domingo, 30 de julio de 2017

III. BLUES DE EL COTO


ALBA Y FLORIN

Hasta que tenía ocho años, su madre la llevaba al colegio Campoamor cogida de la mano, diciéndole a voces barbaridades de lunática. Alba aguantaba los tirones y el runrún de los corrillos que se sucedían durante el trayecto tapándose la boca y el miedo con un chupete; eso se terminó el día en que unos críos mayores extendieron hacia ella el brazo secular de la mofa, y todo el recreo se descojonó hasta que el silbato funcionarial ordenó volver a clase. Cuando Alba llegó a casa, tiró el chupete con toda su rabia contra la cama, y el armario atrapó el rebote y lo engulló entre sus fauces. De eso se cumplen tres años. Desde entonces recorre el camino a solas sin importarle lo que el reglamento escolar diga al respecto, y su madre se pasa todo el día tirada en el sofá viendo la televisión. Más allá del banco de alimentos, lotes de ropa usada en la parroquia de San Nicolás, trámites de subsidios en la plaza de la República y la compra esporádica de algo de comida fresca, se abre para ella un cero absoluto que sólo atemperan los culebrones y las arpías que se disputan los despojos rosas de algún cadáver reciente. Los únicos recuerdos que Alba conserva de su padre son las broncas con su madre y una tarde absurda destripando un Router Thomson ADSL con un cuchillo de cocina; por aquella época las broncas cesaron y de su padre nunca más supo.
Alba despierta casi todos los días con el estruendo que organizan en el portal los chatarreros que viven en el entresuelo. Por el hueco de las escaleras, trepan bocinazos en rumano, golpes metálicos, olor a olla revenida de repollo y algún que otro hijoputa o mecagondiós, que, como ejemplo de perfecta integración, suenan en un español bastante aceptable. Los días que hay colegio se enfunda su chándal azul y sus zapatillas desgastadas por el talón, y emprende la fatigosa tarea de sobrevivir a la soledad rodeada de gente. Nunca ha tenido amigos, ni ha hecho cambalaches de bocata en el patio, ni la han invitado a cumpleaños alguno. Los críos son críos pero no son gilipollas; su corta experiencia ya les ha enseñado que los héroes son tipos que mueren jóvenes y que el camino más rápido para convertirse en un paria social es confraternizar con parias sociales. Alba frecuenta la biblioteca escolar, y mientras sus compañeros le zumban al balón, sujetan la goma por los tobillos para dibujar sutiles corcheas, hacen bailar peonzas de plástico con una liviandad casi mágica, o dejan circular sus dedos por la pantalla de un teléfono móvil, ella lee en una esquina y observa el mundo con la mirada dura de quien es consciente del desdén que concita.
Los días que no hay colegio Alba se enfunda el mismo chándal azul, las mismas zapatillas desgastadas por el talón, y baja al portal a husmear los restos que amontona la patrulla rumana; allí, entre cuadros oxidados de bicicleta, marcos de somier y radiadores picados, no es extraño encontrar juguetes que escupe el agujero negro del tiempo. Un domingo estuvo entretenida toda la tarde dándole a una máquina de petacos en miniatura, hasta que llegó Florin, con su pelo cargado de brillantina y su paleto de oro refulgiendo entre los labios. Alba intentó escapar escaleras arriba, pero el chatarrero le cortó el paso y la invitó, con el acento sucio que limpiaba su sonrisa, a continuar jugando. En esas jornadas al acecho de quincalla fresca, no es raro que algún vecino pase a su lado dejando caer algún dicterio en que se igualan la chatarra y sus menestrales. Alba puede ver cómo el desprecio dibuja en sus rostros esos rasgos que para ella son tan familiares; y aunque no entiende ni la mitad de lo que farfulla, prefiere con mucho la sonrisa de Florin.
El primer día que lo siguió fue a una cierta distancia; el rumano sonrió en silencio viendo las torpes maniobras de espionaje de la cría. El segundo día se cruzaron la mirada un par de veces; él terminó haciéndole un gesto con la cabeza para que se acercara a su altura, y ella respondió al escorzo sin dilación. Desde entonces Alba acompaña a Florin en su ronda de recogida. Como un aprendiz deseoso de agradar se cuela con él en las naves abandonadas, en las obras inacabadas que la crisis del ladrillo ha convertido en esqueletos jurásicos y en las campas de las antiguas tejeras de Ceares. Entre los montones de cascotes que remueven, no hay casi nada aprovechable después de que el paso de los años haya visto sucederse tantas brigadas de husmeadores: algún cartel de latón con instrucciones de seguridad en el trabajo, algún tramo de cable oxidado y purrela por el estilo. Más jugosa es la cosecha en los contenedores de basura; más penosa, también. Alba se apoya con todo su peso sobre el pedal de apertura, mientras que Florin introduce su cuerpo hasta la cintura y remueve los desperdicios con un bichero roto que trincó en el puerto. En la boca de los contenedores más antiguos que no tienen pedales, Alba clava de canto una caja de plástico duro para mantenerla abierta, como el garrote que previene el mordisco de un cocodrilo. Así, pieza a pieza, a brazo partido contra esa digestión de monstruo inaplazable, recuperan la luz ilusiones agotadas de una sociedad pronta a la indiferencia. Los objetos metálicos se recogen, los desechos electrónicos son procesados in situ. Alba responde diligente al gesto de Florin, se llega al carrito de la compra del Carrefour, que hace las veces de vehículo nodriza, y le alarga la piqueta. Florin desguaza las carcasas de plástico o revienta las pantallas, y recupera componentes siguiendo un plan de acción que Alba no entiende. Los juguetes o asimilados se someten al juicio de la cría: si le gustan, se recuperan; si no, se cursa apelación a Florin y, si tampoco le interesan, se tiran de nuevo. Cuando dan por concluida su faena, limpian torpemente la acera con los pies; y mientras el ruido del tráfico va ahogando el traqueteo del carrito, no es extraño que, a los pies del contenedor, un cerco de dientes de plástico roto y lágrimas de vidrio levante mudo testimonio de su visita.
El jueves alguien llamó a la puerta de Alba. Su madre gritó desde el sofá que la dejaran en paz, y al tercer timbrazo, le ordenó a su hija que se acercase a ver quién coño era el que daba por el culo. Era Florin, pelo de brillantina, componiendo la mejor sonrisa con su paleto en oro bemol entre notas de marfil. Envuelto con un cacho de loneta de las que se cuelgan en los andamios de las casas en obra para hacer publicidad, le acercó un paquete. Cuando Alba lo tomó de sus manos, con una parla que mezclaba diez idiomas en la desnudez de su corazón, le dijo que su familia se marchaba y la invitaba a abrir el paquete. Alba obedeció la invitación y desató el envoltorio: era una máquina de petacos en miniatura, muy parecida a la de su primer encuentro. Florin explicó que le había desatornillado las patas para que pudiese ponerla sobre una mesa o una cama, pero que si quería podían volver a instalarse. Tras un silencio, dijo adiós y se fue. Alba cerró la puerta; pero unos minutos después, arrastrada por una fuerza incontenible, salió corriendo escaleras abajo saltando los peldaños de tres en tres. Cuando llegó a la calle, acababa de arrancar la furgoneta destartalada en que viajaban los rumanos. Alba gritó. Nunca se alegró tanto de ver cómo se encendían unas luces de frenos. Del revuelo de cuerpos que se intuía por la puerta trasera emergió Florin, que la inundó con su abrazo de olor a brillantina, sudor, guindilla encurtida y calidez. Le dio un beso en la frente, antes de volver a sentarse en el asiento trasero de aquella Ford Transit blanca. El motor emitió un quejido profundo al engranar la marcha; pero se puso en movimiento y se fue, dejando tras de sí una nube de humo, un tumulto de cabezas que se emborronaban a través de una luna sucia y un llanto sin tapacubos en el pecho de Alba.
El sábado llovió, y Alba se pasó toda la mañana mirando por la ventana el ir y venir de coches, oyendo el ruido pegajoso de los neumáticos sobre el asfalto mojado. Una pareja de gaviotas se crispó, y a su llamada, se juntó un bando que estuvo media hora larga atronando el cielo con sus graznidos, vuelo a bisturí, desventrando el orbayo. Supuso que quizás el vecino del tercero hubiese subido al tejado a quitar los huevos antes de que salieran los polluelos. Era tan gilipollas —sonrió para sí— que seguramente habría dejado pasar la ocasión de hacerlo cualquier día de aquella misma semana en que no había llovido ninguno. Un porrazo en el portal la sobresaltó y bajó a comprobar quién lo había dado, con la esperanza ahogada de que fuese Florin o alguno de los suyos. Después intentó hacer los deberes. Lo dejó. Probó a jugar con la máquina de petacos sobre su cama; pero pronto la venció el aburrimiento, y se dejó caer de lado sobre la alfombra que tenía a sus pies, reposando la cabeza en el antebrazo. Así estuvo un buen rato con la mente en blanco, hasta que reparó en un punto de luz que titilaba bajo el armario. Reptó y metió su brazo en aquella garganta tenebrosa hasta topar con un tacto gomoso y blando que la arrastró de inmediato a aquel día en que sus compañeros se habían reído de ella en el recreo. Sacó el chupete, le quitó las pelusas frotándolo contra el cuerpo, y venciendo las dudas, se lo metió en la boca. Soñó. Soñó que volaba como una gaviota. Que dejaba atrás para siempre aquella casa de gritos de loca y televisión basura, de olor a olla revenida de repollo y vecinos de mirada torva. Soñó que sobrevolaba el patio del colegio, que la censura de los brazos no la hería, porque sus compañeros se desdibujaban desde la altura hasta parecer tan insignificantes como su miseria los hacía ser. Soñó que cada chupeteo era una brazada de Ícaro que la acercaba al Sol; pero que ese sol nunca quemaba porque era la sonrisa de Florin. Y así, agotada por aquellos sueños que flotaban entre las manchas del techo, se quedó dormida.

domingo, 23 de julio de 2017

XLII. VIENTO DE CEDRO

El rastrillo de los párpados
señorea la noche
con un yugo enervante;
claudica el músculo,
tal vez hastío de ser.

En la utopía del sueño,
furtivos a toda refutación
y tormento escolástico,
quimeras, dragones,
basiliscos y cíclopes
empujan con un ariete
su placenta imaginaria.

Cuando los ojos se crispan
en febril arrebato,
la imagen busca la juntura,
el desbordamiento del verbo
que la arrastre más allá de sí.

El espejismo vuela lindes;
y la materia en demasía
emprende un viaje
para el que la palabra estorba.

domingo, 16 de julio de 2017

VIII. ANIMALES NOCTURNOS

[1]

TÍTULO ORIGINAL: NOCTURNAL ANIMALS.
AÑO: 2016.
DIRECCIÓN: TOM FORD.
GUIÓN: TOM FORD.
REPARTO: AMY ADAMS, JAKE GYLLENHAAL, ARMIE HAMMER, INDIA MENUEZ, LAURA LINNEY, MICHAEL SHEEN, ANDREA RISEBOROUGH, JENA MALONE, ISLA FISHER, ELLIE BAMBER, AARON TAYLOR–JOHNSON, KARL GLUSMAN, ROBERT ARAMAYO, MICHAEL SHANNON.

La película progresa entreverando dos historias reales de amor fallido con una tragedia de ficción. La primera historia es el pasado; el relato del nacimiento y ruptura del matrimonio entre Susan (Amy Adams) y Edward Sheffield (Jake Gyllenhaal). La segunda es el presente; la vida lujosa, superficial e infeliz que Susan lleva con su segundo marido, Hutton Morrow (Armie Hammer). Y la tercera es una violenta novela que Edward dedica a su exmujer y tiene el detalle de enviarle por correo. Si ordenásemos estos tres mimbres cronológicamente, el resultado sería más o menos como sigue: Susan y Edward se conocen desde sus tiempos de adolescentes en Hastings (NY), donde ya sintieron cierta atracción mutua que no culminó en relación alguna. Pasados unos años, se tropiezan por casualidad en Nueva York y se enamoran. La madre de Susan, Anne Sutton (Laura Linney) se opone a que su hija se case con Edward; lo considera un hombre débil y diletante, cuya ausencia de objetivos vitales definidos será impedimento para que su hija ocupe la posición social que ella entiende que se merece por familia y educación. Pese a la oposición de sus padres, Susan se casa con Edward. Tras una elipsis narrativa que abarca varios años, vemos cómo ese matrimonio está en crisis: Edward ha abandonado la docencia, trabaja en una librería y porfía en su intención de ser novelista, mientras que Susan no está convencida de que vaya a llegar a algo y sí de que su obstinación empieza a ser obstáculo para alcanzar una vida más acomodada. En esta época, Susan conoce a Hutton, que se convierte en su confidente, quizás amante —aunque ese punto no queda muy claro—, y estando embarazada de Edward, decide abortar.




Veinte años de elipsis narrativa nos llevan a otra crisis matrimonial de Susan, esta vez, con Hutton. Tienen una hija en común, Samantha (India Menuez), pero su relación parece agotada; los negocios de Hutton pasan por dificultades, sus intereses comunes son escasos, se siente sola en una casa gigantesca, y además se entera de que los viajes de su marido son coartada para infidelidades. En este momento recibe por correo Animales nocturnos, la novela que Edward le dedica, que le resulta profundamente impactante, que la fuerza a una revisión crítica de su primer matrimonio y la empuja a saber de su exmarido. La calidez de los mensajes que se cruzan, la forma estudiada de acicalarse y el ambiente íntimo del restaurante en que se cita con Edward parece que desbordan los límites de la cortesía con una expareja o la simple amistad; todo apunta en la dirección de que quiere recuperar su antigua relación. El desenlace frustrará sus aspiraciones; Edward no se presenta, y se hace ver que el plantón es clímax de un retorcido plan para vengarse, fruto del resentimiento más absoluto.




Por su parte, la novela de Edward es un drama bastante simple. La familia que forman Tony Hastings (Jake Gyllenhaal), su mujer Laura (Isla Fisher) y la hija de ambos, India (Ellie Bamber) viaja en coche por Texas. Yendo por la carretera interestatal, en medio de la nada, topan de noche cerrada con unos gamberros que bloquean la calzada impidiéndoles el adelantamiento; cuando por fin los rebasan, India comete la imprudencia de hacerles una peineta; los macarras se pican y su hostigamiento termina sacando a Tony de la carretera. En el forcejeo subsiguiente, dos de ellos, Ray Marcus (Aaron Taylor–Johnson) y Turk (Robert Aramayo), montan en el coche de la familia y secuestran a las mujeres; mientras que el tercero, Lou (Karl Glusman), obliga a Tony a conducir el otro coche, lo aleja de la acción y termina abandonándolo en el páramo. Pasadas unas horas vuelven a buscarlo, pero Tony, asustado, se esconde. Cuando da parte de lo ocurrido a la policía ya es demasiado tarde: su mujer e hija han sido violadas y asesinadas.




La investigación policial es lenta, y pasa un año antes de que haya noticia de los sospechosos, que están involucrados en un robo. Uno ha muerto en el tiroteo y otro está detenido, pendiente de identificación: es Lou. Sin embargo, pese a que Tony también reconoce a Ray, que es detenido e interrogado, no logran suficientes pruebas de cargo para proceder contra él. Este es el momento en que el sheriff encargado de la investigación, Bobby Andes (Michael Shannon), le cuenta a Tony que padece un cáncer terminal, que no le importa asumir el papel de justiciero, y quiere saber de Tony hasta dónde está dispuesto a llegar. Concertados en hacer justicia fuera de la ley, se llevan a los delincuentes al páramo donde cometieron su crimen. Cuando éstos intentan huir, el sheriff asesina a Lou, y Tony persigue a Ray hasta dar con él en la chabola en que su mujer e hija fueron violadas; allí, retador y altivo, confiesa su crimen. Tony abre fuego dos veces y alcanza a Ray, pero éste logra sacudirle con un atizador de chimenea. Cuando Tony recupera la conciencia, está ciego; tras tropezar con el cadáver de Ray, sale a campo abierto, dispara al aire para dar señal de su posición; pero se trastabilla y, al caer al suelo, se pega un tiro en el pecho y muere.




El presente se desenvuelve en un ambiente de élites económicas refinadas y decadentes. Su refinamiento, que es en gran medida el resultado de convertir el arte en ideología sublimadora, es lo que permite a Susan salvar la incongruencia de criticar el conservadurismo clásico de sus padres mientras obra igual que ellos. La decadencia, como estadio mórbido del refinamiento, se ve agravada por una economía especulativa que, además, ha entrado en crisis: Hutton Morrow parece dedicarse genéricamente a «los negocios», está atravesando una mala racha que los ha forzado a vender parte de sus inversiones en arte, y su situación apurada ya ha llegado a conocimiento de algunos de sus amigos.


En su círculo de amistades, el panorama moral es similar; así Alessia Holt (Andrea Riseborough), amén de contar con un psicofarmacólogo de cámara —lo que quiera que sea eso—, cuyos servicios encarece a Susan, le comenta el alivio que supone para ella estar casada con un hombre homosexual. A falta de mayores explicaciones, hemos de entender que la razón de tal alivio estriba en la eliminación de la pasión, la posibilidad de los celos, la crianza de los hijos y el débito conyugal, entre otros costes energéticos y emocionales asociados comúnmente al matrimonio. La ideología que informa su enfoque vital es el relativismo: cuando Susan le dice sentirse mal por no ser feliz y se cuestiona su derecho a la infelicidad, Alessia responde que tiene perfecto derecho porque todo es relativo. Su marido Carlos (Michael Sheen) adereza la ensalada relativista con unas gotas de nihilismo: todo es un absurdo; pero han de aferrarse al absurdo de su mundo, porque el absurdo del mundo que queda más allá de su pequeña cárcel de oro, además de absurdo, es feo y doloroso.


Como corresponde al estatus de escapismo decadente con posibles, el consumismo ha alcanzado esa forma huera e insustancial que desprovee a las cosas de todo valor. Hay una escena en que Susan y Sage Ross (Jena Malone) discuten sobre quién fue el responsable de adquirir un cuadro que está expuesto en el museo. Cuando zanjan el debate, Sage le deja su teléfono móvil a Susan —uno de esos con el logo de la manzana que no son precisamente baratos—; ésta tiene una visión que la asusta y el teléfono cae al suelo. Cuando se lo devuelve roto a su dueña y hace amago de resarcirle el daño, Sage quita importancia al accidente porque la semana siguiente va a salir un nuevo modelo al mercado. La propia Susan, que está viendo cómo parte de las obras de arte que decoraban su casa están embaladas para que su venta alivie su situación financiera, comenta a su marido que, en el fondo, le da igual deshacerse de ellas. Quiere transmitir la idea de que se replantea su escala de valores, pero no resulta verosímil.

La protagonista es, resumidamente, una niñata que no sabe lo que quiere y una neurótica insoportable. Cuando está casada con Edward, del que valora su sensibilidad, es infeliz porque necesita un futuro más «estructurado»; lo que quiere decir, traducido a un lenguaje más comprensible, que Edward no gana suficiente dinero. Cuando ya está casada con un eficaz proveedor de alimentos, se hastía porque su marido sólo piensa en los negocios y aspira a ganar dinero con ellos. Se ve que considera a su marido un tarugo porque éste no acaba de encontrarle el lado romántico a perder dinero… ¡vaya por dios, qué cosas más exóticas piensa la gente! Su marido lo dice en términos bien concluyentes respecto de las obras que venden apremiados por las circunstancias: «It pisses me off; i don’t wanna have to sell anything else» (Me jode; no quiero tener que hacerlo más). Queda claro que no aprecia el arte más allá de su valor de mercado —lo que no es muy censurable, habida cuenta del artefacto cromado con forma de caniche gigante que están retirando del jardín con una grúa—; pero también que es un hombre fiel a un ideal.


Como es genéticamente infeliz, Susan intenta disipar su frustración a través del dominio de la última palabra de la discusión, en un registro pasivo–agresivo digno de fusilamiento. En la única escena doméstica con Hutton, le recrimina no haber asistido a una inauguración en su galería siquiera un cuarto de hora. Los términos son contenidos pero no puede evitar recalcarlo; también le reprocha no haber ido a la cama. Cuando Hutton se excusa diciendo que no quería despertarla, ella contraataca con que la tensión del estreno le impidió pegar ojo, y remacha de nuevo su ausencia al acto. Como Hutton se zafa de sus planes playeros con la excusa de los negocios, Susan le dice que cuelguen obras de artistas jóvenes californianos y que disimulen su bancarrota con vanguardia. El lenguaje verbal es educado, pero el corporal es hostil; como lo es la pregunta que deja caer a una de las mujeres que, en la junta del museo, defiende una tesis contraria a la suya: «¿cirujano nuevo?» La destinataria de la pregunta parece efectivamente una máscara arrasada por la cirugía estética; pero desborda con ella los límites que la educación más elemental impone.

La conversación telefónica que mantiene con Hutton cuando está de negocios en Nueva York sigue los mismos derroteros de reproche machacón. Le recrimina no haberla llamado; él se justifica por la diferencia horaria y por no querer despertarla. Ella dice que está preocupada por él aunque no se lo crea. El ascensorista pregunta a Hutton a qué planta va y éste contesta que a la 31. Ella le afea que no sea la habitual; él contesta que estaba completa. Pero cuando llegan a la planta 31, el ascensorista la pifia no dirigiéndose a Hutton sino a la chica joven que éste lleva del brazo cuando entra en el hotel. El «31, señora» se filtra por el teléfono; pero Susan, que ahora sí tiene motivos para reñir, se calla incomprensiblemente.


Aunque sólo se nos presenta en el pasado, el otro protagonista indudable de la película es Edward. Su definición de carácter, más en concreto, la frontera lábil entre sensibilidad y debilidad es la fuerza motriz oculta de la historia, desde el momento en que Anne lo define como un hombre débil con quien su hija no debe casarse y Susan pondera su fortaleza a partir de la capacidad para creer en sí mismo, para verse como escritor. Y aquí es donde empiezan las inconsistencias de la trama, nunca resueltas.

Cuando se reencuentran en Nueva York y Susan comenta que lo hacía en Texas convirtiéndose en un gran novelista, Edward da a entender que está en cosas más serias y que ha abandonado esas veleidades adolescentes. Sin embargo, cuando están casados, son esas veleidades artísticas las que están en medio del tablero y condicionan su futuro como pareja. Edward le da a leer un texto suyo a su mujer; ésta lo considera ensimismado y divagador. Discuten. Y en esa misma escena, en menos de dos minutos, Edward empieza por recriminar a Susan su falta de apoyo —como si lo que pariesen sus meninges fuese a mejorar porque su mujer lo animase mucho—, pasa a dudar de que lleve dentro una novela —si él mismo vacila, ¿por qué no puede disculparse que la duda asalte a su mujer? —; para terminar echándole en cara a ella lo mucho que se parece a su madre —esa mujer, su suegra, que le parecía tan encantadora cuando intentaba ligar con su hija—. Y todo porque le sugiere la posibilidad de volver a la docencia. No soy profesor; pero hasta donde alcanzan mis conocimientos y dejados atrás aquellos siglos en que curas y soldados engrandecían las letras, creía yo que eran precisamente los profesores quienes más habían contribuido a la literatura. No hay quien lo entienda.

Por otra parte, la película da sobradas razones para dudar del talento de Edward. La primera se basa en su capacidad para la observación y el juicio. Cuando quedan para cenar en Nueva York, Edward compara los ojos de Susan con los de su madre, no por azules sino por tristes. Soy consciente de que se pueden llegar a decir muchas tonterías para ligar; pero lo que llama la atención no es la idiotez sino su desconexión de la realidad. En la única escena en que aparece Anne Sutton, no vemos una mujer de mirada melancólica y lánguida, sino una esfinge enérgica, experimentada y altiva, como corresponde a alguien que es consciente de su posición privilegiada, sabe bien qué quiere y desea eso mismo para su hija. Esa misma escena sirve para refutar la idea de conservadurismo anacrónico que tiene de ella su hija. A Anne no le importa que Susan tenga relaciones con Edward; lo que no quiere es que se case con él. Sus palabras resultarán proféticas.


La segunda razón que avala el magro talento de Edward es la novela que escribe. Animales nocturnos puede ser impactante para Susan por factores extraliterarios; eso no se discute. Pero lo que tampoco admite mucha discusión es la falta de verosimilitud de la historia, que muestra una mecánica policial tan negligente que no hay quien se la crea. Cuando los matones han sacado a Tony de la carretera y los dos coches están tirados en el arcén, con las mujeres asustadas gritando en medio de calzada, llega un coche patrulla y pasa de largo como si nada; o sea, la misma policía que hemos visto cientos de veces detener a un coche por llevar un piloto fundido y miles de veces sospechar de un conductor negro por ir al volante de algo que no sea un cortacésped, esa misma policía entiende que una estampa nocturna de gritos y coches en el arcén en medio de ninguna parte no presenta nada anormal que merezca comprobarse.

Cuando el sheriff Andes recoge a Tony en la casa desde la que hizo la llamada a la policía, no se le ocurre otra cosa para localizar el punto en que Tony salió a la carretera desde el páramo, que desandar el camino por el arcén yendo marcha atrás en lugar de cambiar de sentido y avanzar despacio. Cuando localizan los cadáveres de las mujeres en el vertedero, en lugar de respetar el escenario del crimen hasta que llegue la policía forense, manosea los cuerpos sin ponerse unos tristes guantes. La rueda de reconocimiento que Andes organiza en la comisaría es una auténtica chapuza que no garantiza el anonimato del testigo, con Tony a un lado de la mesa y los sospechosos del otro sin barrera alguna que les impida verlo. Edward quiere hacernos creer además que la policía es tan incompetente que no ha podido encontrar ni una sola huella en la cabaña o en el coche de Tony que incrimine a Ray, un delincuente de medio pelo tan gañán que ha instalado un inodoro en el porche de su casa para poder aliviarse el vientre disfrutando de las vistas. Y ya, por fin, con la excusa de que el sheriff tiene cáncer y le quedan pocos meses de vida, aprovecha para un final justiciero al margen de la ley. Pero no basta con eso, porque el traslado de Lou a la casa donde terminará encontrando la muerte lo realiza un segundo policía que, por lo que se ve, se volatiliza. Hemos de entender que éste también padece un cáncer terminal, porque de otro modo no se explica que saque del calabozo a un preso pendiente de juicio sin plantearse la posibilidad de que algún juez le pregunte algún día el porqué de una conducta tan insensata. En resumen, todo es un delirio.


Una vez que Susan comienza la lectura, la película se esfuerza en crear una continuidad metafórica entre novela y realidad, de tal suerte que la pérdida, la progresión moral y la venganza de Tony se vean como trasunto de las de Edward. En ocasiones esa asociación de ideas no es sutil, como ocurre al confiar al mismo actor la representación de ambos papeles; en otras, sí. El personaje de la novela se apellida Hastings, que es el nombre de la localidad del Estado de Nueva York en que Susan y Edward pasaron su adolescencia y se conocieron. La discusión que supone la ruptura de su matrimonio termina con Edward parado en la calle al lado de un edificio destinado al aparcamiento de coches; el coche que está a dos metros escasos de él es del mismo modelo y color que el de los asesinos de la familia de Tony. El mismo coche es un hito que sirve para marcar la pérdida de la familia. Y por encima de todo está la interiorización del relato que hace Susan, apoyada en un fuerte componente simbólico.


En la primera escena de la película, Susan aparece en la inauguración de una exposición en su galería. Las «obras de arte» que se exponen son unos vídeos en los que se ve a unas majorettes con obesidad mórbida en paños menores, con sus pliegues de grasa rebotando por la pantalla, y unas tarimas en las que esas mismas modelos yacen tumbadas. Arte moderno en estado puro; de lo más estimulante. Y en todas las conversaciones que mantiene Susan, su insomnio es tema de conversación constante. La gama cromática de su vida está presidida por colores fríos y el material de construcción predominante es el hormigón, como corresponde a su naturaleza calculadora, con la excepción de su despacho —su secretaria entra para recordarle que tiene una reunión en el museo y ella le cuenta que no duerme nunca— cuyas paredes están forradas con paneles de caoba de un rojo intenso. Es decir, Susan ha abandonado a Edward para organizarse una vida opulenta en que la abundancia ha degenerado en un montón de atributos innecesarios e incómodos, en manifestaciones de grasa social que han girado su letra al portador en forma de angustia y desazón; el resultado de este proceso no puede ser otro que la condenación moral, el infierno. En este punto, Susan ya ha comenzado la lectura del libro.


Las escenas en el museo son las que tienen mayor carga simbólica. Susan llega a al patio del museo y se detiene ante una obra en que se ve un becerro muerto, sujeto en un poste y asaeteado con docenas de flechas por todo el cuerpo. Sube por las escaleras hasta la segunda planta en que se reúne el patronato, y en el rellano se detiene ante un cuadro que reza una leyenda enorme con la palabra Venganza (Revenge) que no reconoce. Será Sage quien le comente que fue ella misma (Susan) quien la adquirió hace ocho años. La junta se celebra en una mesa redonda blanca, y en ella se discute sobre la conveniencia de despedir a una artista que no termina de cumplir con sus expectativas. Se sostiene un debate en el que Susan, en contra de su propia propuesta de despido, se suma a los partidarios de darle más apoyo.




Interpreto que cuando Susan entra en el museo se encuentra con una metáfora de su vida. El becerro es tradicional representación de la idolatría, de la falsa deidad que merece castigo. Las flechas remarcan la culpa y Susan se identifica con ellas. En ese mismo plano, vemos a la derecha dos puertas metálicas que parecen de ascensor —resulta además de todo punto inverosímil que un edificio que destila lujo por los cuatro costados no tenga un ascensor con paredes de cristal templado que garantice las vistas del conjunto—. Sin embargo, Susan —una mujer tan reblandecida por las comodidades que se corta con el envoltorio de un libro y llama a su mayordomo para completar la faena— decide subir por las escaleras pese a llevar calzadas unas botas de tacón más que generoso. Las escaleras representan la ascensión moral, la expiación de la culpa mediante un sacrificio. Después de subir, Susan no reconoce el cuadro de la venganza que ella misma había comprado; es decir, en congruencia con los valores del progresismo infantiloide que informan su vida, Susan es capaz de admitir la falta y la culpa, pero no de asumir que la suma de ambas haya generado un daño que reclama resarcimiento ni, mucho menos, la objetivación de un castigo. La mesa redonda reproduce el simbolismo artúrico de la virtud, y la reunión es el equivalente a un juicio. El remordimiento por haber abandonado a Edward la carcome y se aparta de su propuesta de despido para apoyar a los partidarios de respaldar a la artista en cuestión.




Acierta Edward en la caracterización de Tony, es decir, en su propia caracterización. Es un hombre débil, pusilánime y paralizado por el miedo: ya les han sacado de la carretera, se han burlado de él y golpeado, han revolcado a su mujer e hija por el suelo. Ve cómo Ray se frota la entrepierna con salacidad y ejecuta contra el suelo unas planchas de indisimulada connotación sexual. La situación es crítica; la desventaja física, posiblemente insalvable; pero las circunstancias apuntan a que no hay margen transaccional alguno y que el desenlace será el crimen. Sin embargo, no sale a campo abierto a por una piedra con la que armarse y morir matando, sino que se deja arrastrar por los acontecimientos. Y vuelve a dar señales de idéntica pusilanimidad cuando se descubren los cadáveres de su mujer e hija desnudas y abrazadas en un sofá tirado en un vertedero de basura. No se abalanza sobre los cuerpos para abrazarlos y gritar su desesperación, sino que queda bloqueado como un pasmarote a tres metros de distancia viendo a la policía actuar.


Sin embargo, Edward falsea la premisa que sostiene el regreso de Tony al lugar de los hechos. Sí, se ha afeitado la barba, su discurso parece más decidido y es más vociferante; pero eso es todo. Sigue siendo un hombre débil; y Ray —un maleante sin ángulos, pero con la inteligencia elemental para detectar la debilidad y el miedo y explotarlos— no le respeta ni con una pistola en la mano. Por otra parte, no hay una venganza real; no es creíble, como principio de acción, esperar a que el sheriff le proponga tomarse la justicia por su mano cuando ya se ha decidido que la respuesta legal es insatisfactoria. Además Tony no actúa; termina disparando casi por reflejo accidental, después de que Ray reconozca su crimen, le llame débil y lo provoque con un retruécano en el que confesión criminal y lascivia se funden: «I remember your fucking wife... I remember fucking your wife» (Recuerdo a tu jodida mujer… Recuerdo haberme jodido a tu mujer).




La venganza de Tony opera en un orden moral; es ilegal pero proporcionada al daño sufrido, casi involuntaria. La de Edward es desproporcionada; no por el acto en sí, que no deja de ser trivial y fácilmente superable a edades en que quien más quien menos ya tiene callo en el corazón, sino por el nivel enfermizo de planificación. Es una cristalización pura de resentimiento, que además se desenvuelve sin dar la cara, con cobardía. Este final resuelve la duda que se plantea sobre su debilidad o sensibilidad. Edward persigue su realización como persona asignándose un destino que desborda su capacidad. Confrontado con la tozudez de los hechos, no reacciona buscando una salida alternativa, sino volcando su frustración sobre el entorno. El hecho de que Susan lo abandone y que aborte del hijo que esperan hará que Edward fije de por vida el objetivo enfermizo de la venganza. Sin embargo, esa venganza sólo puede desplegar su virtualidad lesiva sobre premisas que escapan de su control, a saber: que Susan sea infeliz con Hutton, y que Edward tenga forma de saberlo, porque si no, esa novela que es el producto de veinte años de trabajo enfermizo tiene muchas posibilidades de convertirse en un taco con que forrar una mesa coja, amén de dar ocasión para que Susan confirme la idea de que Edward es un ser triste al que hizo bien en abandonar; de hecho, cuando ella le comenta a Hutton que su exmarido le acaba de enviar una novela, transmite la sensación de que Edward le infunde pena: «It’s sad, really. He never remarried» (En realidad, es triste. Nunca se ha vuelto a casar). Y es que dedicar veinte años de vida a escribir una novela para presumir de talento ante una expareja felizmente casada con otro no es una venganza; es una gilipollez catedralicia. Y esa es la gran inconsistencia de la historia.




Si todo es un fiasco, ¿por qué perder tiempo en analizarlo? Simple y llanamente, porque la película es hermosa. Discrepo radicalmente de quienes consideran que Animales nocturnos es una historia densa, cuya penetración psicológica se echa a pique por un esteticismo pomposo. Al contrario, es un drama inane, redimido por su compromiso estético. Ford juega con la luz para crear un mundo crispante, el de Texas; y fríamente hermoso, el de Susan. Todo falso, sí; como pueda serlo un billete de treinta euros, pero quién pide rigor a la belleza cuando vale como belleza. Los planos son perfectos; los movimientos, coreográficos; las pausas, de una simetría rafaelista sublime. Susan se acicala ante el espejo para quedar con Edward, se pinta los labios; cambia de parecer y se quita el carmín. Y vemos cómo el espejo, la tez pálida y el paño verde del vestido nos llevan al Matrimonio Arnolfini de van Eyck. Susan llega al restaurante; toma una copa para hacer tiempo. Las horas pasan y el plantón empieza a ser evidente; ahoga su frustración con otro whisky y con otro whisky. Y allí, entre biombos orientales y luz crepuscular, vemos cómo los Nighthawks de Edward Hopper se dan la mano con una acuarela de jardín de loto japonés. No discuto su artificialidad; tan sólo afirmo su insultante belleza.
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[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.
Fotogramas, de Animales nocturnos, ICCA. 178916, Depósito legal M–4991–2017.

domingo, 2 de julio de 2017

XLI. VIENTO DE CEDRO

La muerte no es atributo
que el pulcro espejo denuncie
con la carencia de aliento.

Ni la puerta de la vida
es el llanto desgarrado
que excita la nalgada
del partero.

¿Qué es vivir sin amar,
sin fatigar las respuestas
en el roce de otros cuerpos?

¿Pueden arrasar las lápidas
el recuerdo de un amigo
como flor que el sol agosta
y devora?

Nacer, morir; levedad
presa en un capricho de agua
que bulle o teje cristal…

Sea la risa compartida,
la húmeda áncora del beso,
o el latigazo de fuego
que es el odio.