domingo, 19 de febrero de 2017

XXXV. VIENTO DE CEDRO

No son ya los sórdidos arsenales
donde millones de ánimas
lubricadas con pulso disciplinado
esperan a que el oro decrete
acción.

No es ya la gloria de tantos tiranos
violando a golpe de cincel
el pudor mineral de las piedras
hasta el molde exacto que su gesto
salmodia.

No son ya las montañas de basura
cuadradas con precisión egipcia,
que según longitud y latitud
un ejército de pies descalzos
compacta.

No son ya las ubicuas mezquindades,
aupadas por uso a la normalidad,
que con lenta, firme, implacable
muela de obituario carroñean
los días.

Es ser un tonto atrapado en la inercia
de reírse solo para hacer pantalla;
son las vetas de carcoma en el alma
que abre la certeza de malgastar
tu amor.

domingo, 12 de febrero de 2017

II. BLUES DE EL COTO


EL SEBAS Y LADISLAO

El Sebas luce una gorra de cuero con visera, cuya badana deja escapar una greña gris que no ha visto el peine en años. El Sebas puede cambiar de pantalón, jersey o camisa, pero lo que ni de coña mueve de su atuendo es una chupa negra con el bordado del Sad Wings of Destiny de los Judas Priest en la espalda. La chupa, que ya ha visto de lo suyo, ha ido perdiendo las tachuelas de metal de los brazos a medida que el Sebas iba perdiendo los piños de la boca; y ahora, donde sus mangas brillaban como una loriga bien bruñida cuando les daba el sol, exhiben un pellejo pelado y triste que sólo se tiñe con rastros de mugre. A su lado, siempre sin correa, siempre libre y siempre porque le sale del cimbel, marcha Ladislao, un perro ratonero hijo de mil padres, que un buen día apostó por el Sebas como compañero en eso de buscarse la vida; y sin que quede claro quién adoptó a quién, allí se quedó. El Sebas estaba sentado en uno de sus parquecillos preferidos tomando el sol y echándose al coleto un bocata de mortadela, cuando el chucho —que por aquel entonces ni se llamaba Ladislao ni leches— apareció de la nada paseando su parche careto y su rabo roto, y se sentó al lado del Sebas sin decir ni guau. Cuando uno de los parroquianos del barrio que conoce al Sebas de toda la vida echó en su cuenco limosnero la purria de céntimos que le llegó con la vuelta del pan, el perro ladró solícito y pegó unos cuantos saltitos alrededor del buen samaritano. Al Sebas le hizo gracia el volatín y cómo la parte descolgada del rabo giraba cual si fuera el aspa de un helicóptero; así que correspondió a la pirueta canina con media loncha de mortadela, y desde entonces comparten estrellas en agosto y cajeros de banco y edredones de cartón en febrero. A Ladislao, un perro milhostias que de tonto no tiene un pelo, le quedó claro que había alguna relación oculta entre las monedas que caían en el cuenco y las lonchas de mortadela que engullía, de modo que nunca ha dejado de saludar con cortesía la liberalidad de los transeúntes; más aún, ha ido refinando su repertorio y en ocasiones se vuelca con las patas hacia arriba, y no falta quien se avenga a rascarle la panza, que siempre es fuente de placer añadido.
El Sebas se mueve por la ciudad empujando un carrito de bebé reconvertido, en cuyo capazo embaúla su vida junto con los restos de mil naufragios que recupera de los contenedores de basura. En los días de vagancia, Ladislao se sube a la grupa del carro para que lo paseen por la patilla mientras olisquea el fruto de los rescates más frescos, avizorando lo que pueda ser de su incumbencia, o sea, todo. El Sebas marcha despacio; quedó atrás vivir con las nalgas prietas sobre la montura, cuando la abstinencia roía sus entrañas, cuando pegar palos medio ciego impedía recordar la jeta de las víctimas, y no faltaban camellos que lo habían convertido en la niña de sus ojos y querían estamparle la crisma contra algún coche despistado para cobrar del seguro. La heroína era un patrón muy severo y el Sebas tenía por buen consejo no demorarse en tonterías, no frecuentar los mismos trayectos y mantener la barba sobre los hombros. Al Sebas le gustaría borrar al Sebas que fue, pero para eso debería empezar por recordar al Sebas que fue, la sombra que se evapora en una agujero negro de memoria que abarca la mitad de su vida. Cuando esas nubes le rondan por la mollera, sus encías casi desnudas se tensan y sorben sus labios y su pensamiento a un abismo gutural del que sólo pueden rescatarlo los aullidos de Ladislao; el chucho olfatea en su alma como en una meada fresca cargada de feromonas, le extiende una de las patas delanteras sobre el regazo, frota su trufa con la mejilla de su amigo y le ayuda a rescatar al escéptico que lleva dentro para que éste acepte que el pasado no tiene vuelta de hoja y que toda tortura es inútil.
El Sebas y Ladislao frecuentan la iglesia de San Nicolás, aunque lo correcto sería decir que frecuentan el portal de la iglesia porque pisar el interior no lo han pisado nunca, por más que el párroco, aburrido de absolver neurosis de beata y pajas de niñato con acné contra rembolso de avemarías, le haya animado a confesión cien veces y ofrecido plato caliente doscientas. El Sebas declina con finura cada invitación, para quedarse de plantón en la puerta haciendo gala de su papel institucional como yonqui superviviente de mil batallas marginales, animando las limosnas con un cartel de ribetes bíblicos currado al efecto: «No dirás falso testimonio ni mentirás. Pido pa vino, y mortadela (pal perro)». Los domingos y fiestas de guardar la cosecha suele ser más pródiga y, junto con el vino y la mortadela, queda alguna perrilla para chocolate de comer, chocolate de fumar, batidos de cacao y pilas para su walkman Panasonic Auto Reverse. Por qué funciona ese trasto viejo con la tapa rota y mal sujeta con una tira de cinta americana es un milagro que sólo puede competir con el porqué suenan aún las cintas de los Judas que el Sebas le da de comer.
Los días soleados es fácil toparse con el Sebas en su parque favorito. Cuando ya se ha pegado el lingotazo de metadona y algún tiento al tetrabrick de peleón, si está inspirado se enchufa los cascos y sus dedos enfilan hacia el solo de guitarra de todos los tiempos, bailando sobre las molduras de plástico del bote de Cacaolat como si los surcos fueran trastes en el mástil de una Gibson Flying V. Ladislao acompaña las sesiones de guitarra de plástico del Sebas moviendo rítmicamente la cabeza al compás de una música que jamás ha escuchado pero que sabe que le gusta. Cuando algún paseante se detiene por curiosidad a contemplar el cuadro, el Sebas interrumpe su descarga, levanta la mano de punteo con su púa imaginaria y brinda por el Rock & Roll con su sonrisa mellada.
El jueves pasado se acercó a verlo Agustín, un amigo de la infancia que visita a su madre en una residencia de ancianos del barrio, con el que iba de crío a la campa en que hacían prácticas de tiro los soldados a buscar los casquillos que se perdían y pescar renacuajos en el regato. Agustín es un tío legal que siempre saluda, le dice que se cuide, acaricia a Ladislao en las orejas y afloja unos euros que vienen la mar de bien; y el Sebas, para provocar, siempre contesta que se los fundirá en vino y que AC/DC —el grupo favorito del Agustín quinceañero, cuyos discos de vinilo llevan aparcados en casa de su madre cuatro lustros sin que ninguna aguja los hiera— no son un grupo sino una industria y que «¡Los Judas, Agus; los Judas!».
El sábado por la mañana llovió, y el corazón cansado del Sebas dejó de latir en silencio dentro de un cuerpo que se acurrucaba en un portal al lado de un perro. Antes de que la primera vecina diese la voz de alarma, Ladislao temblaba; aún más fuerte cuando llegaron las urgencias y la policía con sus sirenas inútiles. Al segundo se fue congregando una nube de curiosos, y mientras el médico certificaba que lo único que se movía en el pecho del Sebas era la cinta que giraba en su walkman Panasonic Auto Reverse, el chucho forcejeaba contra la muralla de piernas intentando acercarse a su amigo.
Cuando el lacero municipal lo trincó por el cuello y lo encerró en el furgón, Ladislao rompió a aullar con las patas delanteras apoyadas contra la pared de su cárcel, en dirección hacia la fuente del trajín donde su amigo era el protagonista involuntario. No aullaba por el mordisco incandescente del lazo, ni por miedo, ni porque intuyese el final de los ágapes con mortadela. Ladislao aullaba porque sin que sus aullidos guiaran al Sebas, sin que su trufa se apoyase en su mejilla inerte, éste jamás lograría escapar de la fosa por la que un bordado de alas tristes sumió su destino cuando todavía era un chaval. Ladislao extendía sus patas cuanto podía en dirección al Sebas, porque sin que una de sus manos se apoyase sobre su frío regazo, éste jamás lograría encontrar el camino que lleva a la paz, el camino que lleva a los páramos de cascotes industriales donde florecen los Riff voltaicos de Judas Priest.