domingo, 21 de mayo de 2017

VI. CANTAR DE MIO CID (I)


En esta entrada volvemos la vista a una de esas lecturas que venían de oficio en el bachillerato tiempo ha. Que nadie se forje falsas esperanzas: no desvelaré quién fue su autor ni quiénes los responsables de que adolescentes pasados de hormonas tuviesen que embaularse un cantar de gesta medieval; y no porque los poemas bélicos dañen la fina piel adolescente, sino porque está científicamente probado que la juventud desarrolla un baño de teflón en las meninges, especialmente concebido para repeler sutilezas como las que encierra la obra que hoy nos ocupa, cumbre de la poesía épica castellana, inspirada en los episodios centrales de la vida del caballero burgalés Rodrigo Díaz de Vivar, los que lo llevan desde su condena a destierro de Castilla hasta la conquista del Reino de Valencia.

El Cantar de Mio Cid se divide en tres partes: la primera narra el destierro, la separación de su familia, los enfrentamientos en el valle del Henares y comarcas dependientes de Castilla, su traslado al valle del Jalón, las campañas de saqueo por Aragón; y termina con su victoria sobre las huestes del conde don Remont de Barcelona, protector de aquellos pagos de moros. La segunda parte se desarrolla en tierras levantinas, centrada en la conquista y defensa de Valencia la Mayor; y culmina con la obtención del perdón regio y la boda de las hijas del Cid con los infantes de Carrión, miembros de la alta nobleza castellana. Y la tercera parte da cuenta de la cobardía de los yernos del Cid, de cómo agreden y abandonan a sus esposas en el robledo de Corpes, de cómo se reclama su responsabilidad por el Cid ante el rey don Alfonso, de las lides judiciales que éste ordena para resolver la querella; y se remata con la victoria de los campeones del Cid y la deshonra de la casa de Carrión.

Tratándose de un poema de tradición juglaresca dirigido a un público que imaginamos escasamente ilustrado, no sorprendería que las licencias fantasiosas dominasen la acción por completo; como el protagonista hunde sus raíces en un hombre de carne y hueso, arquetipo de guerrero victorioso, podríamos esperar que el ardor batallador diese la clave de contrapunto de toda la obra; y como además el arranque de la ficción es una condena injusta por malversación, lo esperable sería que el personaje agravase sus hechuras con un carácter atrabiliario. Pues bien, todas esas expectativas se frustran porque el anónimo autor del Cantar decidió que las leyes polares del poema fuesen historicidad, verosimilitud y mesura. El Cid Campeador personaje no es una gárgola impasible que sale de su letargo cuando se presentan en el horizonte moros que descabezar, pasando a un ardor genocida capaz de embarrar una tirada de doscientos versos con miembros amputados y vísceras, sino que desenvuelve la heroicidad templada de un ser fundamentalmente humano, es decir, posible. Y ello es un rasgo observable desde la primera escena, donde el héroe no se presenta empapado en sangre enemiga sino en lágrimas propias por contemplar la ruina de su hacienda:

«De los sos ojos tan fuertemientre llorando, / tornava la cabeça e estávalos catando. / Vio puertas abiertas e uços sin cañados, / alcándaras vazías, sin pieles e sin mantos, / e sin falcones e sin adtores mudados. / Sospiró mio Cid, ca mucho avié grandes cuidados». [1]

Nos encontramos con un hombre que aúna pragmatismo y sensibilidad; no son las suyas preocupaciones místicas sino mundanas; las propias de quien sufre un revés, pasa a una situación precaria y ve comprometida su subsistencia material, la de su familia y la de quienes de él dependen. Y si la ruina económica puede despertar su sensibilidad, mucho más el dardo de la fortuna que hiere su corazón o el de sus seres queridos; en su marcha al destierro, no hay rubor en llorar al despedirse de su mujer e hijas, que quedan al cuidado de los monjes de San Pedro de Cardeña:

«Enclinó las manos la barba vellida, / a las sus fijas en braços las prendía, / llegolas al coraçón, ca mucho las quería; / llora de los ojos, tan fuertemientre sospira: / —¡Ya doña Ximena, la mi mugier tan conplida, / commo a la mi alma yo tanto vos quería! […] e él a las niñas tornólas a catar»

Como tampoco lo hay cuando la fortuna le sonríe y puede reunir a su familia en Valencia: «A la madre e a las fijas bien las abraçava, / del gozo que avién de los sos ojos lloraban.» Vemos también cómo las emociones afloran cuando sus hijas marchan a tierras de Carrión con sus maridos y, huelga decirlo, cómo rebrotan al recoger a éstas después de que los infantes las ultrajen vilmente, ganando en complejidad emocional al abandonar la lágrima monocorde y dejar que sea una sonrisa —expresión que siempre es más polisémica— la que envuelva sus sentimientos, compendiando la alegría por verlas vivas, la compasión por verlas escarnecidas y el ánimo por reconfortarlas:

«Grandes fueron los duelos a la departición, / el padre con las fijas lloran de coraçón, […] Mio Cid a sus fijas ívalas abraçar, / besándolas a amas tornós’ de sonrisar: / —¡Venides, mis fijas […] que vos vea mejor casadas d’aquí en adelant!»

Llegar a la conclusión de que hay una voluntad decidida por construir un héroe empático no fuerza demasiado la interpretación de estos pasajes. El Cid se identifica con el sentimiento de otros personajes y de ese modo facilita que el público se identifique con él. En relación directa con la empatía, está una propiedad genuina del ser humano reñida con la heroicidad épica: la duda. El Cid no se construye en una roca de fe y decisión invulnerable sino que en ocasiones flaquea o cuando menos expresa un escrúpulo moral, síntoma de que bullen en su cabeza ideas contradictorias que fuerzan soluciones de compromiso. En el mismo pasaje de inicio, las lágrimas no sólo brotan por ver su hacienda destruida sino porque le afligen grandes cuidados, esto es, preocupaciones. Por mucha que sea la confianza en su propia valía, no está seguro de cuál va a ser el desenlace de la página de su historia que está por escribir; ha de sobreponerse. No es de extrañar que la duda haga cobrar importancia a aquellos asideros intelectuales, por irracionales que sean, que contribuyen a mitigar la inseguridad. El Cid presta atención a los augurios, a las señales que brinda la naturaleza para interpretar el porvenir —el vuelo de las aves, los sueños, el instinto, etc.— y que al principio de la obra abundan en la sensación de inseguridad al ser contradictorios: «A la exida de Bivar ovieron la corneja diestra / e entrando a Burgos oviéronla siniestra.» La primera buena nueva la recibe del arcángel Gabriel que se presenta en sus sueños para darle ánimos: «Ý se echava mio Cid después que cenado fue, / un sueño l’ priso dulce, tan bien se adurmió; / el ángel Gabriel a él vino en sueño: / —¡Cavalgad, Cid, el buen Campeador, / ca nuncua en tan buen punto cavalgó varón! / Mientra que visquiéredes, bien se fará lo to.—», y que a medida que avanza la obra y depende de su espada se van decantando de su lado; así en la campaña del Jalón: «Alçó su seña, el Campeador se va, / pasó Salón Ayuso, aguijó cabadelant; / al exir de Salón mucho ovo buenas aves.» Habrá que esperar a la irrupción en escena de los infantes de Carrión para que vuelvan a ensombrecerse: «Violo en los avueros […] que estos casamientos non serién sin alguna tacha; / no s’ puede repentir, que casadas las ha amas.»

En otras ocasiones la duda no nace de un obstáculo material que haya que vencer sino de un conflicto moral que fuerza las costuras del deber. Camino del destierro y falto de recursos, manda guarnecer unas arcas y llenarlas de arena para burlar a los prestamistas Rachel y Vidas y obtener de ellos empeño; declara hacerlo amidos, es decir, de mala gana. Hay consciencia de un obrar espurio; pero las circunstancias son tan apremiantes que fuerzan un estado de necesidad frente a un obstáculo práctico insalvable que se hace explícito: «de grado non avrié nada», por las buenas nada obtendría. Y ese mismo reparo surge cuando el rey solicita la mano de sus hijas para los infantes de Carrión. Su instinto le dice que tan súbito interés matrimonial no es limpio; sólo la suprema autoridad del rey que acaba de devolverle su favor lo hace doblar la cerviz. No obstante, deja constancia clara de que esa boda se celebrará por la voluntad exclusiva de su señor, al punto de que pide al rey que designe un representante (manero) que entregue la mano de sus hijas en la ceremonia:

«—Mucho vos lo gradesco commo a rey e a señor, / vós casades mis fijas, ca non ge las do yo.– […] Yo vos pido merced a vós, rey natural: / pues que casades mis fijas así commo a vós plaz, / dad manero a qui las dé cuando vós las tomades; / non ge las daré yo con mi mano nin dend non se alabarán.—»

Y vuelve sobre ello cuando regresa a Valencia y comunica la noticia a su familia: «pedidas vos ha e rogadas el mio señor Alfonso […] bien me lo creades que él vos casa, ca non yo.—», quedando frustrado el deseo que expresó al partir al exilio de «que aún con mis manos case estas mis fijas». Más adelante, esa inhibición del Cid en el casamiento de sus hijas tendrá sus consecuencias jurídicas y así se reclamarán. Estas dos escenas me parecen muy reveladoras. La primera acredita la atipicidad del Cantar; no se puede concebir algo más prosaico y reñido con un héroe épico que pedir un crédito, y no sólo eso, conseguirlo ideando una fullería propia de novela picaresca. La segunda porque el tránsito de la acción —el bastimento de las arcas— a la inacción —la aceptación del matrimonio— depende de la jerarquía que emana de las relaciones de vasallaje, y ello es de capital importancia en la estructura ideológica del Cantar, sobre la que volveremos más adelante.

Guarda relación estrecha con el escrúpulo moral y la duda una virtud singular del Cid, el gobierno prudente. El protagonista no acapara la razón ni la acción; antes al contrario es un líder que sabe escuchar, dejarse aconsejar y delegar funciones. Ello no entraña un salto de fe; se rodea por hombres de absoluta confianza que, desterrándose con él, arrostraron la ira del rey, cayeron en deshonra y vieron confiscados sus bienes. Sorprende, no obstante, que esa actitud abierta al consejo se despliegue sobre todo en la actividad campeadora. Será su lugarteniente Álbar Fáñez quien comande el escuadrón que saquee Alcalá y pergeñe el plan de batalla las más de las veces, con especial preferencia por concentrar la atención de los enemigos en un flanco principal para sorprenderlos con un despliegue rápido de caballería en un segundo flanco. Así es en el asedio de Valencia por las huestes del rey Yúcef de Marruecos, donde Fáñez pide «ciento en treinta cavalleros pora huebos de lidiar, / cuando vós los fuéredes ferir, entraré yo del otra part;» repitiendo su jugada exitosa en la defensa de Murviedro:

«—Campeador, fagamos lo que a vós plaze. / A mí dedes ciento cavalleros, que non vos pido más, / vós con los otros firádeslos delant, / bien los ferredes, que dubda non ý avrá; / yo con los ciento entraré del otra part, / commo fío por Dios, el campo nuestro será.—»

Esa prudencia, aplicada a la lid, contribuye a reforzar la singularidad de su épica. El Cid no se lanza —valga el retruécano— lanza en ristre al combate en cuanto se presentan hostilidades, ni se gobierna por un algoritmo ciego que las busca, sino que actúa a partir de un análisis. Éste lo lleva en ocasiones a eludir la batalla, como ocurre en el castillo de Castejón, que, por quedar en un territorio que rinde parias al rey Alfonso, decide abandonar sin infligir daño gratuito antes de que lleguen las huestes castellanas a defenderlo:

«en Castejón non podriemos fincar, / cerca es el rey Alfonso e buscarnos verná, / mas el castiello non lo quiero hermar, […] Todos sodes pagados e ninguno por pagar, / cras a la mañana pensemos de cavalgar; / con Alfonso mio señor non querría lidiar.»

En este pasaje, no hay sólo respeto residual por quien fue su señor y que sigue sintiendo como tal; hay valoración cabal de las propias fuerzas. Otras ocasiones, la prudencia lleva a intentar evitar la lucha cuando se considera desigual. Asediados en el castillo de Alcocer, la batalla resulta de la inexistencia de una alternativa realista, porque como recuerda el Cid: «El agua nos an vedada, exirnos ha el pan. / Que nos queramos ir de noch no nos lo consintrán», y en ello abunda Fáñez cuando señala que no cabe esperar ayuda del rey de Castilla que los acaba de desterrar. La pelea es inevitable y se encara con lucidez: mejor luchar cuando el hambre y la sed todavía no han expropiado sus energías. Esa misma prudencia, resultado del buen conocimiento de su oficio, es la que obliga al cuidado de los pertrechos y a una disciplina férrea. En la campaña de Aragón, el Cid ordena a sus hombres cavar fosos defensivos para evitar verse sorprendidos:

«a todos sos varones mandó fazer una cárcava, / que de día e de noch non les diessen arrebata, / que sopiessen que mio Cid allí avié fincança.»

Y esa misma prudencia se mantiene cuando pasa a la ofensiva y se plantea expugnar Valencia; no acomete en solitario un reto de tamaña entidad sino que manda pregón a Navarra, Aragón y Castilla para sumar fuerzas a las suyas. Ya conquistada la plaza, rechazados varios intentos moros por recuperarla y envestido de cierta aureola de invencibilidad, el Cid mantiene los pies en el suelo y se desmarca de la idea fantasiosa de cruzar el estrecho de Gibraltar y llevar la guerra al infiel en su feudo:

«Allá dentro en Marruecos, o las mezquitas son, / que abrán de mí salto quiçab alguna noch, / ellos lo temen, ca non lo pienso yo; / no los iré buscar, en Valencia seré yo».

En el gobierno prudente se incluye la virtud de emitir juicios atinados sobre las personas con que se relaciona; son esos juicios los que asientan lealtades o anticipan traiciones. Ya se ha dicho que el Cid confía en los vasallos que conforman su mesnada; no es que atienda sus consejos o sugerencias tácticas, es que deposita en sus manos tesoros ingentes para las sucesivas embajadas de reconciliación que manda a Castilla y no se le pasa por la imaginación que huyan con el botín ni que distraigan parte para disfrute personal. Pero no nos engañemos, el Cid es un personaje que demuestra conocer la naturaleza humana y se cuida de forzar la lealtad más allá del límite que dicta la cautela. Cuando abandona el Castillo de Castejón para evitar un choque con don Alfonso de Castilla, les recuerda a sus hombres que «Todos sodes pagados e ninguno por pagar». Este episodio se produce recién desterrado, cuando sólo se acompaña por vasallos y aún no ha tenido ocasión de engordar las filas de su ejército con caballeros de fortuna; ¿por qué, entonces, el énfasis en el botín? La explicación más plausible es que la precariedad debilita la autoridad por mucho que ésta descanse sobre un juramento y un vínculo personal; el Cid necesita hacer hincapié en que su liderazgo genera beneficios comunes para que sus órdenes se digieran mejor. En esta línea argumental está la inteligencia de las medidas draconianas que adopta para prevenir deserciones cuando somete Valencia y decide establecerse en ella; el grueso de su ejército ya no lo forman vasallos sino hombres libres que acudieron a la llamada del Cid en el afán de perder cueta, es decir, salir de la miseria. Sabedor de que la resignación frente a las penalidades está en relación inversa con la riqueza acumulada en los morrales, ordena el censo de sus tropas, que quien eluda la obligación de censo pierda todo su haber y acrezca éste a sus leales, que quien quiera marcharse solicite su licencia y que los desertores capturados sean ejecutados:

«Véelo mio Cid, que con los averes que avién tomados, / que si s’ pudiessen ir, ferlo ien de grado. / Esto mandó mio Cid, Minaya lo ovo consejado: / que ningún omne de los sos vassallos / que s’ le non spidiés o no l’ besás la mano, / si l’ pudiessen prender o fuess alcançado, / tomássenle el aver e pusiéssenle en un palo. […] de los que son aquí e comigo ganaron algo. / Meterlos he en escripto e todos sean contados, / que si alguno s’ furtare o menos le fallaren, / el aver me avrá a tornar a aquestos mios vassallos / que curian a Valencia e andan arrobdando.—»

Si éste es el recelo con que se previene la deslealtad entre sus filas, no sorprende que dispense un trato similar a aquellos con que guarda una relación más tenue, cuando no probadamente hostil. Cuando el rey Tamín de Valencia sitia el castillo de Alcocer, el Cid se anticipa a la posibilidad de que los moradores locales —en su mayoría moros— ayuden a los atacantes; de modo que ordena que «Todos los moros e las moras de fuera los manda echar, / que non sopiesse ninguno esta su poridad.» Como tampoco se beneficia de su confianza la alta nobleza castellana, algunos de cuyos miembros son los míos enemigos malos responsables de su destierro; idea que expresa de forma más gráfica doña Jimena cuando dice que «Por malos mestureros de tierra sodes echado.» No sorprende en absoluto la fría acogida que recibe la noticia de que los infantes de Carrión pretenden a sus hijas y que le comente a Fáñez que «Ellos son mucho urgullosos e an part en la cort; / d’este casamiento non avría sabor, / mas, pues lo conseja el que más vale que nós, / fablemos en ello, en la poridad seamos nós», anticipando una caracterización negativa en la que su nobleza queda relegada a una función meramente palaciega y un carácter degenerado y altivo. Ese juicio negativo es el que explica que el Cid aplaque las chanzas que los infantes suscitan entre sus hombres, cuando sus yernos huyen despavoridos a esconderse del león que se escapa mientras el Cid sestea en su escaño:

«Mio Cid por sos yernos demandó e no los falló; / maguer los están llamando, ninguno non responde. / Cuando los fallaron, ellos vinieron assí sin color; / non viestes tal juego commo iva por la cort, / mandólo vedar mio Cid el Campeador.»

Hay en ello interés por preservar la dignidad de los infantes en la medida en que ésta contribuye a la suya; pero, sobre todo, buen conocimiento de que hombres de su alcurnia no hacen buenas digestiones de las bromas cuando son su blanco. Acertará; verse embromados deja en ellos una huella indeleble de rencor que los empujará a la afrenta de Corpes. Ya consumada ésta, acreditado su carácter vengativo, capacidad para infligir daño y nulo respeto por la ley, el Cid ya no volverá a fiarse de ellos y los suyos en absoluto; ni siquiera en las cortes judiciales de Toledo, donde la presencia del monarca debería ser garantía de indemnidad, descansa el Cid de la prevención; de modo que ordenará que cien de sus hombres camuflen armas bajo los ropajes por si fuerzas de la casa de Carrión intentan la asonada:

«velmezes vestidos por sufrir las guarniziones, / de suso las lorigas, tan blancas como el sol; / sobre las lorigas armiños e pelliçones, / e que non parescan las armas, bien presos los cordones; / so los mantos las espadas, dulces e tajadores; / d’aquesta guisa quiero ir a la cort, […] Si desobra buscaren ifantes de Carrión, / do tales ciento tovier, bien seré sin pavor.»

La nota de carácter que hilvana todas estas virtudes cidianas es sin duda la mesura. El Cid es desterrado en una condena injusta por lo que hoy llamaríamos malversación de caudales públicos; condena que el rey agrava prohibiendo que sus súbditos asistan en su marcha al Cid o a sus hombres en modo alguno bajo penas severísimas. Todos estos elementos plasman la ira regis, acreditan la impronta del soberano en la sentencia y su conexión personal con las resultas materiales que implica lo ordenado; debieran bastar para el desarrollo de una reacción rebelde dominada por el rencor o la aspereza, y sin embargo, nos encontramos con un personaje acatado que en ningún momento vuelca un mal pensamiento sobre su rey y que prefiere desviar la responsabilidad de sus apuros hacia caloñadores y mestureros; intrigantes palaciegos que lo han malquistado con el monarca. Y es nota que el autor no quiere dejar caer en saco roto sino remarcar desde la primera escena ya referida:

«Sospiró mio Cid, ca mucho avié grandes cuidados, / fabló mio Cid bien e tan mesurado: / —¡Grado a ti, Señor, Padre que estás en alto! / ¡Esto me an vuelto míos enemigos malos!»

Esa mesura es la que empuja al Cid a intentar permanentemente la reconciliación con el rey don Alfonso; primero, evitando enfrentarse con sus tropas en el Castillo de Castejón; después, a medida que el éxito en campaña llena sus arcas con botín, ordenando embajadas a Castilla con partes de éste que saca de su asignación. Así lo hace en tres ocasiones: tras la conquista de Alcocer, tras defender Valencia del rey de Sevilla y, de nuevo en Valencia, tras repeler el ataque del rey Yúcef de Marruecos. Todas estas embajadas suavizan la relación con el monarca, enfatizan su condición de vasallo leal y preparan la obtención del perdón regio. Así en la segunda embajada le comenta a Minaya Álbar Fáñez: «enviarvos quiero a Castiella, do avemos heredades, / al rey Alfonso, mio señor natural»; tratamiento que su legado trasmite fielmente al rey: «razónas’ por vuestro vassallo e a vós tiene por señor». Y esta escena se reproduce de modo casi idéntico en el mandato de la tercera embajada, entre los mismos protagonistas:

«prended lo que quisiéredes, lo otro remanga; / a cras a la mañana irvos hedes sin falla / con cavallos d’esta quinta que yo he ganada, […] que non diga mal el rey Alfonso del que Valencia manda.»

Y que Fáñez convierte en:

«Por mio Cid el Campeador todo esto vos besamos, / a vós llama por señor e tienes’ por vuestro vassallo; / mucho precia la ondra el Cid que l’avedes dado.»

Hay que recordar que hasta este momento en que habla Fáñez, el Cid no ha recibido perdón ni recibida honra alguna; dicho de otro modo, cuando éste ordena la segunda embajada y argumenta «enviarvos quiero a Castiella, do avemos heredades», bien esa primera persona plural no es inclusiva, bien es más volitiva que declarativa, pues el rey don Alfonso había decretado un perdón parcial que beneficiaba sólo a la mesnada del Cid y a aquellos de sus súbditos que decidiesen sumarse a él, pero no a él personalmente. Será el deseo del Cid quien anticipe el resultado:

«Id e venit, d’aquí vos dó mi gracia, / mas del Cid Campeador yo non vos digo nada. […] de todo mi reino los que lo quisieren far, / buenos e valientes, por a mio Cid huyar, / suéltoles los cuerpos e quítoles las heredades.»

Asimismo abunda en ese carácter mesurado la reacción del protagonista a la agresión que sufren sus hijas a manos de los infantes de Carrión. En un escenario medieval clásico, dominado por la autotutela jurídica, una afrenta de esas características infligida a un señor de la guerra desencadenaría una incursión punitiva en el feudo de los agresores que no dejaría más testigo que las piedras; y a esa línea de acción parecen apuntar las primeras palabras del Cid después de ironizar sobre la contribución de sus yernos al auge de su honra:

«—¡Grado a Christus, que del mundo es señor, / cuando tal ondra me an dada los ifantes de Carrión! / ¡Par aquesta barba que nadi non messó, / non la lograrán los ifantes de Carrión, / que a mis fijas bien las casaré yo! […] De mios yernos de Carrión Dios me faga vengar.»

Sin embargo, el Cid buscará venganza dentro de un cauce jurídico reglado y sometido a la suprema autoridad del rey; en este punto cobra relevancia la inhibición cidiana en el concierto de los esponsales, ya que la acción infamante de los infantes de Carrión mancha indirectamente la honra de don Alfonso, y así se reclamará por el Cid:

«Él casó mis fijas, ca non ge las di yo; / cuando las han dexadas a grant deshonor, / si desondra ý cabe alguna contra nós, / la poca e la grant toda es de mio señor. […] Adúgamelos a vistas o a juntas o a cortes, / commo aya derecho de ifantes de Carrión, ca tan grant es la rencura dentro en mi coraçón.»

A la vista del desenlace, cobran nuevo sentido las palabras con que las hijas del Cid advierten a sus maridos de las consecuencias de la agresión con que las ciernen. El acento de los costes no recae sobre sus vidas ni sobre cualquier otra especie, sino en la simple reclamación judicial; es decir, ellas dan por sentada una reacción aforada, que es tanto como acreditar que su padre es un hombre que subordina sus impulsos al derecho, un hombre moderado:

«si nós fuéremos majadas, abiltaredes a vós, / retraérvoslo han en vistas o en cortes.»

Si todos los elementos señalados hasta ahora encuadran al Cantar dentro de un linaje épico irregular, hay alguno en que sí es fiel a los cánones del género: la atención a los aspectos estratégicos de la batalla —señal de que el poema se concibe para personas familiarizadas con la vida de frontera y usos castrenses— y, sobre todo, el entusiasmo con que se desarrolla la actividad guerrera. Del enfoque profesional de la milicia, amén de cárcavas y celadas con el despliegue rápido de un segundo flanco de caballería, a las que ya nos hemos referido, se da cuenta de engaños como el abandono repentino del campo de batalla para incitar la persecución, retornando de súbito a la pelea para sorprender al enemigo con las líneas desordenadas —añagaza conocida en el argot medieval como tornafuye—, que es lo que permite al Cid tomar el castillo de Alcocer:

«Salieron de Alcocer a una priessa much estraña. / Mio Cid, cuando los vio fuera, cogiós’ commo de arrancada, / cojós’ Salón Ayuso, con los sos abuelta anda. / Dizen los de Alcocer: —¡Ya se nos va la ganancia!— / Los grandes e los chicos fuera salto davan, / al sabor de prender, de lo ál non piensan nada, / abiertas dexan las puertas, que ninguno non las guarda.»

Y menos heroica, pero mucho más descriptiva del obrar real de un ejército en campaña, es la insistencia en las maniobras de desgaste del enemigo basadas en la ruina implacable de su red de abastos; así, en el cerco a Valencia, el narrador interpela directamente al auditorio para enfatizar los estragos de un hambre que en la Edad Media bien conocían todos:

«A los de Valencia escarmentados los han, / non osan fueras exir nin con él se ayuntar. / Tajávales las huertas e fazíales grand mal, / en cada uno d’estos años mio Cid les tollió el pan. […] ¡Mala cueta es, señores, aver mingua de pan, / fijos e mugieres verlos murir de fanbre!»

Pero, sobre todo, la fidelidad al molde épico se demuestra en la batalla; el Cantar es un poema dinámico, empujado por verbos que entrañan movimiento, cambio. Los personajes usan de la palabra: ordenan, exclaman, se lamentan, razonan, incluso complotan; pero no es el suyo un parlamento teorético sino encauzado a una obra que no admite dilación. Y es en la lucha donde este fenómeno cristaliza de modo más puro. Analizados los desafíos tácticos de la batalla y entrados en faena, los hombres del Cid —pues es a ellos a los que el narrador presta atención casi exclusiva— parecen arrastrados por un hilo alucinógeno; así, en la toma de Castejón, hasta el ambiente previo a la lucha se inflama de ardor guerrero:

«Ya quiebran los albores e vinié la mañana, / ixié el sol, ¡Dios, qué fermoso apuntava! [...] Mio Cid Ruy Díaz por las puertas entrava, / en mano trae desnuda el espada, / quinze moros matava de los que alcançava; / gañó a Castejón e el oro e la plata. / Sos cavalleros llegan con la ganancia, / déxanla a mio Cid, todo esto non precian nada.»

De la cita anterior rescatamos la última sentencia: los hombres del Cid desprecian el botín; el mismo botín que, al abandonar la plaza para evitar a don Alfonso de Castilla, el Cid se encargará de recordar que se ha repartido y por el que «Todos sodes pagados e ninguno por pagar». Nos hallamos, por tanto, ante una espiritualización hiperbólica de la mesnada del Cid de la que se contagia el propio narrador. Pero hay más ejemplos de este contagio, como en la conquista de Alcocer:

«—¡Firidlos, cavalleros, todos sines dubdança! / ¡Con la merced del Criador, nuestra es la ganancia!— / Bueltos son con ellos por medio de la llana, / ¡Dios, qué bueno es el gozo por aquesta mañana! […] Los vassallos de mio Cid sin piedad les davan, / en un ora e un poco de logar trezientos moros matan.»

En otras ocasiones, el júbilo batallador inyecta en los protagonistas la energía adicional para asestar golpes sobrehumanos capaces de efectos devastadores; aquí las armaduras se tornan papel bajo la espada, la carne parece mantequilla y los regueros de sangre cobran ribetes poéticos. Lo vemos, por ejemplo, en Alcocer al trabarse con las huestes del rey Tamín de Valencia:

«Violo mio Cid Ruy Díaz el castellano, / acostós’ a un alguazil que tenié buen cavallo, / diol’ tal espadada con el so diestro braço, / cortól’ por la cintura, el medio echó en campo; / a Minaya Álbar Fáñez ival’ dar el cavallo: / —¡Cavalgad, Minaya, vós sodes el mio diestro braço! […] A Minaya Álbar Fáñez bien l’anda el cavallo, / dáquestos moros mató treinta e cuatro; / espada tajador, sangriento trae el braço, / por el cobdo ayuso la sangre destellando.»

Y cómo no, la lidia en desventaja numérica se salda con la sencillez aparente de un ejercicio gimnástico con red de seguridad; así, en la defensa en las huertas de Valencia frente al rey Yúcef de Marruecos:

«La seña sacan fuera, de Valencia dieron salto, / cuatro mill menos treinta con mio Cid van a cabo, / a los cincuaenta mill vanlos ferir de grado; / Álvar Álvarez e Álbar Fáñez entráronles del otro cabo. […] Los cincuaenta mill por cuenta fueron notados, / non escaparon más de ciento e cuatro.»

Vemos en estos pasajes muestra cumplida del alborozo guerrero a que nos referíamos; puede parecer exagerado pero quizás, en sus aspectos psicológicos, no falsee mucho la realidad, pues es necesario un estado de alienación no pequeño para encarar la guerra como una experiencia cotidiana sin enloquecer. A ese complejo militar coadyuva el sentido del honor; cuando Martín Antolíñez se reta con Diego Gonçález en las lides judiciales y el Cid expresa su deseo de recibir buenas nuevas de ellos, su paladín responde un tanto extrañado: «—¿Por qué lo dezides, señor? […] podedes oír de muertos, ca de vencidos no.—»; frase que recuerda el adagio que la tradición clásica imputa a los lacedemonios —vuelve con el escudo o sobre él—, en el que no se adivina dónde termina el afán y dónde comienza la admonición.

ENLACE A LA SEGUNDA PARTE
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[1] Citas, de Cantar de Mío Cid (Ed. Alberto Montaner), Barcelona, Galaxia Gutenberg SL., 2011.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso.

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