernamentales será el de las masas proletarias, y al estar divididas esas masas, nuevas luchas decidirán si la hegemonía será para los socialistas, los comunistas o los anarcosindicalistas. Pero el resultado sólo puede significar la dictadura del proletariado, en detrimento de la República democrática.
»Si, como ya hemos indicado, las causas de la debilidad de los gubernamentales llevan a la victoria a los nacionalistas, estos habrán de empezar por instaurar un régimen que detenga los enfrentamientos internos y restablezca el orden. Ese régimen, lo suficientemente fuerte como para imponerse a todos, sólo puede ser una dictadura militar. Pero si la dictadura militar es una forma de gobierno fácil de imponer, es muy difícil salir de ella.»
[27]

Nada que ver con las fantasías orteguianas del totalitarismo salvífico del liberalismo y del liberalismo templador del totalitarismo; sino cruda profecía de una realidad en la que no encajan las extrañas simbiosis que dictan los deseos.

Con el traslado del Gobierno de la República a Valencia, terminará ésta convertida en el núcleo creador y emisor de cultura por antonomasia en territorio leal. Apunta Trapiello que la nota distintiva de la obra alumbrada en zona gubernamental es el relativo pluralismo en que aventaja a su némesis. Lo explica así:

«Resulta de gran evidencia que lo que diferenció, intelectual, literariamente ambas zonas, a la republicana y a la sublevada, fue ese talante liberal y crítico. Liberal, con todas las reservas que se quieran poner, pero gracias al cual se podían cuestionar posiciones consideradas ortodoxas, dominantes […]. Algo parecido en la zona nacional habría sido impensable; una sola crítica adversa de los poemas de Rosales, Pemán, Vivanco o Ridruejo, o de la novela de Foxá o de las teorías de Laín, habría significado para su autor represalias sin cuento. Aunque más significativo es ya que ni siquiera pudieron producirse […]. De ahí que no exageremos un ápice al sostener que mientras los nacionales militarizaron todas las ideas, los intelectuales republicanos conservaron en su mayor parte el carácter civil de su pensamiento y de su obra, al pairo de otras fuerzas preponderantes como los comunistas que ejercieron su poder cuando pudieron (con Nin o Robles, por ejemplo).» [28]

Aunque el autor se refiere a las polémicas sostenidas en la revista Hora de España (1937–1939), entre otros, por Rosa Chacel, Serrano Plaja, Luis Cernuda, José Renau y Ramón Gaya —que se atrevió a comparar los carteles del anterior con los anuncios de refrescos—, la última frase no es pequeña enmienda al conjunto del párrafo; un pluralismo de esas características sería hijo de la imposibilidad material de su extinción antes que del compromiso con principios ciudadanos homologables en una democracia digna de tal nombre. Y esa imposibilidad material es a su vez resultado de un pequeño detalle: las otras facciones gubernamentales también portaban armas. Cuando las circunstancias concretas desequilibraron el control del poder, no hubo talante liberal y crítico que valiese: los sucesos de mayo del 37 en Barcelona validan esta hipótesis. Un hecho aislado, como la ocupación de la sede de Telefónica por fuerzas de la FAI y del POUM, sirvió de excusa para que los comunistas —con la inestimable ayuda del NKWD que comandaban Lelaiev y Orlov desde la embajada soviética— se entregasen a uno de esos tajos en que su productividad laboral es legendaria, la purga. No nos engañemos, toda la retórica puesta a su servicio estuvo presidida por la idea de aniquilamiento. Estos hechos quedaron profusamente descritos por George Orwell en su obra Homenaje a Cataluña (1938); y todo apuntaba en la línea de que el equilibrio de fuerzas empezaba a desbalancearse y que la influencia comunista derivaría en hegemonía, también en las letras:

«El tono de El Mono Azul, por tanto, pudo ser incluso más extremo que el de muchas personas que componían su consejo de redacción, y a medida que pasaba la guerra, como también le ocurrió a la España republicana, su orientación se fue haciendo enteramente filocomunista, y las referencias admirativas hacia el “camarada Stalin” o el “camarada Dimitrov” empezaron a ser habituales en sus páginas, al tiempo que la mayor parte de sus colaboradores era de esa tendencia.» [29]

El mes de julio del 37, también en Valencia, se celebró el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en el que se dieron cita más de un centenar de autores provenientes de casi una treintena de países; todos ellos identificados con el antifascismo, aunque no necesariamente al tanto de las particularidades que tal causa revestía en España; lo apunta bien Trapiello:

«Es cierto que los responsables del congreso, Alberti y Bergamín, trataron de presentar a los republicanos cohesionados y unidos, pero a nadie se le escapa que por lo que luchaban los anarquistas, comunistas, republicanos o poumistas españoles no coincidía en todo momento ni en cada uno de los frentes ni en según qué regiones. Para los escritores extranjeros la causa republicana podía resumirse genéricamente como la causa del antifascismo.» [30]

Y es que a la Guerra Civil Española le cupo el discutible honor de ser la primera contienda mediática, cuyos progresos fueron seguidos con atención allende sus fronteras; baste con recordar que muchos extranjeros, ahora ya hermanados para siempre por la tierra en que vertieron su sangre, vieron ponerse el sol para siempre en la piel de toro.

Ambos bandos volcaron no pocas energías en la propaganda internacional; y en ese frente paralelo, la victoria de la República fue incontestable: «Solo en Inglaterra, 148 escritores e intelectuales colaboraron en una publicación, Authors Take Side of the Spanish War, que congregaba desde celebridades como Shaw, Wells o Pound hasta los más jóvenes». [31] En ocasiones sirve de consuelo ver cómo el juicio desajustado no fue patrimonio exclusivo de los escritores españoles, cuya capacidad de análisis es fácil de comprender que se viera embotada por las dimensiones de la brutalidad circundante, sino que también se extendió a extranjeros más o menos entregados al turismo de guerra; así Stephen Spender dirá:

«Dado que la zona de los combates en España era limitada y relativamente restringidos los métodos de guerra, las voces del individuo no quedaban apagadas, como quedaron en 1939, por la gran máquina militar y la propaganda. Tanto dentro como fuera de España, la Guerra Civil fue en cierto modo un importante debate y en él las tres grandes ideas políticas de nuestro tiempo (fascismo, comunismo y socialismo liberal) eran escuchadas y discutidas.» [32]

Todo el párrafo resulta estupefaciente. Sí; la Segunda Guerra Mundial fue un hito de barbarie difícilmente superable a cuyo lado todo palidece; pero hay que estar muy alienado pelando quisquillas a cientos de kilómetros del frente o ser un completo idiota para entender que la Guerra Civil Española fuese ocasión para debate alguno; salvo que concedamos al silbido de las balas alguna capacidad dialógica cuyo alcance se me escapa. Separados de estos tristes hechos por unas cuantas décadas y muchos kilómetros —por ejemplo, en Ruanda— los seres humanos hemos vuelto a demostrar lo diligentes que podemos llegar a ser ahogando voces con métodos de guerra aún más restringidos, a saber, azadas, cuchillos y machetes. Una estampa mucho más fiel a la realidad y moralmente digna es la que nos deja Simone Weil, a raíz de sus experiencias como miliciana en la Columna Durruti:

«Nunca nadie ni entre los españoles ni los franceses que estaban en España combatiendo o de visita […] habló de las matanzas inútiles con repulsa, disgusto o rechazo siquiera. Sí, es verdad que el miedo desempeña un papel importante en la carnicería […]. Mi teoría es que una vez que las autoridades temporales y espirituales han decidido que las vidas de ciertas personas carecen de valor, nada es tan natural en el hombre como matar. Tan pronto como los hombres saben que pueden matar sin temor a represalias, empiezan a matar, o al menos, animan a los asesinos con sonrisas de aprobación.» [33]

Quedan para el final Manuel y Antonio Machado por lo tuvieron de símbolo, de triste metáfora de guerra entre hermanos, y de partido asignado por el destino. La guerra sorprendió a Manuel en Burgos, a donde se había desplazado por motivos familiares. Su primera valoración de los acontecimientos fue un tanto frívola, llegando a ironizar sobre las similitudes de la sublevación militar con los pronunciamientos y carlistadas del XIX; no estaba el horno para tales bollos y acabó en el calabozo. Aprendería la lección; había llegado el momento de las adhesiones concluyentes y, como otros, a ellas cedió. De ahí a poeta del régimen, unos pasos, facilitados por el hecho de ser el más grande vate entre los de su facción.

Mucho más triste fue el final de su hermano Antonio. Leal a la República hasta el final, desplegó durante la guerra una ingente actividad plasmada en artículos, poemas y discursos, con los que correspondía a su magra asignación gubernamental. No me extenderé en el periplo devastador que lo lleva a Colliure porque es muy conocido; aunque hay dos notas que ignoraba y que me parecen reveladoras de su carácter. El primero es que muere en oficio de poeta, dejando tras de sí un enigmático verso alejandrino, apertura de un poema inconcluso: «Estos días azules y este sol de la infancia…»; [34] catorce sílabas que sirven de pórtico para el más amargo de los exilios, el del tiempo. El segundo es una forma muy particular y emotiva de evacuar la tristeza, a la que, pasados los años, podemos añadirle el valor del vaticinio:

«Quizá, después de todo, nunca aprendimos a hacer la guerra. Además, carecíamos de armamento. Pero no hay que juzgar a los españoles demasiado duramente. Esto es el final; cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado.» [35]

Y es imposible concluir este repaso sin una breve mención a don Manuel Azaña, a quien el autor dedica el último capítulo. Comparto plenamente el veredicto de Trapiello: de no ser por sus responsabilidades políticas, difícilmente habría llegado a nosotros su literatura; de modo mucho más acerbo —acrecentado hasta la injusticia por su animadversión personal— resumía don Miguel de Unamuno esta idea: «Cuidado con Azaña, es un escritor sin lectores y será capaz de hacer una revolución para tenerlos». [36] Dejando de lado sus manifiestos errores políticos, rozaría la canallada omitir a sabiendas un testimonio que acredita su talante conciliador y grandeza de espíritu, como el que se encierra en este emocionado discurso:

«Es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lectura y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.» [37]

Termino con una confesión personal. España representa para mis creencias un permanente desafío; y es que siendo enemigo acérrimo del determinismo genético y del fatalismo geográfico, en pocos lugares del mundo puede uno encontrar personas mejor dotadas para guerrear con sus hermanos que entre los españoles. Parecen, las españolas, tierras sobre las que pesa una abominación bíblica, espacios idóneos para la errante sombra de Caín que inflama el verso machadiano. Un paseo por su Historia, siquiera somero como éste, sirve para que no se pueda desechar por exótica la idea de Ramón Gómez de la Serna, que señalaba período a esa pulsión suicida en una guerra civil cada cien años. Esto podría tranquilizar mucho a don Ramón, que acababa de pasar la suya y encontraba el horizonte del 2036 demasiado remoto; pero para los que aún no hemos “disfrutado” de la nuestra, sin que el exceso de canas o el defecto de pelo nos prive de aspirar a semejante almanaque, accidentes como ser español y vivir en España no son garantía de indemnidad sino más bien de inquietud. Máxime cuando uno comprueba con estupefacción cómo prosperan ideas disolventes como la reducción de la democracia al fetichismo de las urnas, la consideración de que la ley es un mero relato superable por la voluntad, que se puede hacer a un lado cuando disguste su tenor sin molestarse en derogarla o enmendarla; como la idea de que el concepto de ciudadano es absorbible por el concepto de pueblo; como la idea de que el diálogo no es el expediente que precede a la aprobación de las leyes sino el que sucede a su violación; y, cómo no, que la función del Gobierno no consiste en dirigir la política del Estado dentro del marco que brindan unas competencias regladas sino la libre interpretación del volksgeist. Todo muy exótico; especialmente si se tiene en cuenta que quienes propalan tan ilustradas teorías no son un cuadro de borrachos que mueve el cubito de hielo en un vaso de tubo semivacío; sino sujetos que han enchufado su cargador en el presupuesto público y se adornan con alguna de las más altas magistraturas del Estado. Todo muy tranquilizador.
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[18] Trapiello, Andrés. Las armas y las letras, Madrid, Círculo de Lectores SAU (por cortesía de Ediciones Destino), 2011, pg. 116.
[19] Ibidem, pg. 130.
[20] Ibidem, pg. 131.
[21] Ibidem, pg. 133.
[22] Ibidem, pg. 160.
[23] Ibidem, pg. 166.
[24] Ibidem, pg. 169.
[25] Ibidem, pg. 183.
[26] Ibidem, pg.186.
[27] Ibidem, pg. 191.
[28] Ibidem, pg. 239.
[29] Ibidem, pg. 87.
[30] Ibidem, pg. 379.
[31] Ibidem, pg. 361.
[32] Ibidem, pg. 363.
[33] Ibidem, pg. 368.
[34] Ibidem, pg. 465.
[35] Ibidem, pg. 463
[36] Ibidem, pg. 53.
[37] Ibidem, pg. 501.

domingo, 24 de diciembre de 2017

V. LAS ARMAS Y LAS LETRAS. ANDRÉS TRAPIELLO (I)


Esta entrada se dedica a un ensayo al que, pasados veinte años desde su publicación, no es exagerado calificar como clásico. Se mueven sus páginas a caballo entre la Literatura y la Historia, dando cuenta de las posiciones fundamentalmente políticas e ideológicas, pero también artísticas o tan sólo humanas, que tomaron o se vieron forzados a tomar los escritores e intelectuales atrapados por el colapso de la II República y la Guerra Civil Española. Sin duda su punto fuerte es que la erudición y vivacidad de relato saben conciliarse con la pausa lírica; la amplitud de espectro en la mirada y la capacidad para ahondar en el detalle son encomiables y entrañan, por momentos, un auténtico derroche de conocimiento. Vemos desfilar por sus episodios, junto a estrellas de relumbrón conocidas por todos, a personajes valleinclanescos sacados de la bohemia más oscura. No se trata, sin embargo, de un ejercicio escolástico encopetado que busca abrumar al lector con un aluvión de datos, sino de una obra que se lee con el gusto de una buena novela y que, con alguna visita al diccionario —lo que viene siempre muy bien—, se conduce con un español llano y vibrante.

No pretendo resumir en pocas líneas un libro de más de seiscientas páginas, sino animar a su lectura dando cuenta de lo que me resultó más interesante. La primera impresión es general y emocional: como me ocurre con todos los libros que guardan alguna relación con la Guerra Civil, la tristeza y el enervamiento de energías terminan adueñándose de mí. No resulta fácil digerir el fracaso de una experiencia democrática en la que muchos depositaron su anhelo de progreso; ni ver cómo instituciones que son el fruto de siglos de reflexión ilustrada se convierten en pedruscos, a cuyo pie el interés partidista busca hacer palanca para imponerse con total desprecio por las consecuencias; y ya metidos en faena, comprobar cómo el fanatismo más criminal alcanza el estatuto de la normalidad. La segunda impresión es más particular y reflexiva: la confirmación de que la intelectualidad del momento —con muy honrosas excepciones— no supo estar a la altura de las circunstancias.

El libro se organiza siguiendo un patrón muy particular, en que lo cronológico se mezcla con lo geográfico; el criterio para arracimar a los personajes no es tanto la afinidad ideológica como la mera coincidencia, en ocasiones fortuita, en el teatro de operaciones. En un primer momento, no obstante, es el enfoque generacional el que domina la foto fija que los retrata como a purasangres nerviosos en los cajones de salida, antes de desatarse las hostilidades; porque esa es la sensación que transmiten casi todos: la de vivir un modelo interino que a nadie satisface a la espera de su particular arcadia de promisión. Ese primer fogonazo generacional sirve para descartar la influencia política de los hombres del 98, que el autor resume así:

«Para ser político hay que ser optimista, parecerlo o fingirlo, y tener un fondo rousseauniano, y los del 98, de naturaleza nihilista y pesimista, no podían ser nunca políticos, porque los que no eran de la escuela de Hobbes, eran biznietos de Diderot, Montaigne, Nietzsche o Schopenhauer, en el mejor de los casos; en el peor, de Voltaire.» [1]

Carezco de argumentos para refutar esa explicación que hace descansar sobre el carácter y preferencias filosóficas de sus integrantes el papel secundario de la Generación del 98. No creo que el autor quiera decir con ello que fuese una generación apolítica. En absoluto; sino más bien que tenían una visión negativa de la política, en la que quizás pesase también la merma de energías que traen los años y el escepticismo fruto de dos experiencias políticas fallidas: la revolucionaria y la restauradora. Lo que no admite discusión es que por los años que transita el ensayo los primeros protagonistas son los hombres del 14, muchos de ellos integrantes de la Agrupación al Servicio de la República —organización de raíz no revolucionaria pero sí abiertamente antimonárquica— y quienes rematan con entusiasmo la faena son los jóvenes de la Generación del 27.

Por muy trágico que fuese el desenlace, las desavenencias no surgieron de modo inmediato. También hubo, en lo literario, una tierra común que por desgracia tardó poco en convertirse en tierra de nadie. Entre las publicaciones, la más relevante del amanecer republicano fue La Gaceta Literaria (1927–1932); en ella participaron con frecuencia los escritores del 27, dejando puente tendido al encuentro intergeneracional, pues entre sus páginas es fácil toparse con firmas del 98; y en menor medida del 14, más devotas, éstas, de la revista España y de la Revista de Occidente, fundada por Ortega y Gasset. Clarificador testimonio de cómo avanzaban las ideas de enfrentamiento en detrimento del pensamiento liberal es un texto publicado en La Gaceta Literaria en fecha tan temprana como el día 1 de enero de 1928, firmado por César Arconada, quien con el venir de los tiempos terminaría siendo un fervoroso comunista:

«Ante todo es necesario sentar este principio: en el momento actual los que se llaman liberales son los retrasados, los reaccionarios […]. Violencia. Lucha. Arte Nuevo, al fin […]. Un joven puede ser comunista, fascista, cualquier cosa, menos tener ideas liberales. Para un joven nada más absurdo, más incomprensible, más retrógrado, que las ideas políticas de un doctor Marañón, de un Castrovido. Los jóvenes queremos para la política, como hemos querido para el arte, las ideas actuales, de hoy, con el perfil y el carácter de nuestra época. Pretender que todavía nos sirvan las viejas ideas liberales es tan absurdo como pretender que las viejas chisteras sirven para jugar al fútbol.» [2]

Categorizaciones y principios, esos atrevimientos de juventud considerada valor primario. De no ser por la riada de sangre en que desembocaron tales planteamientos, destila su discurso una jovialidad adolescente conmovedora. No nos engañemos: el tigre pintado con trazos naíf también tiene garras y muerde. Es la suya una repulsa, mitad estética, mitad orgánica, llamada a un alineamiento intercambiable: ¿comunismo o fascismo? Qué más da; lo que reclame el momento. Es, en suma, un bonito ejercicio de adanismo, de pies desnudos pisando tierra recién descubierta. Pasados tantos años, chocan la necesidad de ser justos con esas palabras —necesidad acentuada por el hecho de jugar con la ventaja de conocer el resultado— y el imperativo que dicta la prudencia más elemental, que aconseja no tensar en demasía las costuras de la sociedad: el progreso de esa cosmovisión aniquila el espacio ciudadano y ahoga toda política. En esa labor de voladura de puentes los extremismos se dan la mano por debajo del tablero:

«La tercera España empezaba su retirada. “Todo español que no consiga situarse con la debida grandeza ante los hechos que se avecinan, está obligado a desalojar las primeras filas y permitir que las ocupen falanges animosas y firmes”, había dicho Ledesma en La conquista del Estado [3]

Habida cuenta de que el último número de La Conquista del Estado se publicó el 24 de octubre de 1931, podemos fechar este discurso inflamado dentro del corto período de seis meses desde la proclamación de la II República. Una perfecta contribución a la profecía autocumplida. Todo es un exceso: la estigmatización de la prudencia, la apología de las gónadas. Constitucionalismo muscular; la guerra como deporte. Es muy certero el diagnóstico del autor:

«[…] nadie quería una España liberal, moderada y laica, porque le había llegado la hora a una España que, más que republicana y demócrata, tenía que ser fascista o comunista.
»Antes de la catástrofe, antes de que se oyera la voz de Ortega en España con un apodíctico “no es esto, no es esto”, que condenaba a la República en una frase y le pasaba a él a la reserva, antes se vivió la euforia del nuevo régimen, por el que todos lucharon y del que todo se esperaba. Puede decirse, incluso, que todos, hasta las derechas, a excepción de los monárquicos y tradicionalistas, fueron republicanos el 14 de abril de 1931.» [4]

Hay en todo este arranque un regusto de maldición bíblica, de dios implacable que niega a sus hijos dilectos la entrada en la tierra prometida; en realidad, era ficción. No esperaba la tierra prometida sino la tierra de la sangre, la tierra de los hijos animosos que reclamaba Ramiro Ledesma:

«La Gaceta Literaria terminaba cuando empezaba la República. En cierto modo, acababa la literatura y se daba paso a revistas enteramente políticas, como La Conquista del Estado o Arriba, o muy politizadas e ideologizadas como Octubre o Nueva Cultura. Las voces, más juiciosas sin duda, más sopesadas, de la vieja Revista de Occidente o de Cruz y Raya (en las que se publicaron no obstante un gran número de ensayos políticos), empezaban a ser inaudibles frente a un mar cada día más embravecido. Y en este corto período que va de 1931 a 1936, el de la República, los españoles más jóvenes empezaron a pensar en España en términos de victoria, o sea, de guerra civil. O sea, de fracaso.» [5]

Como se ha dicho, la organización del libro depende más de lo geográfico que de lo ideológico, o mejor dicho, lo ideológico cobra notoriedad arraigando en lo geográfico. Los capítulos sobrevuelan los diferentes feudos republicanos y sublevados, y por ellos pasean, o en ellos están atrapados —que de todo hay—, los protagonistas de la historia. Así se nos retratan el Madrid de la resistencia antifascista y de las checas, la Pamplona del cura Yzurdiaga y su revista Jerarqvía, la Valencia gubernamental y del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, el virreinato sevillano de Queipo, la Barcelona de la diáspora, el Burgos faccioso, el exilio parisiense, la Salamanca del Cuartel General. Y en ésta última, la figura enorme de don Miguel de Unamuno.

Entre las adhesiones a los sublevados, ninguna fue motivo de tanto regocijo para ellos como la de don Miguel de Unamuno; un intelectual de semejante talla respaldando sus posiciones representaba todo un aldabonazo y refutaba la idea de que la República monopolizaba los principios del conocimiento, el pensamiento y la cultura, frente a un barbarismo refractario a toda ilustración. Sin embargo, no era don Miguel hombre acomodaticio dispuesto a renunciar a la crítica y la búsqueda de la verdad. Si tomó partido por los sublevados, fue por considerar que la deriva anarquizante de la República era irreversible, y que la única vía para el restablecimiento del orden y la regeneración nacional pasaba por la intervención militar. Conocer de primera mano los usos criminales de sus patrocinados, nos lleva al Paraninfo de la Universidad de Salamanca, en el día 12 de octubre de 1936, y a uno de los discursos más valientes que jamás haya pronunciado español alguno. De éste —cuya lectura íntegra recomiendo— entresaco la réplica al desbarre del general Millán Astray. Entiéndase que no fue un parlamento continuo sino jalonado por múltiples interrupciones, insultos y abucheos de follones exaltados dispuestos a lincharlo allí mismo:

«Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido de ¡Viva la Muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado la vida creando paradojas que provocaron el enojo de los que no las comprendieron, he de decirles, como autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador, entiendo que fue dirigida a él […] El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma […]. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre (no un superhombre) viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él […]. El general Millán quisiera crear una España nueva (creación negativa sin duda) según su propia imagen. Y por ello, desearía ver a España mutilada, como inconscientemente dio a entender […]. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho.» [6]

Dos cosas llaman la atención en este discurso. La primera es la valentía; quizás pueda parecer una tontería retrógrada, pero soy de ese género de personas a quienes la contemplación de un hombre valiente que encara su suerte aún las emociona. Durante la guerra civil, muchos fueron los españoles que pagaron sus ideas con la vida, pero fueron pocos quienes la arriesgaron en el acto mismo de expresarse en un entorno hostil. La segunda es la superación del pensamiento por la realidad. Bastante antes de que sonase la primera descarga de fusilería, España se había inmunizado contra la razón y el derecho. Quizás por desfase generacional, Unamuno parece no enterarse de que ya se había perdido toda posibilidad de convicción, si alguna vez la había habido: recordemos las palabras del embravecido Arconada.

Una buena muestra de romanticismo mal avecindado con la realidad la exhibe, triste y premonitoriamente, en un artículo del año 1934:

«No cabe participar en una guerra civil sin sentir la justificación de los dos bandos en lucha; como quien no sienta la justicia de su adversario —por llevarlo dentro de sí— no puede sentir su propia justicia.» [7]

Quizás lo que don Miguel quería decir es lo que, con más pausa para la reflexión, cuenta en una carta dirigida al escultor Quintín de la Torre, en la que refiere el episodio del paraninfo de la Universidad, escrita ya bajo arresto domiciliario, poco antes de su muerte:

«Yo dije aquí, y el general Franco me lo tomó y reprodujo, que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana. Lo ratifico. Pero desgraciadamente no se están empleando para ello métodos civilizados ni occidentales ni menos cristianos.» [8]

Por esas fechas Unamuno fue un buen ejemplo de cuán caprichosa puede llegar a ser la lotería de Babilonia. Su defección de la República significó que Azaña lo destituyese de todos sus cargos, incluida la rectoría vitalicia de la Universidad de Salamanca. En premio por su apoyo a la causa nacionalista, el general Cabanellas, presidente de la Junta de Defensa Nacional, lo restituye en todos ellos. Diez días después del encontronazo con Millán Astray, el general Franco encuentra tiempo para estampar su firma en un decreto que lo depone definitivamente. Independencia intelectual y guerra, agua y aceite; es sabido.

Otras figuras que también se dejaron caer por el feudo salmantino fueron Ernesto Giménez Caballero y Agustín de Foxá. El primero, fundador de La Gaceta Literaria, se mostró fiel al apetito de vanguardia por el que clamaba Arconada, y terminó evolucionando hacia posiciones de neto fascismo. Ya ha quedado explicado: lo moderno mandaba. Aunque menos encuadrable en el apetito de modernidad y más en el de pura extravagancia fue su posterior evolución. En fecha tan reciente como el 23 de mayo de 1979, bien ingresado en sus años provectos, se puede exhumar una entrevista suya publicada en el diario El País en la que declaraba: «Yo no me arrepiento de haber sido fundador de las Juventudes Socialistas, de haber sido fascista, vanguardista y de estar hoy de vuelta al anarcosindicalismo». [9] Todo un personaje; como se dice en estos casos, de la revolución a la reacción sin parar en la moderación; o viceversa, que también vale.

Agustín de Foxá, hoy apenas conocido, fue en aquellos tiempos escritor muy celebrado por el franquismo. Autor de la que se consideró la primera obra maestra del movimiento, Madrid de Corte a Checa (Salamanca, Jerarqvía, 1938), ocupó sus días, aparte de la literatura, con la diplomacia y el espionaje. Cualquiera que se moleste en buscar fotos suyas verá la estampa de un hombre sonriente y bonachón, cuyas formas pícnicas parecen inhábiles para cualquier rapto enajenado; un ejemplo de que las intuiciones lombrosianas no son fuente de un saber muy cualificado, y de que todos tenemos nuestro momento; aquí uno suyo:

«La nueva España afirmativa, ofensiva, violenta, respeta mil veces más a los rojos que nos combaten cara a cara que a ti, pálido desertor de las dos Españas, híbrido como las mulas, infecundo y miserable.» [10]

Como vemos, todo muy templado; eterno aprecio por la categorización, por el esquematismo mental; por la simplificación, en suma. Destaca Trapiello, con razón, los rasgos esquizoides que exhibe la literatura fascista: en ella la naturaleza intimista y nostálgica de las obras de pura creación convive con la extrema violencia de los textos políticos.

Saltar las líneas y visitar la otra facción en lid es encontrarse un panorama similar; aunque con matices: nunca fue tan homogéneo. La postura de un Miguel de Unamuno sería única y, no nos engañemos, apenas si traspasó los muros de la Academia. Jamás se consintió por los sublevados la publicación de texto alguno que desdibujase la versión oficial. No obstante fueron muchos quienes justificaron las tropelías republicanas bien atribuyéndoselas a bandas de incontrolados —la cuantía de las víctimas y el cartesianismo de los victimarios lleva a pensar que nos encontramos en presencia de una rara variante de incontrolado, caracterizada por actuar con gran control—, bien dándoles un barniz de legitimidad. Quizás se dieron en Madrid los mejores ejemplos de ello:

«La inteligencia tenía que ser también combatiente —nos dirá María Zambrano—. La inteligencia vistió ese traje sencillo de la guerra, ese uniforme espontáneo del ejército popular. Todavía hay quien se extraña. Pero convendría recordarles que en los días del nacimiento de la razón, cuando en Grecia, con maravillosa y fragante intuición, se quiso representar a la diosa de la sabiduría, Palas Atenea, se la vistió con casco, lanza y escudo. La razón nació armada, combatiente.
»Todo, hasta los errores, se realiza bajo el imperio de la necesidad.» [11]

Es lo que tenían los tiempos, que también daban para la proliferación de metáforas bizarras de inspiración grecolatina… y eufemismos donde “error” suplía con prestancia a “crimen”. No debió de parecerles muy convincente su alegato a quienes, en el seno de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, acusaron a María Zambrano de fascista, habida cuenta de su amistad con José Antonio y con Alfonso García Valdecasas, cofundador de Falange Española; acusaciones por las que hubo de poner océano de por medio yéndose a Chile una temporada. Bromas, pocas. Algo parecido se dijo de José Ortega y Gasset, quien alegó coacciones en su firma del manifiesto aliancista en apoyo a la República; aunque versiones sobre ese particular hay para todos los gustos:

«Fue entonces cuando empezó a decirse en los periódicos que la filosofía de Ortega, quien había intentado ya la creación de un vasto Partido Nacional en la República, había señalado el camino al fascismo y que entre sus secuaces se encontraba el mismo José Antonio Primo de Rivera, lo cual no era falso en absoluto […]. Que se denunciase a Ortega como mentor del falangismo era una invitación para que alguien se tomase la justicia por su mano. En agosto de 1936 Julián Besteiro puso al corriente a Ortega, al parecer, de que había gentes que iban a asesinarle, y Ortega, providencialmente, consiguió huir, vía Valencia, llegar a Marsella, y de aquí pasar, después de un mes y medio en Grenoble, a París. Al poco tiempo fue destituido de su cátedra en Madrid. Con todo, corrió mejor suerte que el republicano Melquíades Álvarez, a quien sí asesinaron por esos días en Madrid.» [12]

Tiempo después, repudiada definitivamente la República, expresará de modo concluyente su punto de vista:

«El totalitarismo salvará al liberalismo destiñendo sobre él, depurándole, y gracias a ello veremos pronto a un nuevo liberalismo templar los regímenes autoritarios.» [13]

Si un yerro de juicio de tal calibre siempre sorprende, viniendo de uno de los más grandes pensadores españoles de todos los tiempos no sorprende; empuja a un estado narcótico. Nada resulta comprensible; lo menos, dentro de la nada, el adverbio: ¿pronto? Si la primera persona del plural sirve para integrarse en un sujeto inmemorial, un nosotros que puede transitar sin merma las generaciones, no debería preocuparse don José por el resultado de la guerra, pues hasta el comunismo más sañudo vendría con fecha de caducidad, fuera ésta cifrada en años, décadas o generaciones. ¿Qué quiere decir con desteñir? Porque a fuerza de aplicar lejía no es que se vayan los colores, es que se descompone el paño. No se sabe si el desenfoque es resultado del bloqueo que induce la barahúnda o del cálculo de posguerra que aconsejaba prudencia en el juicio sobre los sublevados. Prefiero aferrarme a la primera hipótesis. Lo resume Trapiello de modo elegante:

«El drama de Ortega, como el de otros, fue ser liberal en un mundo que no aceptaba los liberalismos, obligado, por tanto, a elegir un campo de batalla, cuando ninguno se acomodaba a sus ideas, y, por supuesto, ninguno placía a su naturaleza pacífica, escolástica y especulativa.» [14]

¿Por qué será que al final son los personajes tachados de huraños, de difíciles y aun de elitistas —lo que en una guerra donde la retórica de clase fue munición de curso común, y un marbete de esa guisa bien podía llevarle a uno a visitar un paredón sin billete de retorno— quienes transmiten una imagen más humana y real de la barbarie? Léanse, si no, las sufrientes palabras de Juan Ramón Jiménez en referencia a los poetas de guerra, turistas de frente y demás laya:

«Yo creo que un hombre fuerte todavía, si tiene vocación peleona, debe pelear con los que pelean sin vocación y a la fuerza. Si no, debe quitarse de en medio y no estorbar. No debe ver y llevar a los extranjeros a que vean, como turistas, la guerra y la cuenten como teatro; no debe celebrar con banquetes los triunfos de la muerte; debe alejarse, hacer lo que pueda por todos sin mermarle pan y abrigo ni lugar al que lo hace todo.
»La poesía de la guerra no se escribe, y sobre todo no se escribe desde lejos, se realiza. Poeta de la guerra es el que sufre de veras en la ciudad o el campo, no el que se desgañita en un refugio seguro y cree en la eficacia de su jemido y su llanto resguardado.»
[15]

O aquéllas en que da cuenta de su compromiso inquebrantable con la República; mejor dicho, con el ideal de la República que está más allá de los hombres que la guardan:

«La poesía, como todo lo esencial, es eterna, no se modifica con las circunstancias […]. Hay casos tristes, como el de España, en el que el poeta libre pierde su fe y no sabe qué hacer, si ha visto lo que ha visto de un lado y otro. Pero puede alejarse de las personas, nunca de su ideal, y dará por él todo, su hogar, su trabajo, su vida si es preciso, antes de claudicar.» [16]

Es ese compromiso irrenunciable con el ideal el que lo llevó, estando ya en el exilio portorriqueño, a negarle el saludo a Segundo Serrano Poncela, delegado de Orden Público en Madrid de la Junta de Defensa y firmante de más de una de esas sacas de presos que daban en la fosa común, y al que despachó con la conocida frase «Yo no me he exiliado para darle la mano a un asesino»; [17] suficiente testimonio para acreditar su probidad y vergüenza. Muchos Juan Ramón hubieran sido menester; pero por desgracia sólo hubo uno.

ENLACE A LA SEGUNDA PARTE
——————————
[1] Trapiello, Andrés. Las armas y las letras, Madrid, Círculo de Lectores SAU (por cortesía de Ediciones Destino), 2011, pg. 32.
[2] Ibidem, pg. 39.
[3] Ibidem, pg. 40.
[4] Ibidem, pg.43.
[5] Ibidem, pg. 45.
[6] Ibidem, pg. 56.
[7] Ibidem, pg. 58.
[8] Ibidem, pg. 59.
[9] www.elpais.com.
[10] Trapiello, Andrés. Op. Cit., pg. 76.
[11] Ibidem, pg. 83.
[12] Ibidem, pg. 91.
[13] Ibidem, pg. 95.
[14] Ibidem, pg. 97.
[15] Ibidem, pg. 105.
[16] Ibidem.
[17] Ibidem, pg. 556.

domingo, 10 de diciembre de 2017

XLIX. VIENTO DE CEDRO

No creo que sean las olas
las que reduzcan
nuestros trazos a borrones.

Su débil naturaleza
difícilmente resista
durante el tiempo necesario
a esa turba de zapadores distraídos.

Vendrá la mano indócil del niño
a buscar materiales de obra
armado de cubo y paleta;
el cortejo zigzagueante de las gaviotas
arrastradas de su estómago e instintos;
el paso decidido del lebrel
en pos del palo y la palmada del amo;
la pareja de novios
que dé fugaz registro de su amor
con la punta del paraguas.

Y bien venidos sean.

Todos denunciarán
la lentitud de las mareas,
la inutilidad del estrago
en lo que ya no es nada.

Pero allí quedará la arena
esperando que alguien
de nuevo
                                 la acaricie.

domingo, 26 de noviembre de 2017

XLVIII. VIENTO DE CEDRO

Palpitan las venas en soledad;
telarañas sin huésped ni casero,
restos de un naufragio polvoriento
que ha sumido su celada
en inútil ardid de paciencia;
hoy abrazan el aire circundante
y mesan los flecos del silencio,
custodiando la fría eternidad.

Pura inercia atrapada en una forma
entre el trillón de posibles formas
                                            de no ser.

Un sarcófago de tejidos
que desliza su masa por las calles,
conjuga convenciones
y malversa el tiempo,
ajeno a ese fuego que mata
sin el que no es dado alcanzar
la sola forma
entre el trillón de posibles formas
                                            de ser.

domingo, 19 de noviembre de 2017

IV. CARTA DE LORD CHANDOS. HUGO VON HOFMANNSTHAL


Dedico esta entrada a una de esas rarezas literarias cuyos abundantes estudios e interpretaciones, desde los campos más dispares del saber, no han contribuido en un ápice a su conocimiento por el gran público; ni al de la obra ni al del autor, que sigue siendo casi un desconocido por estos pagos. No me mueven la intrepidez ni la vanidad; donde han fracasado sesudos intelectuales como Du Bos, Sweig o Kovacsics, sería de iluso pretender mejor fortuna aupado por una bitácora tan humilde como ésta e iluminado con entendederas más tenues que las suyas. La razón fundamental de mi interés por ella estriba en su carácter único como testimonio de renuncia a la creación poética.

Desde el alba de los tiempos habrán sido miles los poetas que hayan sentido extinguirse en su interior la llama de la creatividad y muchos más los que hayan visto cómo ésta declinaba hasta quedar reducida a un mero espectro de sí, que sobrevivía —aunque lo más correcto sería decir subvivía— como mero apéndice de la costumbre, siempre orillando el filo de precipitarse por la dolorosa coda del autoplagio. Aunque no es pacífica la interpretación de que Ein briefUna Carta, título original con que se publicó en el diario berlinés Der Tag los días 18 y 19 de octubre de 1902— sea la esquela con que un poeta se despide para siempre de su arte, sí son muchos quienes así lo consideran, y es inobjetable que a partir de ella Hofmannsthal muda la impronta con que sella sus obras, que evolucionan de un ser medularmente lírico hacia uno dramático. Opinión muy cualificada en este sentido es la de uno de sus mayores admiradores, Stefan Sweig:

«Y nada honra tanto el respeto de Hofmannsthal por las leyes inmanentes y no reversibles de la edad en el arte, como el que, más tarde, nunca intentó reproducir artificialmente, con recursos del oficio, ese mágico estado de los comienzos, nunca intentó fingir una ebriedad que ya no estaba en su alma ni en su sangre. Y quien desee comprender la íntima resolución de esta renuncia y su honda significación, debe leer aquella imperecedera página de prosa que es la imaginaria Carta de lord Chandos, donde Hofmannsthal explica parecido fenómeno espiritual de inversión con maravillosa claridad psicológica. Ningún poeta se desprendió más honestamente que el Hugo von Hofmannsthal maduro y obsecuente a las leyes supremas de ese milagro del Hugo von Hofmannsthal que él mismo fue.» [1]

Es más, el propio autor sembró su paso con alguna que otra miga que permite alimentar la tesis de la renuncia; así en una carta dirigida a Leopold von Andrian [apud Kovacsics, Adam], escribe:

«En cuanto a todo aquello que criticas, sólo quiero poner una objeción. Dices concretamente que no debería haber utilizado una máscara histórica para mis confesiones o reflexiones, sino que debería haberlas presentado de forma directa. Yo, sin embargo, partí del extremo opuesto. En agosto hojeaba a menudo los ensayos de Bacon; la intimidad de aquella época me resultaba encantadora. En mis ensoñaciones, me sumergí en la manera en que la gente del siglo XVI percibía la antigüedad, y me entraron ganas de hacer algo en ese tono; sólo luego se añadió el contenido, que tuve que extraer de una vivencia propia, de una experiencia viva, para no parecer frío.» [2]

Una Carta se remite por un noble apócrifo Felipe Lord Chandos, hijo menor del conde de Bath, a Francis Bacon, político, ensayista y filósofo, padre del empirismo británico que revolucionó los fundamentos epistemológicos del conocimiento allanando el camino para la ciencia moderna. En ella Chandos, que ha abandonado el fragor metropolitano buscando el sosiego del estanciero, se disculpa ante su amigo por los dos años de silencio en que no ha dado señales de vida, y en los que ha renunciado a la actividad literaria que parecía llamada a proyectarlo a las más altas glorias. El motivo de su reclusión campestre y abandono de las letras se encuentra, resumidamente, en la quiebra de su relación con las palabras; éstas han dejado de ser un instrumento apto para la descripción de la realidad circundante, análisis de la información que brindan los sentidos y emisión de juicios morales. El único camino que Chandos considera abierto es, por exclusión, el silencio. La elección del destinatario de la carta no parece casual; Bacon dedicó más de una página a la teoría de los prejuicios, con una denuncia expresa del lenguaje impreciso como obstáculo para el conocimiento.

Chandos dedica la introducción de su relato al breve repaso de su obra literaria y de los planes que bullían en su interior antes de la crisis; no se tratan estos últimos de ligerezas sino de proyectos ambiciosos dirigidos a obras aglutinadoras de saberes muy amplios:

«A los veintiséis años me pregunto si soy yo quien escribió, a los diecinueve, El Nuevo París, La Dafne, El Epitalamio, poemas pastorales que vacilan bajo el manto suntuoso de las palabras y que una reina celeste y algunos señores demasiado indulgentes se dignan recordar todavía […] Ni siquiera pude captarlo al pronto como una imagen familiar de palabras reunidas: necesité comprenderlo palabra por palabra, como si viera por primera vez esa combinación de vocablos latinos. ¿Cómo es posible? Y sin embargo soy yo y hay retórica en estas preguntas, retórica propia de mujeres o de la Cámara de los Comunes, cuyas capacidades hoy sobreestimadas no bastan sin embargo para penetrar en el fondo de las cosas.» [3]

Lo primero que llama la atención, aparte de la referencia machista a la huera retórica de las mujeres y el desprecio por el incipiente parlamentarismo —ambos disculpables tratándose de un personaje noble de principios del siglo XVIII— son los términos intrínsecamente contradictorios en que Chandos presenta su caso. Toda su narración gira en torno a la idea de pérdida del verbo, y sin embargo, esa ruptura del encantamiento del lenguaje se evacúa en un discurso de elocuencia casi pomposa. No parece fácil conciliar la idea de que haya poemas pastorales vacilando bajo el manto suntuoso de las palabras con la idea de tener que leer un texto propio palabra por palabra porque se haya derogado mentalmente toda conexión sintáctica entre ellas. Aceptémoslo como una licencia.

Como ya se ha dicho, los planes literarios de Chandos que quedan arrumbados por la crisis no son precisamente modestos. Describen, en un sentido puramente formal, una trayectoria paralela al método inductivo–deductivo que pretende Bacon para las ciencias: tomar como punto de partida el dato empírico e intentar desentrañar la ley general que lo describe; no obstante, la realidad sensible que maneja Chandos se ve rápidamente constreñida por la erudición libresca y el símbolo. Su punto de partida, el reinado de Enrique VIII, es positivo; no en el sentido de ejemplo de gobierno feliz, sino en lo que tiene de hecho, de experiencia tangible susceptible de estudio:

«En efecto, yo quería describir los primeros años del reinado de nuestro glorioso soberano Enrique VIII. Las notas dejadas por mi abuelo, el duque de Exeter, sobre sus negociaciones con Francia y Portugal me ofrecían un a modo de base.» [4]

Sin embargo, estos hechos se ven inmediatamente eclipsados por la mitología antigua; ahogados por Narcisos, Proteos, Perseos y Acteones, avanzan en tránsito hacia una explicación fantasiosa de los fenómenos mundanos más desconectados que se pueda imaginar:

«Yo quería descifrar las fábulas y mitos legados por los antiguos que llenan a pintores y escultores de un placer sin límites y sin reflexión; descubrir bajo esos jeroglíficos la sabiduría secreta, inagotable, que a veces me parecía llegar hasta mí como un soplo a través de un velo […] Pensaba en hacer una colección de Apotegmas, como Julio César: recordaréis que Cicerón lo menciona en una carta. […] Quería describir luego la disposición de fiestas y representaciones de singular belleza, crímenes y casos de demencia extraordinarios, los edificios más grandes y originales de los Países Bajos, Francia e Italia, y muchas cosas más. La obra debía tener por título: Nosce te ipsum.» [5]

Chandos parece militar en una epistemología contaminada de escolasticismo, conforme a la cual la realidad sensible es una función de las palabras, o más propiamente de las relaciones entre las ideas, y en la que el argumento de autoridad es definitivo. La función del erudito, y que él se autoimpone, es la conversión del mythos en logos, exprimiendo la neblina simbólica no para obtener hechos singulares que puedan ser más o menos veraces sino la verdad íntegra. Cuando se infiltra la duda sobre la potencia de la palabra, todo su edificio conceptual se derrumba dejando tras de sí una pregunta fatal: ¿Quién es el hombre para hacer planes? [6]

Esta pregunta aparentemente inocua es sumamente reveladora, porque implica una impugnación de toda la arquitectura conceptual del liberalismo burgués al que por origen pertenece Hofmannsthal, y cuya clave de bóveda es la afirmación de la libertad de la persona. Cuestionar la capacidad del hombre para regir su destino implica poner en vilo toda titularidad jurídica, toda legitimación política, toda vocación de acción histórica; implica, en suma, encerrar al hombre en la cárcel de las identidades colectivas y los mitos que las sancionan. Y esta maraña conceptual es la que se insinúa con la pregunta, y se eleva a nudo gordiano por la tirantez con que se traba con algunos elementos más.

El primer lugar la propia naturaleza de la burguesía austriaca como expresión de un proyecto revolucionario fallido. A diferencia de lo ocurrido en Francia, esta clase social emergente no consigue implantar un Estado propiamente liberal que se adecúe a sus demandas; queda relegada a una función subalterna de la aristocracia y sobre todo de la realeza, y ve cómo sus intereses económicos y políticos permean las estructuras administrativas del Estado a una velocidad lenta, que lastra su capacidad para competir en un mercado cada vez más exigente. Para el momento en que Hofmannsthal llega a su madurez, el Imperio Austrohúngaro es una reliquia histórica que espera, a la deriva, el torpedo que la mande a pique. Paradójicamente, esa decadencia política se enmascara con uno de sus momentos de mayor esplendor cultural. Pero no nos engañemos; Klimt, Klee, Rilke, Otto Wagner, Musil, Mahler, Schönberg, Kafka y tantos otros no representan la cultura del conocimiento científico llamada a gobernar el mundo y forjar imperios, sino la del escapismo creativo. Es en el artificio artístico que aspira a una realidad paralela colmada de sentido donde mejor pueden comprenderse los anhelos de Hofmannsthal y su sosias, Chandos.

Otro elemento que coadyuva en su desconcierto personal es la evolución de la sociedad. En un período de tiempo relativamente corto el eje de la actividad económica se desplaza de la agricultura a la industria, propiciando la decadencia definitiva de la aristocracia y el ascenso de una clase social nueva, pronta a organizarse y fuente de una conflictividad social desconocida hasta entonces, el proletariado. Su presencia remodela las ciudades, las desordena y expone al burgués tradicional a la convivencia con la suciedad y el peligro. No es de extrañar la vocación hostil a la urbe que exhibe la reacción romántica. Su exaltación de la naturaleza y del simbolismo neogótico no son más que intentos por elaborar un espacio idílico que recree la pureza perdida, y en el que la sublimación de lo popular es una añagaza para disipar las tensiones de clase en una fantasía unitaria y corporativa, donde cada persona conozca bien cuál es su sitio y a él se sujete.

Y, por fin, la madurez de los medios de comunicación, responsables en último término de la creación de un ente virtual, la opinión pública, que no por más vaporoso es menos influyente. Estos elementos contribuyen a un cuadro general de desorden. Las sociedades se vuelven esquizofrénicas; fundadas sobre principios individualistas, ceden a las dinámicas de masas; y el hombre, sobrexpuesto a los estímulos, ya no obedece tan dócilmente a los requerimientos de la razón sino que combina su ser racional con otro ser psicológico para forjar una personalidad mucho más dispar, inestable e impredecible.

Éste es el magma que sabrán explotar los totalitarismos, y que una persona despierta y sensible, como el Hofmannsthal de principio de siglo, puede intuir. No extrañan las fechas. Una Carta se publica en 1902, tras la muerte de Victoria I de Inglaterra, que cierra un período reformista de relativa tranquilidad; mientras que la ficción se desplaza al 22 de agosto de 1603, es decir, a escasas fechas de la muerte de Isabel I, con la que también culmina otra época de estabilidad que precede a las pugnas políticas entre Corona y Parlamento que caracterizarán los reinados de la dinastía Estuardo, y que se rematan con la cabeza de Carlos I separada del resto del cuerpo. En este contexto de fin de ciclo, de angustia existencial por un cambio que arrumba el estado de cosas que se tiene por natural, es en el que hay que situar la renuncia de Chandos y su juicio sobre la inutilidad de imponer orden de inspiración latina a aquello que no lo acepta:

«Salustio me infundía, por canales libres de todo obstáculo, el conocimiento de la forma, de esa forma profunda, real, interior, que no se presiente hasta no haber franqueado la barrera de los artificios retóricos, forma de la que ya no puede decirse que ordena la materia, pues en realidad la penetra, la levanta y crea, a la vez, poesía y verdad; contraste de fuerzas eternas, algo magnífico como la música y el álgebra. Tal era mi plan favorito» [7]

Con estas palabras, el Chandos anterior a la crisis va un poco más allá de lo que sus planes literarios apuntan. No se trata de que el erudito racionalice la información, la ordene y enriquezca con conexiones no evidentes para el lego; sino de que la realidad parece responder a un orden previo que lleva inserto dentro de sí antes de darse, como un código genético, del cual el mundo sensible no sería otra cosa que una prolongación fenotípica, por seguir con el símil biológico. Los datos que brindan los sentidos importan una experiencia unitaria:

«En resumen: todo lo que existe lo concebía entonces como una gran unidad, sin antítesis entre el mundo espiritual y el material […] en todo sentía presente la naturaleza […] Y yo mismo estaba en toda la naturaleza; cuando, en mi cabaña de caza, gozaba de la leche tibia y espumosa que una muchacha de cabellos enmarañados recogía, en un cubo de madera, de la ubre de una vaca de ojos dulces, no sentía otra cosa que cuando, sentado junto a la ventana de mi study, absorbía el alimento suave y humeante que mi espíritu encontraba en un infolio.» [8]

Como se ve, Chandos vive una realidad marcada por la atenuación del yo, por la voladura de fronteras entre sujeto y objeto que desemboca en una suerte de ubicuidad mental. Cada elemento separado confluye en una singularidad; cada parte es punto de conexión con el todo, fuente potencial de metáfora:

«[…] en todas partes estaba en medio de todo, nunca encontraba algo que sólo fuera apariencia. O bien presentía que todo era parábola y toda criatura una clave de las demás, y ejercitaba mis fuerzas en captarlas una después de otra para hacerme revelar por cada una todas aquellas cuyo secreto conociera.» [9]

Y éste es el punto en que la Carta da cuenta del presente y se vuelve más confusa. El autor quiere convencernos de que su día a día se desenvuelve en la más profunda apatía y ausencia de estímulo; pero se desdice al punto con la relación de unos estados febriles que no resultan nada fáciles de discriminar de esos otros episodios de simbiosis con la naturaleza que acabamos de referir, y que tan significativos le resultaban. Vayamos por partes, y empecemos por la explicación que él suministra de por qué se ha mudado su estado de ánimo:

«En resumen, mi caso es el siguiente: he perdido por completo la facultad de seguir ordenadamente, con el pensamiento o la palabra, un tema cualquiera. Al principio se me hizo imposible hablar de cosas elevadas o generales por medio de términos de los cuales todo el mundo, sin embargo, se sirve corrientemente. Sentía una desazón inexplicable al pronunciar las palabras “espíritu”, “alma” o “cuerpo”. Descubría en mí una incapacidad íntima para emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los incidentes del Parlamento o cualquier otra cosa […] pero las palabras abstractas, que la lengua debe emplear forzosamente para expresar un juicio cualquiera, se me hacían polvo en la boca como hongos podridos.» [10]

Tal y como presenta su caso, Chandos vive inmerso en una crisis conceptual. Las palabras que se emplean de ordinario para enunciar las proposiciones más sencillas quiebran su función, se le deshacen en la boca como hongos podridos. Como no puede servirse de las palabras, no puede ordenar la información y la emisión de juicios se suspende. En el pasaje que sigue, este conflicto interior se plasma de modo mucho más nítido:

«Me ocurrió que al reprender a mi hija de cuatro años, Catalina Pompilia, culpable de una mentira pueril, y al tratar de inculcarle la necesidad de ser siempre veraz, las ideas que afluían a mis labios adquirieron de pronto colores tan centelleantes y se fundieron de tal modo las unas en las otras, que me apresuré a desenmarañar como pude el final de mi frase, pues estaba embargado como por un desasosiego físico.» [11]

La naturaleza inútil del lenguaje borra la línea que separa la verdad de la mentira. Su hija miente en los términos en que convencionalmente empleamos ese verbo, es decir, su palabra falsea su conocimiento o su pensamiento. Cuando Chandos pretende amonestarla porque la mentira violenta el orden moral, tropieza con un obstáculo que él considera estructural: si el vehículo con que el hombre se relaciona con el mundo es la palabra, el resultado no puede ser más que el desajuste con la realidad, es decir, una forma de mentira; ésta podrá ser moralmente disculpable, pero la vía para alcanzar el conocimiento y trasmitirlo está obliterada en cualquier caso. La repercusión moral de tal revelación es devastadora; sin posibilidad de acreditar los hechos fehacientemente, la frontera entre el bien y el mal se torna lábil:

«Hasta en las conversaciones familiares más cotidianas, todos los juicios que se expresan a la ligera, con una seguridad de sonámbulo, me inspiran tantas dudas que he debido renunciar a tomar parte en esas conversaciones. Me dominaba una cólera inexplicable, y que apenas podía disimular, al oír decir, por ejemplo: “El asunto se terminó mal o bien para éste o aquél; el sheriff N. es un mal hombre, el predicador T. es bueno; ¡Pobre el granjero M.!, sus hijos son unos manirrotos; tal otro es digno de envidia, pues sus hijas son económicas; tal familia sube en la escala social, tal otra, en cambio, se degrada.” Todo esto me parecía lo más indemostrable, falaz e inconsistente del mundo.» [12]

Pese a que el grueso de sus esfuerzos está orientado a mostrar las minusvalías del lenguaje, Chandos, como de pasada, brinda a continuación y de modo más nítido la clave que explica, desde mi punto de vista, el porqué de su colapso intelectual. Así cuando relata:

«[…] así veía ahora a los hombres y sus acciones. Ya no conseguía percibirlos con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se descomponía en fragmentos que se fragmentaban a su vez; nada conseguía captar por medio de una noción definida.» [13]

Chandos es víctima de un caso agudo de hipersensibilidad. Pareciera que sus sentidos suministraran un exceso de información que atomizara la realidad. Ese desbordamiento sensorial lo arrastra a una especie de tormento borgiano en que, a modo de Funes el memorioso, registrara cuanto le rodea hasta en los más nimios detalles. [14] La impresión sensorial resultante es tan genuina en intensidad y forma que desborda el lenguaje convencional, y reclama carta de naturaleza mediante la erección de un ideograma propio. Pero como carece de este arbitrio, ha de recurrir al principio rector anejo al lenguaje convencional y el mundo deviene incomprensible. Obsérvese su obsesión por el orden; más en concreto, por limitar las ideas para generarlo:

«Traté de huir de esta situación y refugiarme en el mundo espiritual de los antiguos. Evité a Platón, pues temía el peligro de su vuelo hacia el mito. Quería apegarme sobre todo a Séneca y a Cicerón. Esperaba sanar en la armonía de sus ideas limitadas y ordenadas. Pero no llegué hasta ellas. […] En medio de ellas fui presa de un sentimiento espantoso de soledad: me sentía como un hombre encerrado en un jardín donde sólo habitaran estatuas ciegas; tuve que huir al campo raso.» [15]

La renuncia al lenguaje comporta incomunicación, y ésta lleva indefectiblemente al sentimiento de soledad. Como vemos, el escapismo campestre se presenta como una opción razonable para alcanzar la paz espiritual. Sin embargo, Chandos nos refiere a continuación una serie de lances en que la contemplación de estampas en principio inanes y cotidianas, como un perro tomando el sol, un rastrillo abandonado en la mies, una casita campesina, le inducen un estado febril de emoción, no exento —y ésta es la parte en que Una Carta me parece más embarullada— de plena significación:

«[…] en mí y alrededor de mí siento contrastes arrobadores, infinitos, y no hay ninguno de los objetos, entre los cuales juegan estos contrastes, con el cual no pueda fundirme. Me parece entonces que mi cuerpo se compone de cifras que me dan la clave de todo, o bien que podríamos crear entre nosotros y toda la existencia relaciones nuevas, fecundas en presentimientos, si nos pusiéramos a pensar con el corazón.» [16]

¿En qué radica la diferencia entre estos clímax estáticos y aquellos otros anteriores a la crisis respecto de los que exponía que en todas partes estaba en medio de todo y toda criatura era una clave de las demás? Fuera del registro puramente sentimental que implica encomendar el raciocinio al corazón, la verdad es que no queda muy claro. Por dejar reseña de algún matiz, lo primero sería la pérdida de continuidad en la sensación: no todo cuanto le rodea es fuente de revelación; más bien lo contrario, esa potencia reside en muy pocos objetos. Lo segundo, la pérdida de las conexiones simbólicas en red: el sujeto se funde con objetos particulares sin que éstos aporten puentes simbólicos que lleven a otros objetos. Lo tercero, la preterición de las creaciones humanas más elaboradas: antes el significado surgía lo mismo de lo natural y lo humilde que de lo sofisticado; ahora el resorte que dispara esa comunión espiritual parece refractario a la gran cultura. Y, por último, la irrelevancia de la voluntad: el mecanismo de conexión opera de modo autónomo; Chandos puede concentrarse en aquellos elementos que lo propician y desdeñar los que lo inhiben, pero sin garantía de éxito alguna:

«[…] mi ojo se detiene largamente en los feos perrillos o en el gato que se desliza, elástico, entre los tiestos de flores, y que, de todos los objetos mezquinos y groseros de la vida campesina, busca aquél cuya forma sin apariencia, cuya actitud inadvertida, cuya muda esencia pueda llegar a ser la fuente del éxtasis enigmático, sin palabras y sin límites. Pues la felicidad innominada brotará más bien del fuego de un pastor lejano y solitario que de la contemplación del cielo estrellado; más bien del chisporroteo de un último grillo antes de morir, cuando el viento de otoño persigue ya las nubes del invierno sobre los campos desiertos, que de los sonidos majestuosos del órgano.» [17]

Y quizás lo más relevante sea la dirección en que operan las líneas de fuerza del significado. Cuando el Chandos anterior a la crisis se refería a sí mismo en medio de todo parece apuntar a una virtud proyectiva; Chandos sale de sí para ingresar en una unidad conceptual previa en la que encuentra razón. Por el contrario, tras la crisis, el todo del que habla es mera coartada para un desenlace introspectivo en que se impone una razón endógena que no discurre a través del filtro de los conceptos sino de un modo inmediato, en una suerte de misticismo, es decir, la fusión es más aparente que real:

«El todo es un pensamiento afiebrado, pero un pensamiento cuya expresión es más inmediata, más fluida, más ardiente que las palabras. Son torbellinos; pero no parecen, como los torbellinos de palabras, llevar a lo insondable; me hacen penetrar en mí mismo, en el seno más profundo de la paz.» [18]

En cualquier caso, queda patente su obsesión por la faceta instrumental de las palabras. Al vivir inmerso en un mundo de sensaciones fragmentarias, capta de primera mano las limitaciones del lenguaje convencional. El resultado es el confinamiento en una aporía: si usa de éste, resulta impreciso, cuando no falaz. Si construye su propio código basado en un vínculo privado entre la palabra y su experiencia individual, el resultado proscribe al conjunto de la humanidad porque el lenguaje es, por definición, un bien de dominio público. Como no puede resolver este problema Wittgensteinano, opta por el silencio:

«Quiero decir que la lengua en la cual me sería dado, quizá, no sólo escribir, sino pensar, no es el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de la que no conozco ni una palabra, una lengua en la que me hablan las cosas silenciosas y en la que yo deba un día, tal vez, desde el fondo de la tumba, justificarme ante un juez desconocido.» [19]

El fracaso de la palabra, su crisis y pérdida, puede interpretarse como símbolo del orden fallido. No se pierden las palabras; se pierden las relaciones sobre las que se cimientan y, sin ellas, todo es voz hueca. Nunca sabremos cuánto de Hofmannsthal se trasvasa a Chandos; pero hay en toda la obra un regusto de epitafio. Si ese trasvase fuera caudaloso, parecería el réquiem por un sistema político, social y nacional, fundado en una razón cuya fuerza remite, que no aporta respuestas satisfactorias a las inquietudes del hombre nuevo. Su reacción tiene visos místicos; ese hombre nuevo vislumbra que bajo el orden en crisis bulle una realidad aprehensible únicamente por el sentimiento, frente a la que queda inerme y debe claudicar.

Hay en el relato de Chandos una nota de decadencia, de derogación de toda idea de progreso y trabajo; él mismo nos detalla el tedio que le produce su jornada, el extrañamiento que le provocan sus aparceros y el arquitecto que supervisa las obras del ala nueva de su casa, y los esfuerzos con que a duras penas logra salvar las apariencias. Su tentativa tiene características que la emparentan con el escapismo romántico. La desconfianza en la razón ordenadora, la exaltación del sentimiento como fuente de racionalidad paralela, la búsqueda de una nueva verdad de fundamento individual, el sentimiento de soledad y cierta resignación frente al sufrimiento, la fusión con la naturaleza entendida como terra ignota custodia símbolos, el rechazo del saber clásico y la sobrevaloración de lo popular. Es, en cierto sentido, la línea de mercurio de un termómetro bien significativo: a los pocos años de su publicación, el mundo que Hoffmannsthal conoció desaparecerá para siempre aplastado por dos guerras mundiales, a las que el nacionalismo esencialista de inspiración romántica contribuyó con todo lo que pudo.
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[1] Sweig, Stefan. El misterio de la creación artística, Madrid, Ediciones Sequitur, 2015, pg. 47.
[2] Kovacsics, Adam. Guerra y lenguaje, Barcelona, Acantilado, 2007, pg. 12.
[3] Hofmannsthal, Hugo von. La Carta de Lord Chandos, Buenos Aires, Revista Sur, Nº 163 (Año XVI–Mayo), 1948, pag. 30.
Los interesados disponen de una versión completa del texto en www.parnaíso.cartadelordchandos.es.
[4] Ibidem, pg. 31.
[5] Ibidem, pg. 32.
[6] Ibidem, pg. 31.
[7] Ibidem, pg. 31.
[8] Ibidem, pg. 32.
[9] Ibidem, pg. 33.
[10] Ibidem, pg. 33.
[11] Ibidem, pg. 34.
[12] Ibidem, pg. 34.
[13] Ibidem, pg. 35.
[14] «Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado.» (Borges, Jorge Luis. Ficciones, Madrid, Alianza Editorial, 1992, pg. 129).
[15] Hofmannsthal, Hugo von. Op. Cit., pg. 35.
[16] Ibidem, pg. 38.
[17] Ibidem, pg. 39.
[18] Ibidem, pg. 40.
[19] Ibidem, pg. 40.