domingo, 7 de enero de 2018

XI. LA FALACIA DE LA “ECONOMÍA COLABORATIVA”

[1]

A PROPÓSITO DEL CASO UBER

Para mí, como supongo que para muchos colegas y amigos, uno de los más apetitosos aperitivos de estas pasadas navidades ha sido la STJUE (Gran Sala) de 20 de diciembre de 2017, sobre el caso Uber. Llevo ya semanas deseando hincarle el diente, pero lo cierto es que los estímulos y esfuerzos a que sometemos a nuestros maxilares en estas fechas no lo han propiciado. Ahora he encontrado el momento.

Más que las razones primigenias que motivan el planteamiento de la cuestión prejudicial que conduce a este pronunciamiento —sin duda, sobradamente conocidas por sus enormes repercusiones sociales y mediáticas, y que se encuentran principalmente vinculadas a las exigencias y limitaciones que se imponen a los prestadores de ciertos servicios—, me interesan mucho más, como laboralista, las repercusiones que el mismo tiene en cuanto atañe a la delimitación y conformación del objeto y razón de ser misma de nuestra disciplina, el trabajo asalariado y la tutela y garantía de unos derechos básicos a quienes lo desempeñan.

Tengo que adelantar, aun a riesgo de que todo cuanto diga a continuación carezca ya de sentido, que no albergaba demasiadas dudas sobre la calificación de la actividad de unas personas que, por medio de una aplicación para el teléfono, se prestan a realizar con su propio vehículo desplazamientos urbanos para otras personas a cambio de una retribución —lo mismo, dicho sea de paso, que si se trata de repartir comida a domicilio, paquetería, mensajería, por medio de plataformas digitales o sistemas equivalentes—. Salvando las que derivan de la necesaria delimitación entre el trabajo autónomo y el dependiente, comunes a casi todos los demás retos con que se enfrenta en este momento la ordenación del trabajo productivo prestado por seres humanos —los robots son harina de otro costal—.

Del mismo modo que tampoco me parecía dudoso que alguien que interviene en la denominada economía colaborativa, promoviendo el intercambio o el uso de determinados bienes o servicios obteniendo con ello un beneficio económico encaja de lleno en la figura del empresario, sin perjuicio de que su actividad quede limitada a la mediación en un mercado de intercambio de esos bienes y servicios —resulta de enorme interés lo que dice al respecto Juliet B. Schor—. [2] Luego añadiré alguna otra cosa en relación con lo que conforme a la doctrina del propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) se reputa como actividad económica.

El litigio principal en el caso Uber surge de la petición que formula la Asociación Profesional Élite Taxi al Juzgado nº3 de lo Mercantil de Barcelona para que determine si la actividad realizada por Uber Technologies Inc., consistente en dar apoyo a sus sociedades para proveer de servicios de transporte urbano demandados por particulares a través de aparatos móviles y por Internet, vulnera la legalidad vigente y constituye una práctica de competencia desleal, al no encontrarse sometida a la necesaria obtención de los oportunos permisos y licencias administrativas, a que sí están sujetas las empresas del taxi; con el coste diferencial evidente que ello comporta, y la limitación que supone para el principio de libertad de establecimiento [para el caso concreto, conforme a lo previsto en la Ley 19/2003, de 4 de julio, del Taxi (DOGC n.º 3926, de 16 de julio de 2003, y BOE n.º 189, de 8 de agosto de 2003), y en el Reglamento Metropolitano del Taxi de Barcelona, de 22 de julio de 2004]. Y para dirimir esta cuestión es determinante saber si los servicios prestados por, o a través de Uber, deben calificarse como servicios de transporte, servicios propios de la sociedad de la información —servicio electrónico de intermediación— (incluidos en el ámbito de aplicación de la Directiva 2006/123 y de la entonces vigente Directiva 98/34), o una combinación de ambos tipos de servicios.

A tal efecto, el juzgado remitente indica que la actividad de Uber, cuya calificación jurídica se demanda, consiste en contactar o conectar a personas que desean efectuar un desplazamiento urbano y que acceden al servicio mediante una aplicación informática epónima, con conductores no profesionales que emplean su propio vehículo, a los que asimismo proporciona para ello una serie de herramientas informáticas. Está de más señalar que la clave se encuentra en la naturaleza lucrativa de la actividad de Uber; que el usuario abone una cantidad por el servicio cuestiona de raíz la calificación de éste como economía colaborativa, entendida como prestación de una asistencia, auxilio o ayuda mutua desinteresada.

El TJUE toma como punto de partida que, efectivamente, la intermediación y el transporte constituyen dos servicios diferentes, que contemplados aisladamente pueden estar vinculados o sometidos a diferentes disposiciones del Tratado Fundacional de la UE relativas a la libre prestación de servicios, y/o distintas directivas o normativas reguladoras. Pero, pese a ello, en la situación que describe el juzgado remitente, en la que el servicio de transporte no colectivo de pasajeros lo realizan conductores no profesionales con su propio vehículo, el TJUE considera que es el prestador del servicio de intermediación el que crea al mismo tiempo la oferta del servicio de transporte urbano, cuyo funcionamiento general organiza en favor de las personas usuarias. Afirmación a partir de la cual el TJUE no hace sino describir con nitidez lo que constituye una verdadera actividad empresarial compleja o completa —de intermediación y transporte— que integra la selección del personal —los conductores no profesionales—, y el proporcionar o disponer de las herramientas sin las cuales estos últimos no podrían desarrollar la actividad —la aplicación informática—, ni los usuarios demandar y recurrir a esos servicios. Y añade, a mayor abundamiento, que Uber «ejerce una influencia decisiva sobre las condiciones de las prestaciones efectuadas por estos conductores», al establecer por medio de la aplicación epónima el precio máximo de la carrera, que recibe del cliente para después abonar una parte al conductor del vehículo; y realizar también «cierto control sobre la calidad de los vehículos, así como sobre la idoneidad y el comportamiento de los conductores, lo que en su caso puede entrañar la exclusión de éstos.»

En resumidas cuentas, se concluye que este servicio de intermediación forma parte integrante de un servicio global cuyo elemento principal es un servicio de transporte y, por lo tanto, que no responde a la calificación de «servicio de la sociedad de la información» [en el sentido del artículo 1, punto 2, de la Directiva 98/34, al que remite el artículo 2, letra a), de la Directiva 2000/31], sino a la de «servicio en el ámbito de los transportes» [en el sentido del artículo 2, apartado 2, letra d), de la Directiva 2006/123]. Servicio que, conforme a la jurisprudencia del propio TJUE, engloba cualquier actividad o prestación ligada de forma inherente a un desplazamiento de personas o mercancías de un lugar a otro gracias a un medio de transporte [véanse, en este sentido, la sentencia de 15 de octubre de 2015, Grupo Itevelesa y otros, C 168/14, EU:C:2015:685, apartados 45 y 46, y el dictamen 2/15 (Acuerdo de libre comercio con Singapur), de 16 de mayo de 2017, EU:C:2017:376, apartado 61]. Y que, en fin, se encuentra excluido del ámbito de aplicación del artículo 56 TFUE, relativo a la libre prestación de servicios en general, y sometido al régimen del art.58 TFUE, apartado 1, disposición específica con arreglo a la cual «la libre prestación de servicios, en materia de transportes, se regirá por las disposiciones del título relativo a los transportes» (véase, en este sentido, la sentencia de 22 de diciembre de 2010, Yellow Cab Verkehrsbetrieb, C 338/09, EU:C:2010:814, apartado 29 y jurisprudencia citada). Disposiciones que, en el estado actual del Derecho de la Unión, incumbe adoptar a cada uno de los Estados miembros.

Retomo en este punto lo que centra mi interés, la atribución a los conductores —o los riders de Deliveroo, por poner sólo otro señalado ejemplo— de la cualidad de verdaderos trabajadores asalariados. La solución al enigma de qué ha de entenderse por trabajador la proporciona el propio TJUE, con base en parámetros que, dicho sea de paso, no difieren sustancialmente ni contradicen nuestra tradición jurídica, nuestro concepto legal (art.1.1 ET) ni nuestra doctrina más clásica sobre el asunto. Y que giran en torno a las archiconocidas notas de voluntariedad, retribución, ajenidad y dependencia. Esta última, la más decisiva, pero también la más dúctil, flexible o —como se dice ahora— la más licuada (por aquello de la liquidez de las cosas, las ideas y los valores). Una característica que ha permitido, a lo largo de más de un siglo, mediante una comprensión graduable y dinámica, ir adaptándose a los cambios que han ido experimentando los sistemas productivos, y el tejido y los criterios de organización de las empresas, dando cobijo a las nuevas formas y modalidades emergentes del trabajo humano.

Y así, para el TJUE —que lo que pretende en último término es que se garantice la efectividad del Derecho de la Unión (STJUE, asunto Levin, ECLI:EU:C:1982:105)— lo decisivo para merecer la calificación de trabajador por cuenta ajena es que exista alguna vinculación con el mercado de trabajo, por tenue que esta sea, y aun cuando se hayan podido alternar o intercalar períodos de inactividad o apartamiento temporal de ese mercado (SSTJUE, asuntos Vatsouras y Koupatantze, ECLI:EU:C:2009:344; Jessy Saint Prix, ECLI:EU:C:2014:2007; y Piscarreta, ECLI:EU:C:2017:574). Y que la persona realice o haya realizado una actividad por cuenta ajena «real y efectiva»; o, dicho de otro modo, haya desarrollado durante un cierto tiempo determinadas prestaciones en favor de otra persona y bajo su dirección, a cambio de una remuneración (STJUE, asunto Hava Genc, ECLI:EU:C:2010:57). Y todo ello, con independencia de la mayor o menor prolongación de la propia actividad, del carácter ocasional de la misma, de que la jornada alcance un cierto umbral de duración, del nivel de ingresos obtenido, de la singularidad o naturaleza sui generis de la relación jurídica existente entre las partes, de la calificación de la misma o de la naturaleza del vínculo conforme al Derecho nacional (SSTJUE, asuntos Kempf, ECLI:EU:C:1986:223; Bettray, ECLI:EU:C:1989:226; Rinner–Kühn, ECLI:EU:C:1989:328; Bernini, ECLI:EU:C:1992:89; Ninni–Orasche, ECLI:EU:C:2003:600; Mattern y Cikotic, ECLI:EU:C:2006:220; Union Syndicale Solidaires Isère, ECLI:EU:C:2010:612; Gérard Fenoll, ECLI:EU:C:2015:200; o Ruhrlandklinik, ECLI:EU:C:2016:883).

Resulta igualmente útil destacar algo que el TJUE subraya en este último asunto mencionado, el caso Ruhrlandklinik, donde se toma en cuenta asimismo si la persona participa en una «actividad económica». La duda surgía del hecho de que fuera una entidad benéfica, una Hermandad, la que ponía a la trabajadora —una enfermera— a disposición de una clínica, a cambio de una retribución mensual calculada conforme a los criterios habituales en el ámbito de los servicios sanitarios. La Hermandad actuaba realmente como una ETT —se cuestionaba, justamente, si había de aplicarse la normativa europea sobre el trabajo temporal a través de Empresas de Trabajo Temporal—. Para el TJUE no es dudoso que la Hermandad desarrollaba una «actividad económica» consistente en ofrecer servicios en el mercado de la cesión de personal de enfermería a establecimientos sanitarios a cambio de una compensación pecuniaria que cubría los gastos de personal y los administrativos.

Ya en el asunto Udo Steymann, ECLI:EU:C:1988:475, se había suscitado el mismo tipo de interrogante en relación con las tareas llevadas a cabo en el seno de una comunidad religiosa —que el TJUE extiende a cualquier otro tipo de comunidad basada en una fuente de inspiración espiritual o filosófica—. El interesado realizaba en este caso labores de fontanería, participando además en las de tipo comercial desplegadas por la congregación. A cambio, esta última atendía las necesidades materiales de sus miembros, al margen del tipo y extensión de los trabajos que los mismos efectuasen. También aquí entiende el Tribunal que existe una actividad económica, en la que el interesado participa mediante una prestación real y efectiva, y a cambio de una contraprestación.

Por fin, el TJUE ha contribuido también a la distinción y delimitación de las figuras del trabajador por cuenta ajena, el autónomo, el prestador de servicios y —lo que es más relevante— el falso autónomo. Por ejemplo, en la sentencia recaída en el asunto FNV Kunsten Informatie en Media, ECLI:EU:C:2014:2411, donde rotundamente se afirma que un operador económico independiente puede ser asimilado a un trabajador cuando no determina de forma autónoma su comportamiento en el mercado, sino que depende completamente de su comitente, no soporta ninguno de los riesgos financieros y comerciales resultantes de la actividad y opera como auxiliar integrado en la empresa de aquel (asunto Confederación Española de Empresarios de Estaciones de Servicio, EU:C:2006:784, apartados 43 y 44). Y, en fin, que la calificación nacional como trabajador autónomo no impide que conforme al Derecho de la Unión, y a sus efectos, se pueda considerar verdadero trabajador por cuenta ajena a quien opera bajo una apariencia ficticia de independencia o con disimulo de lo que a todos los efectos es una relación laboral (sentencia Allonby, asunto C–256/01). En particular por lo que se refiere a su libertad para determinar su horario, su lugar de trabajo y el contenido del mismo, y a la no participación en los riesgos comerciales de dicho empresario.

Pues bien, para proyectar esta doctrina sobre el caso Uber es oportuno no perder de vista los datos fácticos de los que parte el TJUE: que es Uber el que organiza el funcionamiento general del servicio integral de intermediación y transporte urbano, el que se ocupa de la selección de los conductores, así como de llevar a cabo un «cierto control sobre la calidad de los vehículos» y sobre la «idoneidad y el comportamiento de los conductores»; lo cual puede incluso entrañar la exclusión (¿despido?) de estos. Y es también Uber quien les proporciona las herramientas tecnológicas necesarias para poder prestar el servicio; y el que «ejerce una influencia decisiva sobre las condiciones de las prestaciones efectuadas por estos conductores», estableciendo por medio de la aplicación epónima el precio máximo de la carrera, y recibiendo dicho importe del cliente para después abonar una parte al conductor del vehículo.

Como decía al principio, desde mi punto de vista no resultaba demasiado complicado subsumir este supuesto en la situación o tipo de actividad que describe el art.1.1 ET, y afirmar la existencia de las notas características de un trabajo asalariado: voluntariedad, retribución, ajenidad y claros indicios de una relación de subordinación o dependencia en las condiciones en que los conductores prestan el servicio. Sin necesidad de demasiadas filigranas interpretativas o argumentales en torno a la concurrencia o no de esta decisiva nota.

Para concluir, he manifestado ya en un reciente trabajo que se encuentra en prensa mi percepción sobre lo que podría calificarse como una tendencia a la universalización de la noción de trabajador por cuenta ajena en el contexto de la Unión Europea, a la que apuntan resoluciones como la sentencia Balkaya, ECLI:EU:C:2015:455, donde se asevera que «el concepto de trabajador no puede remitirse a las legislaciones estatales y debe interpretarse de manera autónoma y uniforme en el ordenamiento jurídico de la UE»; y con mayor claridad aun, algunas acciones políticas de mayor envergadura como la Resolución del Parlamento Europeo, de 19 de enero de 2017, sobre el Pilar Europeo de Derechos Sociales, ratificado en la Cumbre Social de Gotemburgo del pasado 17 de noviembre, en cuyo preámbulo se declara que cuando los principios que en él se consagran se refieran a los trabajadores, habrá que considerar que conciernen a todas las personas empleadas, al margen de su situación o condición, de la modalidad de empleo y de su duración. Por cierto, resulta sumamente esclarecedor que en el referido documento se aluda de manera particularmente incisiva a la preocupación por la depauperación de las condiciones de vida y trabajo, y al creciente riesgo de pobreza y exclusión social que proviene de la evolución de los mercados de trabajo europeos hacia formas de empleo atípicas o no convencionales, entre ellas, las que propician las plataformas digitales y la economía colaborativa.

Esa misma inquietud se pone de manifiesto una vez más en la Resolución del Parlamento Europeo, de 4 de julio de 2017, sobre las condiciones laborales y el empleo precario, donde se reitera la solicitud a la Comisión y a los Estados miembros de que actúen contra el empleo precario, incluido el trabajo no declarado o de la economía informal, el autónomo ficticio y el que se desarrolla en el marco de la economía colaborativa y las plataformas digitales.

Habría que añadir a todas esas declaraciones e iniciativas una nueva petición que el Parlamento Europeo dirige a los Estados miembros para que tomen en cuenta la Recomendación 198 de la OIT, sobre la relación de trabajo (2006), que incorpora indicadores como la integración de la persona en la organización de la empresa, la realización de la prestación en un horario o lugar determinado, la disponibilidad del trabajador, el suministro de herramientas, maquinaria o materiales por el empleador, la retribución periódica, o el disfrute de los descansos semanales u otros derechos típicamente laborales para apreciar que existe trabajo prestado en las condiciones que merecen la tutela característica que proporciona el Derecho del Trabajo.

Esto permitiría incluir bajo el paraguas protector de la normativa socio–laboral a colectivos tradicionalmente excluidos del ámbito del Derecho del Trabajo, dentro y fuera de la Unión, tales como los empleos menores o marginales (STJUE Megner y Scheffel, ECLI:EU:C:1995:442), los trabajadores a la carta, los casual workers, los cero horas; y, en general, a cuantas personas desempeñen su trabajo bajo las nuevas modalidades de empleo y actividad existentes o que puedan idearse; que está demostrado que son una fuente creciente de los males que nos acechan: precariedad, vulnerabilidad, marginación, explotación y fraude; riesgo, en suma, de una nueva forma de esclavitud. [3]
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[1] Fotografía, de www.hdfondos.eu.
[2] www.abc.es.
[3] CASAS BAAMONDE, Mª E. Precariedad del trabajo y formas atípicas de empleo, viejas y nuevas ¿Hacia un trabajo digno?, Derecho de las Relaciones Laborales nº9, octubre 2017, pp.871 y ss.

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