domingo, 19 de noviembre de 2017

IV. CARTA DE LORD CHANDOS. HUGO VON HOFMANNSTHAL


Dedico esta entrada a una de esas rarezas literarias cuyos abundantes estudios e interpretaciones, desde los campos más dispares del saber, no han contribuido en un ápice a su conocimiento por el gran público; ni al de la obra ni al del autor, que sigue siendo casi un desconocido por estos pagos. No me mueven la intrepidez ni la vanidad; donde han fracasado sesudos intelectuales como Du Bos, Sweig o Kovacsics, sería de iluso pretender mejor fortuna aupado por una bitácora tan humilde como ésta e iluminado con entendederas más tenues que las suyas. La razón fundamental de mi interés por ella estriba en su carácter único como testimonio de renuncia a la creación poética.

Desde el alba de los tiempos habrán sido miles los poetas que hayan sentido extinguirse en su interior la llama de la creatividad y muchos más los que hayan visto cómo ésta declinaba hasta quedar reducida a un mero espectro de sí, que sobrevivía —aunque lo más correcto sería decir subvivía— como mero apéndice de la costumbre, siempre orillando el filo de precipitarse por la dolorosa coda del autoplagio. Aunque no es pacífica la interpretación de que Ein briefUna Carta, título original con que se publicó en el diario berlinés Der Tag los días 18 y 19 de octubre de 1902— sea la esquela con que un poeta se despide para siempre de su arte, sí son muchos quienes así lo consideran, y es inobjetable que a partir de ella Hofmannsthal muda la impronta con que sella sus obras, que evolucionan de un ser medularmente lírico hacia uno dramático. Opinión muy cualificada en este sentido es la de uno de sus mayores admiradores, Stefan Sweig:

«Y nada honra tanto el respeto de Hofmannsthal por las leyes inmanentes y no reversibles de la edad en el arte, como el que, más tarde, nunca intentó reproducir artificialmente, con recursos del oficio, ese mágico estado de los comienzos, nunca intentó fingir una ebriedad que ya no estaba en su alma ni en su sangre. Y quien desee comprender la íntima resolución de esta renuncia y su honda significación, debe leer aquella imperecedera página de prosa que es la imaginaria Carta de lord Chandos, donde Hofmannsthal explica parecido fenómeno espiritual de inversión con maravillosa claridad psicológica. Ningún poeta se desprendió más honestamente que el Hugo von Hofmannsthal maduro y obsecuente a las leyes supremas de ese milagro del Hugo von Hofmannsthal que él mismo fue.» [1]

Es más, el propio autor sembró su paso con alguna que otra miga que permite alimentar la tesis de la renuncia; así en una carta dirigida a Leopold von Andrian [apud Kovacsics, Adam], escribe:

«En cuanto a todo aquello que criticas, sólo quiero poner una objeción. Dices concretamente que no debería haber utilizado una máscara histórica para mis confesiones o reflexiones, sino que debería haberlas presentado de forma directa. Yo, sin embargo, partí del extremo opuesto. En agosto hojeaba a menudo los ensayos de Bacon; la intimidad de aquella época me resultaba encantadora. En mis ensoñaciones, me sumergí en la manera en que la gente del siglo XVI percibía la antigüedad, y me entraron ganas de hacer algo en ese tono; sólo luego se añadió el contenido, que tuve que extraer de una vivencia propia, de una experiencia viva, para no parecer frío.» [2]

Una Carta se remite por un noble apócrifo Felipe Lord Chandos, hijo menor del conde de Bath, a Francis Bacon, político, ensayista y filósofo, padre del empirismo británico que revolucionó los fundamentos epistemológicos del conocimiento allanando el camino para la ciencia moderna. En ella Chandos, que ha abandonado el fragor metropolitano buscando el sosiego del estanciero, se disculpa ante su amigo por los dos años de silencio en que no ha dado señales de vida, y en los que ha renunciado a la actividad literaria que parecía llamada a proyectarlo a las más altas glorias. El motivo de su reclusión campestre y abandono de las letras se encuentra, resumidamente, en la quiebra de su relación con las palabras; éstas han dejado de ser un instrumento apto para la descripción de la realidad circundante, análisis de la información que brindan los sentidos y emisión de juicios morales. El único camino que Chandos considera abierto es, por exclusión, el silencio. La elección del destinatario de la carta no parece casual; Bacon dedicó más de una página a la teoría de los prejuicios, con una denuncia expresa del lenguaje impreciso como obstáculo para el conocimiento.

Chandos dedica la introducción de su relato al breve repaso de su obra literaria y de los planes que bullían en su interior antes de la crisis; no se tratan estos últimos de ligerezas sino de proyectos ambiciosos dirigidos a obras aglutinadoras de saberes muy amplios:

«A los veintiséis años me pregunto si soy yo quien escribió, a los diecinueve, El Nuevo París, La Dafne, El Epitalamio, poemas pastorales que vacilan bajo el manto suntuoso de las palabras y que una reina celeste y algunos señores demasiado indulgentes se dignan recordar todavía […] Ni siquiera pude captarlo al pronto como una imagen familiar de palabras reunidas: necesité comprenderlo palabra por palabra, como si viera por primera vez esa combinación de vocablos latinos. ¿Cómo es posible? Y sin embargo soy yo y hay retórica en estas preguntas, retórica propia de mujeres o de la Cámara de los Comunes, cuyas capacidades hoy sobreestimadas no bastan sin embargo para penetrar en el fondo de las cosas.» [3]

Lo primero que llama la atención, aparte de la referencia machista a la huera retórica de las mujeres y el desprecio por el incipiente parlamentarismo —ambos disculpables tratándose de un personaje noble de principios del siglo XVIII— son los términos intrínsecamente contradictorios en que Chandos presenta su caso. Toda su narración gira en torno a la idea de pérdida del verbo, y sin embargo, esa ruptura del encantamiento del lenguaje se evacúa en un discurso de elocuencia casi pomposa. No parece fácil conciliar la idea de que haya poemas pastorales vacilando bajo el manto suntuoso de las palabras con la idea de tener que leer un texto propio palabra por palabra porque se haya derogado mentalmente toda conexión sintáctica entre ellas. Aceptémoslo como una licencia.

Como ya se ha dicho, los planes literarios de Chandos que quedan arrumbados por la crisis no son precisamente modestos. Describen, en un sentido puramente formal, una trayectoria paralela al método inductivo–deductivo que pretende Bacon para las ciencias: tomar como punto de partida el dato empírico e intentar desentrañar la ley general que lo describe; no obstante, la realidad sensible que maneja Chandos se ve rápidamente constreñida por la erudición libresca y el símbolo. Su punto de partida, el reinado de Enrique VIII, es positivo; no en el sentido de ejemplo de gobierno feliz, sino en lo que tiene de hecho, de experiencia tangible susceptible de estudio:

«En efecto, yo quería describir los primeros años del reinado de nuestro glorioso soberano Enrique VIII. Las notas dejadas por mi abuelo, el duque de Exeter, sobre sus negociaciones con Francia y Portugal me ofrecían un a modo de base.» [4]

Sin embargo, estos hechos se ven inmediatamente eclipsados por la mitología antigua; ahogados por Narcisos, Proteos, Perseos y Acteones, avanzan en tránsito hacia una explicación fantasiosa de los fenómenos mundanos más desconectados que se pueda imaginar:

«Yo quería descifrar las fábulas y mitos legados por los antiguos que llenan a pintores y escultores de un placer sin límites y sin reflexión; descubrir bajo esos jeroglíficos la sabiduría secreta, inagotable, que a veces me parecía llegar hasta mí como un soplo a través de un velo […] Pensaba en hacer una colección de Apotegmas, como Julio César: recordaréis que Cicerón lo menciona en una carta. […] Quería describir luego la disposición de fiestas y representaciones de singular belleza, crímenes y casos de demencia extraordinarios, los edificios más grandes y originales de los Países Bajos, Francia e Italia, y muchas cosas más. La obra debía tener por título: Nosce te ipsum.» [5]

Chandos parece militar en una epistemología contaminada de escolasticismo, conforme a la cual la realidad sensible es una función de las palabras, o más propiamente de las relaciones entre las ideas, y en la que el argumento de autoridad es definitivo. La función del erudito, y que él se autoimpone, es la conversión del mythos en logos, exprimiendo la neblina simbólica no para obtener hechos singulares que puedan ser más o menos veraces sino la verdad íntegra. Cuando se infiltra la duda sobre la potencia de la palabra, todo su edificio conceptual se derrumba dejando tras de sí una pregunta fatal: ¿Quién es el hombre para hacer planes? [6]

Esta pregunta aparentemente inocua es sumamente reveladora, porque implica una impugnación de toda la arquitectura conceptual del liberalismo burgués al que por origen pertenece Hofmannsthal, y cuya clave de bóveda es la afirmación de la libertad de la persona. Cuestionar la capacidad del hombre para regir su destino implica poner en vilo toda titularidad jurídica, toda legitimación política, toda vocación de acción histórica; implica, en suma, encerrar al hombre en la cárcel de las identidades colectivas y los mitos que las sancionan. Y esta maraña conceptual es la que se insinúa con la pregunta, y se eleva a nudo gordiano por la tirantez con que se traba con algunos elementos más.

El primer lugar la propia naturaleza de la burguesía austriaca como expresión de un proyecto revolucionario fallido. A diferencia de lo ocurrido en Francia, esta clase social emergente no consigue implantar un Estado propiamente liberal que se adecúe a sus demandas; queda relegada a una función subalterna de la aristocracia y sobre todo de la realeza, y ve cómo sus intereses económicos y políticos permean las estructuras administrativas del Estado a una velocidad lenta, que lastra su capacidad para competir en un mercado cada vez más exigente. Para el momento en que Hofmannsthal llega a su madurez, el Imperio Austrohúngaro es una reliquia histórica que espera, a la deriva, el torpedo que la mande a pique. Paradójicamente, esa decadencia política se enmascara con uno de sus momentos de mayor esplendor cultural. Pero no nos engañemos; Klimt, Klee, Rilke, Otto Wagner, Musil, Mahler, Schönberg, Kafka y tantos otros no representan la cultura del conocimiento científico llamada a gobernar el mundo y forjar imperios, sino la del escapismo creativo. Es en el artificio artístico que aspira a una realidad paralela colmada de sentido donde mejor pueden comprenderse los anhelos de Hofmannsthal y su sosias, Chandos.

Otro elemento que coadyuva en su desconcierto personal es la evolución de la sociedad. En un período de tiempo relativamente corto el eje de la actividad económica se desplaza de la agricultura a la industria, propiciando la decadencia definitiva de la aristocracia y el ascenso de una clase social nueva, pronta a organizarse y fuente de una conflictividad social desconocida hasta entonces, el proletariado. Su presencia remodela las ciudades, las desordena y expone al burgués tradicional a la convivencia con la suciedad y el peligro. No es de extrañar la vocación hostil a la urbe que exhibe la reacción romántica. Su exaltación de la naturaleza y del simbolismo neogótico no son más que intentos por elaborar un espacio idílico que recree la pureza perdida, y en el que la sublimación de lo popular es una añagaza para disipar las tensiones de clase en una fantasía unitaria y corporativa, donde cada persona conozca bien cuál es su sitio y a él se sujete.

Y, por fin, la madurez de los medios de comunicación, responsables en último término de la creación de un ente virtual, la opinión pública, que no por más vaporoso es menos influyente. Estos elementos contribuyen a un cuadro general de desorden. Las sociedades se vuelven esquizofrénicas; fundadas sobre principios individualistas, ceden a las dinámicas de masas; y el hombre, sobrexpuesto a los estímulos, ya no obedece tan dócilmente a los requerimientos de la razón sino que combina su ser racional con otro ser psicológico para forjar una personalidad mucho más dispar, inestable e impredecible.

Éste es el magma que sabrán explotar los totalitarismos, y que una persona despierta y sensible, como el Hofmannsthal de principio de siglo, puede intuir. No extrañan las fechas. Una Carta se publica en 1902, tras la muerte de Victoria I de Inglaterra, que cierra un período reformista de relativa tranquilidad; mientras que la ficción se desplaza al 22 de agosto de 1603, es decir, a escasas fechas de la muerte de Isabel I, con la que también culmina otra época de estabilidad que precede a las pugnas políticas entre Corona y Parlamento que caracterizarán los reinados de la dinastía Estuardo, y que se rematan con la cabeza de Carlos I separada del resto del cuerpo. En este contexto de fin de ciclo, de angustia existencial por un cambio que arrumba el estado de cosas que se tiene por natural, es en el que hay que situar la renuncia de Chandos y su juicio sobre la inutilidad de imponer orden de inspiración latina a aquello que no lo acepta:

«Salustio me infundía, por canales libres de todo obstáculo, el conocimiento de la forma, de esa forma profunda, real, interior, que no se presiente hasta no haber franqueado la barrera de los artificios retóricos, forma de la que ya no puede decirse que ordena la materia, pues en realidad la penetra, la levanta y crea, a la vez, poesía y verdad; contraste de fuerzas eternas, algo magnífico como la música y el álgebra. Tal era mi plan favorito» [7]

Con estas palabras, el Chandos anterior a la crisis va un poco más allá de lo que sus planes literarios apuntan. No se trata de que el erudito racionalice la información, la ordene y enriquezca con conexiones no evidentes para el lego; sino de que la realidad parece responder a un orden previo que lleva inserto dentro de sí antes de darse, como un código genético, del cual el mundo sensible no sería otra cosa que una prolongación fenotípica, por seguir con el símil biológico. Los datos que brindan los sentidos importan una experiencia unitaria:

«En resumen: todo lo que existe lo concebía entonces como una gran unidad, sin antítesis entre el mundo espiritual y el material […] en todo sentía presente la naturaleza […] Y yo mismo estaba en toda la naturaleza; cuando, en mi cabaña de caza, gozaba de la leche tibia y espumosa que una muchacha de cabellos enmarañados recogía, en un cubo de madera, de la ubre de una vaca de ojos dulces, no sentía otra cosa que cuando, sentado junto a la ventana de mi study, absorbía el alimento suave y humeante que mi espíritu encontraba en un infolio.» [8]

Como se ve, Chandos vive una realidad marcada por la atenuación del yo, por la voladura de fronteras entre sujeto y objeto que desemboca en una suerte de ubicuidad mental. Cada elemento separado confluye en una singularidad; cada parte es punto de conexión con el todo, fuente potencial de metáfora:

«[…] en todas partes estaba en medio de todo, nunca encontraba algo que sólo fuera apariencia. O bien presentía que todo era parábola y toda criatura una clave de las demás, y ejercitaba mis fuerzas en captarlas una después de otra para hacerme revelar por cada una todas aquellas cuyo secreto conociera.» [9]

Y éste es el punto en que la Carta da cuenta del presente y se vuelve más confusa. El autor quiere convencernos de que su día a día se desenvuelve en la más profunda apatía y ausencia de estímulo; pero se desdice al punto con la relación de unos estados febriles que no resultan nada fáciles de discriminar de esos otros episodios de simbiosis con la naturaleza que acabamos de referir, y que tan significativos le resultaban. Vayamos por partes, y empecemos por la explicación que él suministra de por qué se ha mudado su estado de ánimo:

«En resumen, mi caso es el siguiente: he perdido por completo la facultad de seguir ordenadamente, con el pensamiento o la palabra, un tema cualquiera. Al principio se me hizo imposible hablar de cosas elevadas o generales por medio de términos de los cuales todo el mundo, sin embargo, se sirve corrientemente. Sentía una desazón inexplicable al pronunciar las palabras “espíritu”, “alma” o “cuerpo”. Descubría en mí una incapacidad íntima para emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los incidentes del Parlamento o cualquier otra cosa […] pero las palabras abstractas, que la lengua debe emplear forzosamente para expresar un juicio cualquiera, se me hacían polvo en la boca como hongos podridos.» [10]

Tal y como presenta su caso, Chandos vive inmerso en una crisis conceptual. Las palabras que se emplean de ordinario para enunciar las proposiciones más sencillas quiebran su función, se le deshacen en la boca como hongos podridos. Como no puede servirse de las palabras, no puede ordenar la información y la emisión de juicios se suspende. En el pasaje que sigue, este conflicto interior se plasma de modo mucho más nítido:

«Me ocurrió que al reprender a mi hija de cuatro años, Catalina Pompilia, culpable de una mentira pueril, y al tratar de inculcarle la necesidad de ser siempre veraz, las ideas que afluían a mis labios adquirieron de pronto colores tan centelleantes y se fundieron de tal modo las unas en las otras, que me apresuré a desenmarañar como pude el final de mi frase, pues estaba embargado como por un desasosiego físico.» [11]

La naturaleza inútil del lenguaje borra la línea que separa la verdad de la mentira. Su hija miente en los términos en que convencionalmente empleamos ese verbo, es decir, su palabra falsea su conocimiento o su pensamiento. Cuando Chandos pretende amonestarla porque la mentira violenta el orden moral, tropieza con un obstáculo que él considera estructural: si el vehículo con que el hombre se relaciona con el mundo es la palabra, el resultado no puede ser más que el desajuste con la realidad, es decir, una forma de mentira; ésta podrá ser moralmente disculpable, pero la vía para alcanzar el conocimiento y trasmitirlo está obliterada en cualquier caso. La repercusión moral de tal revelación es devastadora; sin posibilidad de acreditar los hechos fehacientemente, la frontera entre el bien y el mal se torna lábil:

«Hasta en las conversaciones familiares más cotidianas, todos los juicios que se expresan a la ligera, con una seguridad de sonámbulo, me inspiran tantas dudas que he debido renunciar a tomar parte en esas conversaciones. Me dominaba una cólera inexplicable, y que apenas podía disimular, al oír decir, por ejemplo: “El asunto se terminó mal o bien para éste o aquél; el sheriff N. es un mal hombre, el predicador T. es bueno; ¡Pobre el granjero M.!, sus hijos son unos manirrotos; tal otro es digno de envidia, pues sus hijas son económicas; tal familia sube en la escala social, tal otra, en cambio, se degrada.” Todo esto me parecía lo más indemostrable, falaz e inconsistente del mundo.» [12]

Pese a que el grueso de sus esfuerzos está orientado a mostrar las minusvalías del lenguaje, Chandos, como de pasada, brinda a continuación y de modo más nítido la clave que explica, desde mi punto de vista, el porqué de su colapso intelectual. Así cuando relata:

«[…] así veía ahora a los hombres y sus acciones. Ya no conseguía percibirlos con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se descomponía en fragmentos que se fragmentaban a su vez; nada conseguía captar por medio de una noción definida.» [13]

Chandos es víctima de un caso agudo de hipersensibilidad. Pareciera que sus sentidos suministraran un exceso de información que atomizara la realidad. Ese desbordamiento sensorial lo arrastra a una especie de tormento borgiano en que, a modo de Funes el memorioso, registrara cuanto le rodea hasta en los más nimios detalles. [14] La impresión sensorial resultante es tan genuina en intensidad y forma que desborda el lenguaje convencional, y reclama carta de naturaleza mediante la erección de un ideograma propio. Pero como carece de este arbitrio, ha de recurrir al principio rector anejo al lenguaje convencional y el mundo deviene incomprensible. Obsérvese su obsesión por el orden; más en concreto, por limitar las ideas para generarlo:

«Traté de huir de esta situación y refugiarme en el mundo espiritual de los antiguos. Evité a Platón, pues temía el peligro de su vuelo hacia el mito. Quería apegarme sobre todo a Séneca y a Cicerón. Esperaba sanar en la armonía de sus ideas limitadas y ordenadas. Pero no llegué hasta ellas. […] En medio de ellas fui presa de un sentimiento espantoso de soledad: me sentía como un hombre encerrado en un jardín donde sólo habitaran estatuas ciegas; tuve que huir al campo raso.» [15]

La renuncia al lenguaje comporta incomunicación, y ésta lleva indefectiblemente al sentimiento de soledad. Como vemos, el escapismo campestre se presenta como una opción razonable para alcanzar la paz espiritual. Sin embargo, Chandos nos refiere a continuación una serie de lances en que la contemplación de estampas en principio inanes y cotidianas, como un perro tomando el sol, un rastrillo abandonado en la mies, una casita campesina, le inducen un estado febril de emoción, no exento —y ésta es la parte en que Una Carta me parece más embarullada— de plena significación:

«[…] en mí y alrededor de mí siento contrastes arrobadores, infinitos, y no hay ninguno de los objetos, entre los cuales juegan estos contrastes, con el cual no pueda fundirme. Me parece entonces que mi cuerpo se compone de cifras que me dan la clave de todo, o bien que podríamos crear entre nosotros y toda la existencia relaciones nuevas, fecundas en presentimientos, si nos pusiéramos a pensar con el corazón.» [16]

¿En qué radica la diferencia entre estos clímax estáticos y aquellos otros anteriores a la crisis respecto de los que exponía que en todas partes estaba en medio de todo y toda criatura era una clave de las demás? Fuera del registro puramente sentimental que implica encomendar el raciocinio al corazón, la verdad es que no queda muy claro. Por dejar reseña de algún matiz, lo primero sería la pérdida de continuidad en la sensación: no todo cuanto le rodea es fuente de revelación; más bien lo contrario, esa potencia reside en muy pocos objetos. Lo segundo, la pérdida de las conexiones simbólicas en red: el sujeto se funde con objetos particulares sin que éstos aporten puentes simbólicos que lleven a otros objetos. Lo tercero, la preterición de las creaciones humanas más elaboradas: antes el significado surgía lo mismo de lo natural y lo humilde que de lo sofisticado; ahora el resorte que dispara esa comunión espiritual parece refractario a la gran cultura. Y, por último, la irrelevancia de la voluntad: el mecanismo de conexión opera de modo autónomo; Chandos puede concentrarse en aquellos elementos que lo propician y desdeñar los que lo inhiben, pero sin garantía de éxito alguna:

«[…] mi ojo se detiene largamente en los feos perrillos o en el gato que se desliza, elástico, entre los tiestos de flores, y que, de todos los objetos mezquinos y groseros de la vida campesina, busca aquél cuya forma sin apariencia, cuya actitud inadvertida, cuya muda esencia pueda llegar a ser la fuente del éxtasis enigmático, sin palabras y sin límites. Pues la felicidad innominada brotará más bien del fuego de un pastor lejano y solitario que de la contemplación del cielo estrellado; más bien del chisporroteo de un último grillo antes de morir, cuando el viento de otoño persigue ya las nubes del invierno sobre los campos desiertos, que de los sonidos majestuosos del órgano.» [17]

Y quizás lo más relevante sea la dirección en que operan las líneas de fuerza del significado. Cuando el Chandos anterior a la crisis se refería a sí mismo en medio de todo parece apuntar a una virtud proyectiva; Chandos sale de sí para ingresar en una unidad conceptual previa en la que encuentra razón. Por el contrario, tras la crisis, el todo del que habla es mera coartada para un desenlace introspectivo en que se impone una razón endógena que no discurre a través del filtro de los conceptos sino de un modo inmediato, en una suerte de misticismo, es decir, la fusión es más aparente que real:

«El todo es un pensamiento afiebrado, pero un pensamiento cuya expresión es más inmediata, más fluida, más ardiente que las palabras. Son torbellinos; pero no parecen, como los torbellinos de palabras, llevar a lo insondable; me hacen penetrar en mí mismo, en el seno más profundo de la paz.» [18]

En cualquier caso, queda patente su obsesión por la faceta instrumental de las palabras. Al vivir inmerso en un mundo de sensaciones fragmentarias, capta de primera mano las limitaciones del lenguaje convencional. El resultado es el confinamiento en una aporía: si usa de éste, resulta impreciso, cuando no falaz. Si construye su propio código basado en un vínculo privado entre la palabra y su experiencia individual, el resultado proscribe al conjunto de la humanidad porque el lenguaje es, por definición, un bien de dominio público. Como no puede resolver este problema Wittgensteinano, opta por el silencio:

«Quiero decir que la lengua en la cual me sería dado, quizá, no sólo escribir, sino pensar, no es el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de la que no conozco ni una palabra, una lengua en la que me hablan las cosas silenciosas y en la que yo deba un día, tal vez, desde el fondo de la tumba, justificarme ante un juez desconocido.» [19]

El fracaso de la palabra, su crisis y pérdida, puede interpretarse como símbolo del orden fallido. No se pierden las palabras; se pierden las relaciones sobre las que se cimientan y, sin ellas, todo es voz hueca. Nunca sabremos cuánto de Hofmannsthal se trasvasa a Chandos; pero hay en toda la obra un regusto de epitafio. Si ese trasvase fuera caudaloso, parecería el réquiem por un sistema político, social y nacional, fundado en una razón cuya fuerza remite, que no aporta respuestas satisfactorias a las inquietudes del hombre nuevo. Su reacción tiene visos místicos; ese hombre nuevo vislumbra que bajo el orden en crisis bulle una realidad aprehensible únicamente por el sentimiento, frente a la que queda inerme y debe claudicar.

Hay en el relato de Chandos una nota de decadencia, de derogación de toda idea de progreso y trabajo; él mismo nos detalla el tedio que le produce su jornada, el extrañamiento que le provocan sus aparceros y el arquitecto que supervisa las obras del ala nueva de su casa, y los esfuerzos con que a duras penas logra salvar las apariencias. Su tentativa tiene características que la emparentan con el escapismo romántico. La desconfianza en la razón ordenadora, la exaltación del sentimiento como fuente de racionalidad paralela, la búsqueda de una nueva verdad de fundamento individual, el sentimiento de soledad y cierta resignación frente al sufrimiento, la fusión con la naturaleza entendida como terra ignota custodia símbolos, el rechazo del saber clásico y la sobrevaloración de lo popular. Es, en cierto sentido, la línea de mercurio de un termómetro bien significativo: a los pocos años de su publicación, el mundo que Hoffmannsthal conoció desaparecerá para siempre aplastado por dos guerras mundiales, a las que el nacionalismo esencialista de inspiración romántica contribuyó con todo lo que pudo.
——————————
[1] Sweig, Stefan. El misterio de la creación artística, Madrid, Ediciones Sequitur, 2015, pg. 47.
[2] Kovacsics, Adam. Guerra y lenguaje, Barcelona, Acantilado, 2007, pg. 12.
[3] Hofmannsthal, Hugo von. La Carta de Lord Chandos, Buenos Aires, Revista Sur, Nº 163 (Año XVI–Mayo), 1948, pag. 30.
Los interesados disponen de una versión completa del texto en www.parnaíso.cartadelordchandos.es.
[4] Ibidem, pg. 31.
[5] Ibidem, pg. 32.
[6] Ibidem, pg. 31.
[7] Ibidem, pg. 31.
[8] Ibidem, pg. 32.
[9] Ibidem, pg. 33.
[10] Ibidem, pg. 33.
[11] Ibidem, pg. 34.
[12] Ibidem, pg. 34.
[13] Ibidem, pg. 35.
[14] «Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado.» (Borges, Jorge Luis. Ficciones, Madrid, Alianza Editorial, 1992, pg. 129).
[15] Hofmannsthal, Hugo von. Op. Cit., pg. 35.
[16] Ibidem, pg. 38.
[17] Ibidem, pg. 39.
[18] Ibidem, pg. 40.
[19] Ibidem, pg. 40.

No hay comentarios:

Publicar un comentario