domingo, 24 de septiembre de 2017

VI. CANTAR DE MIO CID (II)


ENLACE A LA PRIMERA PARTE

Cuando el Cid habla de caloñadores y mestureros, [1] y sobre ellos vuelca la culpa de su caída en desgracia y de la ira regia —¡Esto me an vuelto míos enemigos malos!—, queda meridianamente claro que se está refiriendo a personas influyentes en la corte; el censo no puede ser más limitado: autoridades eminentes de la Iglesia o miembros de la alta nobleza. Sin embargo, el Cantar carece de referencia a figuras eclesiales de tronío; se agota en un escalafón eclesiástico bastante inferior al que podría tener privanza con el rey y entregarse a conjuras palaciegas. Ni el abad don Sancho, mayor del monasterio de San Pedro de Cardeña, ni mucho menos el obispo trabucaire don Jerónimo, del que se encarece su apego a las espadas más que a los cirios pascuales, se ajustan al perfil del burócrata venal interesado en arruinar el honor de nadie. A diferencia del tratamiento amable que reciben estos personajes religiosos, desde un primer momento se concita la animosidad del público contra los nobles más linajudos, en un frenético proceso in crescendo que culminará con los infantes de Carrión ultrajando a sus esposas en el robledo de Corpes. Si el personaje del Cid y los hombres de su mesnada quintaesencian virtudes, el Cantar no escatima notas denigratorias para caracterizar a la vieja nobleza, en lo que parece un interés decidido por trasladar la imagen de una enfermedad moral colectiva.

En el mejor de los casos los personajes de mayor alcurnia son fanfarrones y arrogantes; así, cuando llega a oídos del conde de Barcelona, don Remont, que el Cid hostiga las comarcas aragonesas que le rinden parias y parte en su defensa, éste desdeña la pericia y valentía de las huestes cidianas, presentándose en el pinar de Tévar con impedimenta y pertrechos de paseo, del todo inadecuados para campaña. La osadía es inmediatamente detectada por sus enemigos, que aprovechan para plantar batalla en el terreno más escarpado que les ofrece ventaja:

«Ellos vienen cuesta yuso e todos traen calças, / e las siellas coceras e las cinchas amojadas; / nos cavalgaremos siellas gallegas e huesas sobre calças, / ciento cavalleros devemos vencer a aquellas mesnadas. / Antes que ellos lleguen al llano presentémosles las lanças: / por uno que firgades tres siellas irán vazías.»

Cuando su ejército es derrotado y él capturado, sorprende su incapacidad para atar los cabos que unen las causas con las consecuencias; el conde prefiere aferrarse a una aparente subversión del orden natural de las cosas que dicta la derrota del inferior linaje; de ahí que opte por ayunar, por mortificar el cuerpo para expiar la falta moral responsable de su desdicha:

«—Non combré un bocado por cuanto ha en toda España, / antes perderé el cuerpo e dexaré el alma, / pues que tales malcalçados me vencieron de batalla»

Aunque en correspondencia con la caracterización un tanto bufonesca del personaje, en cuanto el Cid le comunica su intención de liberarlo renunciando al rescate que podría obtener por él y le anima a poner fin a su ayuno, el conde come copiosamente. Se hace explícita su incapacidad para mantenerse fiel a sus votos y para aguantar el menor padecimiento, es decir, evidencia su debilidad moral y física. Y no sólo eso, el Cantar quiere dejar patente la superioridad moral del Cid emitiendo un juicio concluyente sobre la validez de la palabra dada. Así cuando el conde don Remont por fin es liberado, no deja de mirar hacia atrás, temeroso de que su captor cambie de parecer y vuelva a prenderlo; que es tanto como decir que el conde no aprecia en mucho sus promesas, y por eso juzga de igual modo las promesas de los demás, frente al Cid, para quien su palabra es ley inquebrantable:

«Aguijava el conde e pensava de andar, / tornando va la cabeça e catándos’ atrás, / miedo iva aviendo que mio Cid se repintrá, / lo que non ferié el caboso por cuanto en el mundo ha, / una deslealtança, ca non la fizo alguandre.»

Si el tratamiento del conde don Remont es más o menos humorístico, el que recibe la vieja nobleza castellana representada por la casa de Carrión es acerbo. Ya desde sus primeras apariciones son personajes cuya acción desmiente su linaje. Lejos de alegrarse del éxito de las campañas cidianas en la medida en que éstas acrecientan la influencia y riqueza de su señor, las hacen de menos; así en la segunda embajada de Minaya, tras derrotar a las huestes sevillanas que atacan Valencia, el conde don García declara su desdén, al punto de ganarse la reconvención del rey por sus palabras:

«Maguer plogo al rey mucho pesó a Garci Ordóñez: / —¡Semeja que en tierra de moros non á bivo omne / cuando assí faze a su guisa el Cid Campeador!— / Dixo el rey al conde: —¡Dexad essa razón, / que en todas guisas mijor me sirve que vós!»

Y en la tercera embajada de Minaya ante el rey don Alfonso, cuando destrozan el cerco del rey Yúcef de Marruecos, el conde don García deja patente que la envidia emponzoña sus entrañas. Lo destacable es que las gestas de quien él percibe como antagonista no son un acicate para espolear sus ambiciones guerreras y llevarle a riesgos en campaña que acrecienten su buen nombre en la corte. No; son espoleta para activar un cálculo inverso que tiene de pedestre desde el punto de vista intelectual —cuanto más crezca la fama del Cid, más decrecerá la suya y la de su casa— todo lo que tiene de estéril desde el punto de vista de la acción práctica:

«pesó al conde don García e mal era irado, / con diez de sos parientes aparte daban salto; / —¡Maravilla es del Cid, que su ondra crece tanto! […] por esto que él faze nós avremos enbargo.»

En relación directa con la envidia está la codicia. Al tratar los aspectos económicos del Cantar, se abundará en el agotamiento de la infraestructura feudal que explica la decadencia de esta alta nobleza, y la fascinación que muestran estos personajes por las riquezas que exhiben los hombres del Cid. Estos tesoros que provocan la envidia del conde don García, son los que despiertan el interés de los infantes de Carrión, que ven en las hijas del Cid ocasión propicia para acrecer fortuna. Los diálogos que mantienen no sólo desvelan su naturaleza interesada —cosa que puede no ser muy elegante, pero que tampoco es moralmente reprobable, y mucho menos según los valores medievales— sino su mezquindad. Y es que les atrae el dinero, pero les asquea el linaje que lo porta:

«—Mucho crecen las nuevas de mio Cid el Campeador, / bien casariemos con sus fijas pora huebos de pro. / Non la osariemos acometer nós esta razón, / mio Cid es de Bivar e nós de los condes de Carrión.»

De los infantes parte la idea de casarse con las hijas del Cid. En el parlamento que dirigen al rey don Alfonso para que solicite al Campeador la mano de éstas, atemperan la crudeza de sus intenciones; pero haciendo énfasis en la naturaleza morganática del enlace, es decir, que los flujos de renta y honor serán unidireccionales, de ellas a ellos y de ellos a ellas, respectivamente:

«—Las nuevas del Cid mucho van adelant, / demandemos sus fijas pora con ellas casar, / creçeremos en nuestra ondra e iremos adelant.— […] Con vuestro consejo lo queremos fer nós, / que nos demandedes fijas del Campeador; / casar queremos con ellas a su ondra e a nuestra pro.»

En Valencia descubrirán que la vida de frontera no es la holganza y molicie que se imaginaban, sino la exposición a duros combates con la morería. El peligro, por una parte —su cobardía—, y los morrales llenos con la dote y parte del botín de Búcar, por otro —su recién ganada independencia económica—, serán motivo más que sobrado para que soliciten del Cid permiso para retirarse a su feudo de Carrión, que es mucho más seguro:

«Vayamos pora Carrión, aquí mucho detardamos. / Los averes que tenemos grandes son e sobejanos, / mientra que visquiéremos despender no los podremos.»

Y éste es el momento en que su codicia se hace más palmaria; pues no les basta con el dinero que atesoran, que a tenor de sus palabras podría abrirles las puertas de matrimonios principescos a la altura de sus ambiciones sociales, y garantizar su fortuna sin ver ocasión para gastarlo en toda su vida:

«D’aquestos averes sienpre seremos ricos omnes / podremos casar con fijas de reyes o de enperadores, […] Verán vuestras fijas lo que avemos nós, / los fijos que oviéremos en qué avrán partición.»

Es que elevan el nivel de la afrenta que ya llevan en mente —escarnecer a sus mujeres y abandonarlas a su suerte—, cuando contemplan la riqueza del moro Avengalvón que protege su comitiva camino de Carrión por orden del Cid. Los infantes se encelan de sus bienes al punto de planear su asesinato y robo, en la idea de que la distancia que separa Valencia de su feudo castellano es lo suficientemente grande como para garantizar la impunidad. Como se ve, la caracterización de los personajes no puede ser más envilecedora:

«—Ya pues que a dexar avemos fijas del Campeador, / si pudiéssemos matar el moro Avengalvón, / cuanta riquiza tiene averla iemos nós / tan en salvo lo abremos commo lo de Carrión, / nuncua avrié derecho de nós el Cid Campeador.»

Haciendo buena la máxima de que el dinero cobrado sin esfuerzo se despilfarra, los infantes dan muestra cumplida de su prodigalidad. No es que el Cantar los retrate abandonados a los placeres saltando de bacanal en bacanal; es más sutil pero no por ello menos contundente. Recordemos que marchan de Valencia con riquezas que consideran de cuantía bastante para no poder gastarlas en su vida, para ganarse matrimonios con hijas de reyes y para que los fijos que oviéremos en qué avrán partición, es decir, dejar herencia a sus hijos. Sin embargo, en el escaso margen que va de la afrenta de Corpes a las cortes judiciales en que el rey los condena a la devolución de las espadas del Cid y de la dote de tres mil marcos en oro y plata, afirman que «—Averes monedados non tenemos nós.—»; razón por la que se ordena traba de sus bienes para hacer frente al pago: «páguenle en apreciadura e préndalo el Campeador.» Aceptemos que las comunicaciones medievales distaban mucho de las presentes; supongamos que la burocracia forense alcanzase niveles de morosidad superiores a los actuales; y descontemos que el autor del Cantar hubiese optado por comprimir deliberadamente el tiempo narrativo para dar sensación de celeridad. Aun así, el manejo de los dineros que hacen los infantes añade otra pincelada de derroche más en un cuadro general de disipación.

Como cabe esperar de personajes de estas características también se adornan por la cobardía. Apenas llegados a Valencia queda claro que los infantes son medrosos y distan mucho de ajustarse a los cánones feudales. Cuando el Cid sestea en su escaño y se escapa un león, los infantes huyen despavoridos a esconderse en donde pueden, por indecoroso que sea el lugar, mientras los hombres del Cid hacen frente a la fiera. Cuando el Cid los llama después de aplacar al león, sus yernos regresan manchados y lívidos, dando pie a chanzas entre los hombres del Campeador:

«Ferrán Gonçález non vio allí dó s’alçasse, nin cámara abierta nin torre, / metiós so l’escaño, tanto ovo el pavor; / Diego Gonçález por la puerta salió /diziendo de la boca: —¡Non veré Carrión!— / Tras una viga lagar metiós’ con grant pavor, / el manto e el brial todo sucio lo sacó».

Que es exactamente la misma reacción que tienen cuando llegan las huestes del rey Búcar a sitiar la ciudad. Mientras que la mesnada del Cid se alegra con el suceso porque para ellos representa la posibilidad de cobrarse botín, los infantes tiemblan y reniegan de su traslado a una frontera tan peligrosa:

«Alegrávas’ el Cid e todos sus varones, / que les crece la ganancia […] mas, sabed, de cuer les pesa a los ifantes de Carrión, […] Amos hermanos apart salidos son: / —Catamos la ganancia e la pérdida no.»

La afrenta del robledal del Corpes no está propiciada sólo por la naturaleza débil de las víctimas, unas mujeres indefensas con las que es fácil ensañarse, sino por la perspectiva de impunidad. Ultrajan a sus mujeres pese a que éstas les llaman a respetar sus fueros so pena de reclamación judicial en vistas o en cortes. Como las distancias entre los feudos son enormes y la mecánica judicial les parece propicia dada su influencia en la corte, no consideran que la amenaza tenga suficiente entidad como para hacerlos desistir de sus propósitos criminales. Será cuando se fije fecha para las lides judiciales el momento en que se arrepientan de sus actos y tiemblen de pavor:

«Ya se van repintiendo ifantes de Carrión, / de lo que avién fecho mucho repisos son, / no lo querrién aver fecho por cuanto ha en Carrión.»

Las sociedades pacíficas no brindan muchas ocasiones para la exhibición de gallardía; ésta no suele apreciarse como virtud y es relativamente fácil que la cobardía se viva con tranquilidad o pase inadvertida del todo; no es así en las sociedades belicosas. Los infantes son cobardes, rápidamente descubiertos, juzgados como tales y escarnecidos por las burlas. Ya quedó dicho que el Cid mandó prohibir entre sus hombres tal juego como iva por la cort, es decir, las chanzas que a costa de sus yernos circulaban por la corte como consecuencia del episodio con el león; algo parecido ocurre después de luchar contra los moros. Minaya Álvar Fáñez encarece su valor en combate, y el Cid se muestra muy satisfecho por oír tales halagos; sin embargo, el resto de sus hombres repasa la batalla sin hallar rastro de los infantes y se ríe por lo bajini:

«e vuestros yernos aquí son ensayados, / fartos de lidiar con moros en el campo.— / Dixo mio Cid: —Yo d’esto só pagado, / cuando agora son buenos adelant serán preciados.— / Por bien lo dixo el Cid, mas ellos lo tovieron a mal. […] Vassallos de mio Cid seyénse sonrisando / quién lidiara mejor o quién fuera en alcanço, / mas non fallavan ý a Diego ni a Fernando. / Por aquestos juegos que ivan levantando / e las noches e los días tan mal los escarmentando».

El sentido cabal de estos versos apunta en la dirección de que el lugarteniente miente a su señor. Por una parte, para aplacar el orgullo herido de los infantes; por otra, para reconfortar al Cid, que se preocupa porque el buen nombre de sus yernos está en entredicho. Esta interpretación se confirma en las cortes judiciales, cuando Pero Vermúez se encara con uno de los infantes y pormenoriza los detalles de aquella batalla:

«¡Mientes, Ferrando, de cuanto dicho has: / por el Campeador mucho valiestes más! […] vist un moro, fústel’ ensayar, / antes fuxiste que a él te allegasses. / Si yo non uviás, el moro te jugara mal».

Pese a que la mentira de Álvar Fáñez es piadosa, su resultado es baldío, pues donde él ve ocasión para el desagravio, los infantes ven recordatorio perenne de su cobardía, y al ser destinatarios de unos elogios que saben inmerecidos, los interpretan, en mala parte, como regodeo ofensivo. Y todo ello sirve para apuntar otra nota negativa de carácter: el resentimiento. Los infantes, como buenos rencorosos, guardan un estadillo pormenorizado de afrentas que vengar y esperan pacientemente su desquite. El episodio del león y los elogios tomados a mal quedan grabados en su mente de modo indeleble, y las cuentas se saldarán sobre los cuerpos de sus esposas. Bien se encarga el autor de que no queden dudas sobre la naturaleza premeditada y alevosa de la agresión: se pergeña en Valencia antes de marchar, y en previsión de que no haya reparos a su desafuero, hacen marchar por delante a la comitiva para poder despacharse a solas con las hijas del Cid:

«aquí seredes escarnidas, en estos fieros montes, / oy nos partiremos e dexadas seredes de nós, […] nós vengaremos por aquésta la del león.— […] Cansados son de ferir ellos amos a dos, / ensayándos’ amos cuál dará mejores colpes. […] —De nuestros casamientos agora somos vengados, / non las deviemos tomar por barraganas si non fuéssemos rogados, / pues nuestras parejas non eran pora en braços.»

Véase cómo se hace énfasis en el ensañamiento —ensayándos’ amos cuál dará mejores colpes—, para buscar el paralelismo con las escenas de ardor guerrero que protagonizan el Cid y los suyos; obviamente, la similitud es puramente formal, y opera en el rango degenerado de producirse contra mujeres desvalidas en lugar de contra moros bien armados; la intención es clara: acentuar la villanía de los infantes. Obsérvese además cómo hay una progresión falaz en la justificación de sus actos, donde la venganza pasa de ser el resultado de verse embromados —por muy desproporcionada que fuese tal reacción— a ser el resultado de verse casados, ¡como si ellos no hubiesen tenido nada que ver en ello! Está claro que es el nivel de mendacidad propio de quien está acostumbrado a salirse con la suya y acomodar la realidad a capricho construyendo un relato legitimador de sus acciones. Lo que fue una acción interesada para mejorar fortuna se convierte por birlibirloque en un enlace gravoso que, al parecer, se les impuso del ronzal. No obstante, lo más sorprendente es la soltura con que el infante Ferrán González miente en juicio insinuando que se les obligó a aceptar un matrimonio morganático que los humillaba, a sabiendas de que el rey, que preside las vistas, conoce bien cómo se fraguó el matrimonio y de quién partió la iniciativa de celebrarlo:

«De natura somos de condes de Carrión, / deviemos casar con fijas de reyes o de enperadores, / ca non pertenecién fijas de ifançones; / porque las dexamos derecho fiziemos nós».

Para rematar el cuadro general de denigración de la alta nobleza, el Cantar se adoba con un personaje fanfarrón y desaforado, el hermano mayor de los infantes, que se presenta desaliñado y ebrio ante el rey, empeñando su palabra con argumentos absolutamente descompuestos que poco tienen que ver con la defensa de sus hermanos; su única intención es la de degradar al Cid:

«Asur Gonçález entrava por el palacio, / manto armiño e un brial rastrando, / vermejo viene, ca era almorzado, / en lo que fabló avié poco recabdo».

Queda patente con este resumen que la actitud narrativa dista de mucho de la neutralidad; se toma partido claro con una presentación halagadora de la baja nobleza en detrimento de la alta, que es caricaturizada y sobajada. Las únicas virtudes que se les reconocen son de naturaleza exclusivamente formal. Cuando llegan a Valencia, los infantes destacan entre el séquito del Cid y dejan a todo el mundo encantado con su buen porte —cavalgan los infantes adelant, adeliñavan al palacio / con buenas vestiduras e fuertemientre adobados, / de pie e a sabor, ¡Dios, qué quedos entraron!—. Y también cuando toman la palabra en las cortes judiciales, son retratados con desenvolvimiento y capacidad para la oratoria hueca; disipan un montón de energías con alegaciones para enervar las demandas del Cid, y se contentan con devolver las espadas que su suegro les había regalado al marchar de Valencia, en la creencia de que eso y sólo eso es lo que se les pide. Son el retrato de la prestancia y comodidad de quien frecuenta ambientes encopetados; frente a ellos, están los hombres del Cid que toman la palabra, se trabucan y exponen sus argumentos de forma abrupta:

«Pero Vermúez conpeçó de fablar, / detienes’le la lengua, non puede delibrar, / mas cuando enpieça, sabed, no l’ da vagar: […] ¡Mientes, Ferrando, de cuanto dicho has: / por el Campeador mucho valiestes más! […] vist un moro, fústel’ ensayar, / antes fuxiste que a él te allegasses. / Si yo non uviás, el moro te jugara mal».

Pero no nos engañemos, esa soltura palaciega, que no es más que el reflejo de las abrumadoras diferencias de formación entre unos y otros, está puesta al servicio de destacar su oquedad de valores materiales, como ocurría con el ensayo de lances sobre los cuerpos de sus esposas. El Cid y los suyos representan el canon de la caballería feudal; y la nobleza de abolengo, un ramal decadente, en tránsito hacia la aristocracia administrativa que surgirá con el Estado moderno. La ironía histórica consiste en que será ese cuerpo de pisaverdes venales quien señoreará el aparato del Estado durante los próximos siglos, a medida que el feudo tradicional se diluya por acción de los príncipes renacentistas y la milicia se concentre en sus manos.

(CONTINUARÁ…)
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[1] Citas, de Cantar de Mío Cid (Ed. Alberto Montaner), Barcelona, Galaxia Gutenberg SL., 2011.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso.

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