domingo, 18 de febrero de 2018

VII. LAS PRIMERAS POETISAS EN LENGUA CASTELLANA (II)


ENLACE A LA PRIMERA PARTE

Como no podía ser de otra manera, una parte muy importante de la creación poética de nuestras pioneras se dedica al amor. No existe un marco canónico que sujete cada poema con firmeza dentro del molde estándar, pero sí unas líneas maestras que informan el conjunto con bastante fidelidad. La primera impresión que produce su lectura es la del amor entendido como portal para el sufrimiento; es una efímera estancia de felicidad que da pie a una condena en el purgatorio de la nostalgia. La idea es conocida: el placer se paga; así este Soneto, de Juana de Arteaga:

«Alegres horas de memorias tristes / que, por un breve punto que durastes, / a eterna soledad me condenastes / en pago de un contento que me distes. // Decid: ¿por qué de mí, sin mí, os partistes / sabiendo vos, sin vos, cuál me dejastes? / Y si por do venistes os tornastes, / ¿por qué no al mismo punto que vinistes? // ¡Cuánto fue esta venida deseada / y cuán arrebatada esta venida! / Que, en fin, la mejor hora fue menguada. // No me costastes menos que una vida: / la media en desear vuestra llegada / y la media en llorar vuestra partida.» [1]

Obsérvese cómo la mecánica mercantil aneja a este concepto de amor opera en un registro usurario: las alegres horas que duran por un breve punto suponen la condenación a eterna soledad, en pago de un contento. Se esboza además una idea que es clave de bóveda del sistema moral: la mujer adopta un rol pasivo. El amor llega como podría hacerlo la gripe y desaparece sin dejar rastro de sí, ciñéndose la intervención femenina a su deseo anterior y a su remembranza posterior. Como la férula de las costumbres expropia a las mujeres de toda posibilidad de acción, el amor así entendido está llamado a ser una experiencia convulsa que marca indeleblemente sus almas. Lo resume Arteaga con precisión en el terceto de cierre: su vida se parte en un antes y un después.

Esa misma idea de desgarro la maneja con efectividad Luisa de Carvajal y Mendoza (1566–1614), aunque ciñendo un poco más el cepo del tormento. Donde Arteaga gozaba siquiera por un efímero momento, Carvajal parece concebir que la esencia misma de la mujer amante, su verdadera dimensión, surge en la pérdida y en la gestión del dolor; véase, si no, este Soneto:

«Ay, soledad amarga y enojosa, / causada de mi ausente y dulce amado; / dardo eres en el alma atravesado, / dolencia penosísima y furiosa. // Prueba de amor terrible y rigurosa / y cifra del pesar más apurado, / cuidado que no sufre otro cuidado, / tormento intolerable y sed ansiosa. // Fragua que en vivo fuego me convierte, / de los soplos de amor tan avivada, / que aviva mi dolor hasta mi muerte. // Bravo mar, en el cual mi alma engolfada, / con tormenta camina dura y fuerte / hasta el puerto y ribera deseada.»

Éste es uno de los poemas que más me gustan de toda la colección por su perfección formal. Los cuartetos se construyen con versos de frase cerrada que no dejan descanso a la metáfora; no sólo eso, preparan el terreno para que los tercetos desarrollen una imagen aparentemente antagónica —el amor pasa de fragua incandescente a mar embravecida— que encierra un desenlace unitario, la muerte como ribera deseada. Es especialmente hermoso el verso en epanadiplosis, cuidado que no sufre otro cuidado, que constituye una figura de dicción impropia, donde no se juega sólo con el efecto eufónico de la repetición sino con la polisemia de la palabra repetida. Todo el poema es un prodigio de conceptismo. Carvajal trilla también esta mies con otro soneto cuyo título es bien elocuente, Deseos de martirio:

«Esposas dulces, lazo deseado, / ausentes trances, hora victoriosa, / infamia felicísima y gloriosa, / holocausto en mil llamas abrasado. // Di, amor, ¿por qué tan lejos apartado / se ha de mí aquella suerte venturosa, / y cadena amable y deleitosa / en dura libertad se me ha trocado? // ¿Ha sido por ventura haber querido / que la herida que al alma penetrada / tiene con dolor fuerte, desmedido, // no quede socorrida ni curada, / y el afecto aumentado y encendido / la vida a puro amor sea desatada?»

Estilo compendioso donde los haya. Los cuartetos sólo recurren a dos verbos con función de predicado; el resto es un rizo retórico donde el oxímoron alcanza cotas de derroche: las esposas son dulces; el lazo, deseado; la infamia, felicísima; la cadena, amable; y la libertad, dura. ¡No hay quien dé más! La soledad y el dolor que causa ésta son piedra de toque que sirve para aquilatar la pureza del amor; el sentimiento es raíz de un bucle de pesares a los que sólo la muerte puede poner fin. Este desenlace escatológico desdibuja los perfiles del objeto amado, conformando un amor híbrido que lo mismo puede depender de una pasión carnal desmedida, que entroncar con la tradición de atormentar el cuerpo que sigue al fervor por Dios.

Otra línea argumental para el sufrimiento es la que acompaña al amor burlado. Lo que resulta más peculiar en su tratamiento —que empalma con la naturaleza pasiva del rol que corresponde a la mujer— es su aceptación natural; la angustia no se acompaña por resquemor, ira ni resentimiento alguno que empañe las tribulaciones del alma; ésta se duele siempre con limpieza; así este Soneto, de Hipólita de Narváez:

«Engañó el navegante a la sirena, / el dulce canto en blanda cera roto; / y ayudado del santo, su devoto, / el cautivo huyó de la cadena. // De la serpiente que en la selva suena, / la virgen se libró con alboroto, / y de las ondas se escapó el piloto / haciendo remo el brazo, nao la entena. // Yo, fuerte, presa tímida, constante, / venzo sirenas, sierpes, ondas, hierro, / y sola muero a manos de mi daño. // Virgen, piloto, esclavo, navegante, / ven, libres, que no importa a mi destierro / voto, temor, necesidad, engaño.»

Las metáforas de entrada nos equiparan al amor con sirenas homéricas, cautiverios, sierpes y tormentas marinas; se emplaza, por tanto, entre las fuerzas desatadas, ingobernables o, cuando menos, poco confiables. Cada una de esas metáforas se resuelve, no obstante, con un desenlace feliz —Odiseo conjura el canto de las sirenas con tapones de cera, el preso se escapa con la ayuda divina, la doncella evita la mordedura de la serpiente y el marinero se salva a nado componiendo un aparejo con los restos de la nave—, lo que abonaría la idea de que Narváez concibe algún arbitrio para esquivar las resultas más funestas del amor. Sin embargo, la resolución del poema deroga ese esbozo para asumirlas todas en su escala más gravosa; la fidelidad al molde de la inmolación por amor es absoluta.

Analizado en conjunto llegamos a la conclusión de que el amor para la mujer implica el cumplimiento de un destino fatal que debe aceptarse con deportividad; el destierro de toda esperanza es radical, pues se fragua incluso antes que el sentimiento que lo induce. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en este Soneto al temor, de Catalina Clara Ramírez de Guzmán (1611–1684):

«Deja vivir, Temor, a mi esperanza / que apenas nace cuando apenas muere; / y si no ha de lograr, deja que espere, / ya que está el bien del mal en la tardanza. // No tengo en sus promesas confianza / mas le agradezco que adularme quiere; / no estorbes que me engañe si pudiere / fingiendo que en mi mal habrá mudanza. // Si esperar la esperanza me entretiene / deja tan corto alivio a mi tormento / que por lisonja el gusto lo previene. // No niegues, Temor, tan corto aliento, / ya sé que el concederte me conviene: / que es seguir la esperanza, asir el viento.»

Pugnan en el poema dos fuerzas tan desparejas, la razón práctica —ya sé que el concederte me conviene— y la pasión descreída —No tengo en sus promesas confianza—, que bien pudieran coadyuvar en un mismo objetivo. La única explicación para un desenlace tan a contrapelo del sentido común está en la asignación social de los papeles en presencia. El hombre puede burlar sin admonición moral —no estorbes que me engañe si pudiere—, y sin más preocupación que la defensa de su honra que haga algún familiar directo de la mujer burlada. Entiéndase que la honra de la mujer no es propia de ella; integra el patrimonio familiar y a otros corresponde su custodia. [2] El papel de la mujer es aceptar lo que le toque en suerte, sin pedir ni esperar nada. Es sabido que un poema no es un artículo de antropología social, y que a través de sus versos puede colarse no poca ficción o pose; pero es difícil que su lectura, en lo que tiene de estilización de un orden social de horizontes tan limitados para la mujer, no se empañe por una cierta tristeza.

En los aledaños de la jurisdicción amorosa nos encontramos con poemas que apuestan por una caracterización más frívola de la feminidad, que se ajusta al tópico de la inconstancia emocional; así este Soneto, de Leonor de la Cueva y Silva († 1705):

«Ni sé si muero ni si tengo vida, / ni estoy en mí, ni fuera puedo hallarme, / ni en tanto olvido cuido de buscarme, / que estoy de pena y de dolor vestida. // Dame pesar el verme aborrecida / y si me quieren, doy en disgustarme; / ninguna cosa puede contentarme, / todo me enfada y deja desabrida; // ni aborrezco, ni quiero, ni desamo; / ni desamo, ni quiero ni aborrezco, / ni vivo confiada ni celosa; // lo que desprecio a un tiempo adoro y amo; / vario portento en condición parezco, / pues que me cansa toda humana cosa.»

Y que el Soneto sobre cuál sea mejor, amar o aborrecer, de Sor Juana Inés de la Cruz —sobre la que hemos de volver más adelante—, lleva al paroxismo; véase, si no:

«Al que ingrato me deja, busco amante; / al que amante me sigue, dejo ingrata; / constante adoro a quien mi amor maltrata; / maltrato a quien mi amor busca constante. // Al que trato de amor, hallo diamante; / y soy diamante al que de amor me trata; / triunfante quiero ver al que me mata / y mato a quien me quiere ver triunfante.»

Si nos abonásemos a las explicaciones psicológicas, encontraríamos en estos poemas el reverso de esa moneda de inmolación gozosa que parece cláusula de estilo de la época. Como pesa sobre la acción femenina un veto general, debe acceder al cortejo. Pero como la asunción de costes sin la perspectiva de beneficios es vitalmente ruinosa, el resultado es que no sabe qué hacer consigo misma, desembocando en una conducta neurótica. Qué mejor figura retórica que la paradoja para captar el dilema; y si este recurso cae en manos de Sor Juana, ya se encarga su talento de que el túmulo se yerga hasta los límites del despilfarro.

Otro ramal de la lírica amorosa que se observa con frecuencia es el del travestismo. La autora imposta una identidad masculina para enfrentarse al mismo problema desde otra perspectiva; tomemos de nuevo como ejemplo a Leonor de la Cueva y Silva, con este Soneto a Floris:

«Ausente estoy de tus divinos ojos; / en fin, ausente y lleno de desvelos: / si al ausencia cruel siguen los celos, / confieso, Floris, que me dan enojos. […] ¿Cuándo se ha de acabar, Floris divina, / la rigurosa pena de no verte / y el cobarde temor de tu mudanza? // Que aunque eres en firmeza peregrina, / vive mi amor dudoso de perderte, / aunque más le sustenta la esperanza.»

Parece que de la Cueva, actuando en modo masculino, se allana a los requerimientos del amor cortés. La mujer es sublimada para llevarla a detentar un poder cuasi despótico sobre el corazón del hombre, que queda a merced de los caprichos femeninos. La inteligencia del terceto de cierre es dudosa; las dos oraciones adversativas sumadas a las posibilidades polisémicas del sintagma en firmeza peregrina abren demasiadas opciones. No obstante, parece apuntar a que la mudanza del estado emocional es la fragua que templará el carácter del amante; se incluye entre las posibilidades del hombre, eso sí, la de abrigar esperanzas, algo que casi nunca caía del partido de la mujer.

Entre las formas de travestismo lírico que se emplearon por las mujeres de aquel tiempo para para agazapar el amor, se encuentra aquélla que tiene a Dios por objeto amado. Constituye en algunos aspectos una variante del anhelo de muerte que instaura Santa Teresa; se separa de éste en la carnalidad del sentimiento. Es la naturaleza inmaterial de Dios la que habilita una forma de descripción del deseo que, sin ser de una sexualidad explícita, no puede calificarse de platónico. Un ejemplo de ello podría ser este poema a medio camino entre el romance y la seguidilla de Sor Marcela de San Félix (1605–1688), titulado A una ausencia de Dios:

«[…] ¡Ay, dulce amado mío!, / si tu piedad es tanta, / ¿cómo no te enternecen / mis amorosas ansias? […] Cuando más encendida / pudiste ver la llama, / con desdenes tan tristes / pretendes apagarla. […] Cuando con más afectos / a tu unión anhelaba, / me veo sola y triste / tan lejos de gozarla. […] Cuando el estar conmigo, / Esposo de mi alma, / que eran deleites tuyos / creía confiada. […] Confieso que te doy / ocasión por mil causas / para que te desvíes / con aspereza tanta, // pero bien sabes Tú, / mi bien y mi esperanza, / que serte esposa fiel / desea toda mi alma.»

Como puede verse, el rechazo se acepta como parte medular del ser amante; es más, si la posición femenina ya era desigual en la recreación poética de un amor carnal, dirigido a un ser omnipotente se adorna con toda la precariedad y sumisión que se puede concebir —Confieso que te doy ocasión por mil causas—. Sin embargo, y esto es lo que resulta más sorprendente, se insinúan las entretelas del deseo de modo mucho más gráfico de lo que resultaba admisible en una pasión humana. Otro ejemplo nos lo brinda esta letrilla, de Sor Ana de San Bartolomé (1549–1626):

«[…] Dile con cuidado, / y bien dicho, pastor, / que por qué ha cerrado / ansí mi corazón, / y siendo el Señor / ansí se me ausente. / Dile mi dolor, / mira si lo siente. // Vuélveme la luz, / caro y buen amigo, / y venga la cruz / como seáis servido, / que ese es el camino / que pide el amor. / Dile mi dolor, / mira si lo siente. […] Dile que no tarde, / porque yo me muero / y no hallo nadie / que me dé consuelo / si yo no le veo / en mi corazón. / Dile mi dolor, / mira si lo siente…» [3]

De nuevo topamos con el credo que vincula vida, amor y sufrimiento; la existencia humana transformada por el amor a Dios se convierte en una suerte de milicia que incorpora un deber primario: el sacrificio —venga la cruz […] que ese es el camino que pide el amor—. La particularidad radica en que se insta a un tercero para inquirir el sentimiento divino, una providencia que no se permitía cuando el amante era de carne y hueso.

Vista con la perspectiva de los tiempos, esa forma de travestismo emocional por Dios desemboca en un resultado paradójico: cuando una mujer poetiza su amor por un hombre —faltan aún siglos para que pueda hacerlo por otra mujer sin asumir ciertos costes bien tangibles en la piel— debe renunciar a todo rasgo de humanidad y presentarlo como una afectación que concierne en exclusiva al alma. Sin embargo, cuando poetiza su amor por Dios, un ser omnipresente —y no hablamos de una ubicuidad metafísica, sino de un complejo social, político y económico que rige la vida de todos los hombres hasta en los aspectos más nimios, y genera un fervor no exento de fanatismo—, no tiene vetada la referencia a sus impulsos libidinosos. No se entiende bien; debe formar parte de esos misterios que sólo resultan comprensibles entre los devotos de una religión que tiene por hito señero de su liturgia un ritual de teofagia.

Desde mi punto de vista, todos estos elementos del amor divino los encontramos en su formulación más serena en los poemas de Sor Isabel de Jesús (1611–1681); en concreto, en el romancillo Del alma enamorada a su esposo:

«Hermosos ojos serenos, / laberintos del amor / en cuyas luces dichosa / se pierde el que los miró. // En la guerra de la ausencia / prisionera vuestra soy, / adonde vivo contenta, / dichosa con mi dolor. //Vuestra divina hermosura / es la causa de mi amor, / que amar lo perfecto es dicha / y amar lo imperfecto no.»

En la variante del amor divino que experimenta Sor Isabel, se nos muestra un tormento gozoso, una prisión del alma que es amable. No padece los pesares como secuela de un amor roto ni como inversión de dolor que garantice la salvación eterna, sino como extensión natural de un vínculo de amor vigente aunque no presente. Por otra parte, la espuela que azuza este sentimiento no parece ser de componente espiritual; prima la referencia a los atributos físicos, con un arranque de corte renacentista que recuerda a Gutierre de Cetina, identificando los ojos con una celada.

Y el que para mí es el mejor poema de la colección, que se titula Letra a la soledad; compuesto por dos cuartetos que en rigor se escapan de la jurisdicción amorosa:

«Centro del alma, soledad divina, / vivo retrato de la paz eterna / adonde la armonía que se alterna / con silencio continuo se convida. // Farol del que a la luz de Dios camina, / puerto feliz del que en el gusto invierna, / retórico silencioso que gobierna / y mudo engaño que encamina.»

Un perfecto ejemplo de manejo de la paradoja y el oxímoron. La idea, en apariencia, se administra desde la vida; pero todo su efecto moral depende de la anticipación de la muerte, es decir, de vivir la vida como si ya se hubiese extinguido. Por otra parte, el poema desanda el camino que plantea yendo directamente a la resolución. La paz es una consecuencia; pero se retroalimenta para generar su propia causa y proceso, que es el segundo cuarteto, todo él, un prodigio antitético: una fuente de luz que guía a la luz, un invernar gustoso, una retórica sin palabras y una mudez engañosa que moviliza. Maravilloso.

Y si empezamos este acercamiento a Primeras poetisas por Santa Teresa de Jesús, justo es que lo concluyamos por el otro puntal femenino de la lírica hispánica del Siglo de Oro, que no es sino Sor Juana Inés de la Cruz (1651–1695). Es la autora de la que más poemas se recogen; al punto de que podamos hallar entre ellos ejemplo preclaro de todos los temas propuestos; así, como poema amoroso, sirve bien este Soneto que contiene una fantasía contenta con amor decente:

«Detente, sombra de mi bien esquivo, / imagen del hechizo que más quiero, / bella ilusión, por quien alegre muero, / dulce ficción, por quien penosa vivo. // Si al imán de tus gracias atractivo / sirve mi pecho de obediente acero, / ¿para qué me enamoras lisonjero, / si has de burlarme luego fugitivo? // Mas blasonar no puedes satisfecho / de que triunfa de mí tu tiranía; / que aunque dejas burlado el lazo estrecho, // que tu forma fantástica ceñía, / poco importa burlar brazos y pecho, / si te labra prisión mi fantasía.»

Obsérvese cómo este soneto se escapa de los moldes que habíamos visto. Pese a que el amor que se relata es claramente mundano, la referencia corporal es precisa. El cuerpo del hombre amado se describe como una forma fantástica que se ve ceñida por un lazo estrecho, sin que el otro par de la metáfora permita duda alguna: el lazo lo forman brazos y pecho, es decir, la mujer abraza al hombre; cuando éste se zafa del abrazo, el compromiso declarado se disuelve en mero embaucamiento. Sin embargo, la reacción femenina al amor burlado no es prototípica; se duele pero reserva energías para algo más que lamerse las heridas; primero, para afear la conducta masculina; segundo, para salvar su orgullo. No es pequeña diferencia.

Un buen ejemplo de travestismo nos lo ofrece este Soneto que explica la más sublime calidad del amor:

«Yo adoro a Lisi, pero no pretendo / que Lisi corresponda mi fineza; / pues si juzgo posible su belleza, / a su decoro y mi aprensión ofendo. // No emprender solamente es lo que emprendo: / pues sé que a merecer tanta grandeza / ningún mérito basta, y es simpleza / obrar contra lo mismo que yo entiendo. // Como cosa concibo tan sagrada / su beldad, que no quiere mi osadía / a la esperanza dar ni aun leve entrada; // pues cediendo a la suya mi alegría, / por no llegarla a ver mal empleada, / aun pienso que sintiera verla mía.»

La idea de amor que maneja este soneto parece extraída de los cánones medievales del amor cortés. Aunque sólo sea para compensar literariamente su irrelevancia social, la mujer se coloca en un pedestal para su adoración; la posición femenina es tan sublimada que toda aspiración masculina resulta ridícula, su sola declaración mancilla el honor de la mujer amada, y el amor debe, por tanto, vivirse en secreto. Su forma de consumación es, eso sí, un tanto paradójica: en la renuncia a la esperanza parece deshacerse del amor en sí sin aparente tribulación, como si todo fuese lo que en realidad es, un divertimento lírico.

Junto a la lírica amorosa y religiosa, también nos ofrece versiones particulares de los tópicos literarios; así, en el Soneto a quien mire un retrato de Sor Juana, las amonestaciones inherentes al Memento mori se administran de una forma muy original al proponerse ella misma como ejemplo:

«Este que ves, engaño colorido, / que del arte ostentando los primores, / con falsos silogismos de colores / es cauteloso engaño del sentido; // este en quien la lisonja ha pretendido / excusar de los años los horrores, / y, venciendo del tiempo los rigores, / triunfar de la vejez y del olvido, // es un vano artificio del cuidado; / es una flor al viento delicada; / es un resguardo inútil para el hado; // es una necia diligencia errada; / es un afán caduco, y, bien mirado, / es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.»

El poema es el relato detallado de un fracaso, de un intento fallido de lucha contra el tiempo, que importa a la postre una confesión de frivolidad. El recurso psicológico es muy efectivo; Sor Juana no se eleva para sentar cátedra sino que se rebaja para exponer su debilidad, y dejar que ésta sirva de ocasión para el escarmiento en cabeza ajena. Amén de la posición del yo lírico, la técnica es sublime. Como la eficacia del poema depende en gran parte de crear sensación de apremio por la proximidad de la muerte, recurre inteligentemente a la anáfora recortando el período de la palabra repetida para acelerar el tempo lírico —pasa de abrir los cuartetos repitiendo el pronombre, este, a abrir cada verso de los tercetos repitiendo el verbo, es—, alcanzando el clímax con el último, que empalma cuatro oraciones atributivas en asíndeton. Los tercetos recuerdan vagamente al quevedesco Érase un hombre a una nariz pegado, y el verso final es casi calcado al gongorino en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada. Concedámonos la licencia de pensar que Sor Juana forzó que los dos más grandes poetas del Siglo de Oro, que eran enemigos irreconciliables, firmasen esa paz simbólica en uno de sus sonetos.

Por su relación directa con el discurrir imparable del tiempo, este poema se complementa con el Soneto donde escoge antes el morir que exponerse a los ultrajes de la vejez, donde Sor Juana nos ofrece su versión del Collige, virgo, rosas:

«Miró Celia una rosa que en el prado / ostentaba feliz la pompa vana / y con afeites de carmín y grana / bañaba alegre el rostro delicado; // y dijo: Goza, sin temor del hado, / el curso breve de tu edad lozana, / pues no podrá la muerte de mañana / quitarte lo que hubieres hoy gozado; // y aunque llega la muerte presurosa // y tu fragante vida se te aleja, // no sientas el morir tan bella y moza: // mira que la experiencia te aconseja / que es fortuna morirte siendo hermosa / y no ver el ultraje de ser vieja.»

Dominado por el tono exhortativo, el poema se ajusta como un guante a los cánones del tópico: la metáfora identifica la flor y la lozanía de la juventud, presentando un dique inconsistente frente a los estragos que provoca el paso del tiempo. La consecuencia es pragmática: disfrutemos el momento porque es efímero. Lo disímil respecto de lo que hasta ahora habíamos visto cuando se invocaba la muerte está en sus implicaciones morales; no hay referencia eternal; la razón práctica es mundana y se avecinda con el gozo, no con el sufrimiento. Más parece un poema renacentista que barroco.

Y por fin llegamos al momento más exigente de la colección, Primero sueño, [4] que por sí sólo bien merecería ocupar toda una entrada. No será así; nos limitaremos a unos breves apuntes. Vaya por delante que no se trata de un poema para todos los públicos: su extensión —una larguísima silva de 975 versos—, su retorcimiento sintáctico propiciado por un hipérbaton continuo que disloca casi todas las frases, su profundidad filosófica —básicamente es una indagación sobre las posibilidades del conocimiento humano—, y, sobre todo, su construcción en una alegoría plagada de referencias mitológicas clásicas, fuerza la concentración del lector hasta el límite; véase, si no, el arranque:

«Piramidal, funesta, de la tierra / nacida sombra, al Cielo encaminaba / de vanos obeliscos punta altiva, / escalar pretendiendo las estrellas: / si bien sus luces bellas / —extensas siempre, siempre rutilantes— / la tenebrosa guerra / que con negros vapores le intimaba / la pavorosa sombra fugitiva / burlaban tan distantes, / que su atezado ceño / al superior convexo aún no llegaba / del orbe de la diosa / que tres veces hermosa / con tres hermosos rostros ser ostenta, / quedando solo dueño / del aire que empañaba / con el aliento denso que exhalaba…» [vv. 1 y ss.]

Casi veinte versos para relatar que se hacía de noche y que la sombra no conseguía opacar la luz de la luna —la diosa tres veces hermosa, luna en cuarto creciente, llena y menguante—. Ya desde un comienzo se nos suministran dos ideas que habrán de tener suma importancia en el desarrollo del poema. La primera es que la oscuridad, en lo que tiene de enervamiento de las potencias físicas, es ocasión propicia para el ejercicio de las potencias espirituales. Y la segunda idea es que la búsqueda del conocimiento opera en una función ambivalente; por una parte parece el cumplimiento de un designio natural del hombre; por otra, se administra asociada a las ideas de desafío y trasgresión; así cuando la noche se puebla de sus habituales moradores —las aves son portal para la elevación del espíritu—, su caracterización no es halagüeña:

«[…] la avergonzada Nictímene acecha / de las sagradas puertas los resquicios, / o de las claraboyas eminentes / los huecos más propicios / que capaz a su intento le abren brecha, / y sacrílega llega a los lucientes / faroles sacros de perenne llama, / que extingue, sino infama, / en licor claro la materia crasa / consumiendo, que el árbol de Minerva / de su fruto, de prensas agravado, / congojoso sudó y rindió forzado…» [vv. 27 y ss.]

Nictímene es la corneja de Minerva —también Hegel explotará el valor alegórico de la diosa romana de la sabiduría, que se representa por una lechuza— y se emplea como símbolo del conocimiento. El ave se acerca a la luz, pero como buen córvido es retratado en actitud furtiva. Por su parte, el árbol de Minerva, el olivo, no suda orgulloso el aceite que mantiene viva la luz, sino congojoso y forzado. Ese cuadro se completa por otras:

«[…] aves sin pluma aladas: / aquellas tres oficïosas, digo, / atrevidas hermanas, / que el tremendo castigo / de desnudas les dio pardas membranas / alas tan mal dispuestas / que escarnio son aún de las más funestas…» [vv. 46 y ss.]

El tremendo castigo de verse convertidas en murciélagos se sigue de la contravención —a la deidad de Baco inobedientes [V. 41]—, en correspondencia con una idea de antiquísima prosapia que nos remonta a la Biblia: Adán y Eva son admitidos en el Edén mientras se solazan como animales; cuando muerden el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, descubren el sentimiento de vergüenza y son expulsados sin miramientos.

De la mano Harpócrates, dios del sueño prudente —a cuyo, aunque no duro, / si bien imperïoso / precepto, todos fueron obedientes [vv. 77 y ss.]—, llega la distensión de los músculos, el decaimiento de las fuerzas, y se abre el espacio para la reflexión:

«El alma, pues, suspensa / del exterior gobierno —en que ocupada / en material empleo, / o bien o mal da el día por gastado—, / solamente dispensa / remota, si del todo separada / no, a los de muerte temporal opresos / lánguidos miembros, sosegados huesos, / los gajes de calor vegetativo, / el cuerpo siendo, en sosegada calma, / un cadáver con alma, / muerto a la vida y a la muerte vivo…» [vv. 192 y ss.]

Esta idea puede rastrearse en el manriqueño recuerde el alma dormida. Los afanes cotidianos representan una tiranía que impide las posibilidades de trascendencia; es necesario un elemento perturbador del orden para que esa potencia latente se active, conformando una suerte de espectro que habita dos mundos sin habitar ninguno. La metáfora que plasma este concepto, en combinación con el oxímoron —cadáver con alma—, es de gran potencia, y se amplía por un retruécano muy efectivo. Ya el cuerpo dormido, se activan otras funciones como la fantasía:

«[…] y en el modo posible / que concebirse puede lo invisible, / en sí, mañosa, las representaba / y al alma las mostraba./ La cual, en tanto, toda convertida / a su inmaterial ser y esencia bella, / aquella contemplaba, / participada de alto ser, centella / que con similitud en sí gozaba; / y juzgándose casi dividida / de aquella que impedida / siempre la tiene, corporal cadena, / que grosera embaraza y torpe impide / el vuelo intelectual con que ya mide / la cuantidad inmensa de la esfera…» [vv. 288 y ss.]

Los juicios de este párrafo son genuinamente barrocos; el alma es cristalización pura de atributos positivos, en tanto que el cuerpo se identifica con una cadena torpe que traba los movimientos de la primera. Llegamos al momento crucial del poema: la vigilia del alma permite que se desligue de las limitaciones físicas e inicie un viaje de anábasis es pos de una verdad universal. En este periplo nos saldrán rápidamente al paso los conceptos de desafío y trasgresión, que se acompañan, las más de la veces, por el castigo público y la penitencia —las gastadas pirámides de Menfis [v. 340], las proezas de Aquiles [v. 385], las estratagemas de Ulises [v. 386], la Torre de Babel [v. 414], el vuelo de Ícaro [v. 466], etc.—; pero siempre como reflejo de una pulsión natural del ser humano por acercarse a la luz del saber:

«[…] especies son del alma intencionales: / que como sube en piramidal punta / al Cielo la ambiciosa llama ardiente, / así la humana mente / su figura trasunta, / y a la Causa Primera siempre aspira…» [vv. 403y ss.]

Nos adentramos a partir de este punto en la parte más elucubradora del poema. El camino inicial para el establecimiento de esa verdad universal lo intenta el alma liberada en la intuición, en el fogonazo omnicomprensivo; sin embargo fracasa, aturdida por el exceso de estímulo sensible:

«[…] libre tendió por todo lo crïado: / cuyo inmenso agregado, / cúmulo incomprehensible, / aunque a la vista quiso manifiesto / dar señas de posible, / a la comprehensión no, que —entorpecida / con la sobra de objetos, y excedida / de la grandeza de ellos su potencia—, / retrocedió cobarde…» [vv. 445 y ss.]

El alma queda extasiada ante la grandeza del mundo; pero es incapaz de formarse un concepto de esa totalidad —y por mirarlo todo, nada vía [v. 480]—. No se trata de una incapacidad sensitiva sino intelectiva, la que lleva a entender; la alternativa pasa por trocear la realidad, o la forma en que los sentidos la presentan, para intentar digerirla en partes más discretas:

«[…] más juzgó conveniente / a singular asunto reducirse, / o separadamente / una por una discurrir las cosas / que vienen a ceñirse / en las que artificiosas / dos veces cinco son categorías: / reducción metafísica que enseña / (los entes concibiendo generales / en solo unas mentales fantasías / donde de la materia se desdeña / el discurso abstraído) / ciencia a formar de los universales…» [vv. 576 y ss.]

No excluyo la posibilidad de que algún juglar bromista haya volcado en verso alguna receta de cocina o los pasos para camelarse incautos en el trile; pero pocas veces nos toparemos en los anales del Parnaso con unos versos tan algorítmicos como éstos. Lo que nos viene a decir Sor Juana es que, fracasada la clarividencia, recurre a lo que por entonces se validaba como ciencia, el método aristotélico; que aspiraba a superar el marco accidental de la información sensorial para acceder a la esencia de los fenómenos, mediante la ordenación del estímulo en ciertas categorías formales y en las relaciones lógicas que sobre ellas podían trabarse. Un asunto de gran potencial lírico. En cualquier caso, tiene especial interés por recalcar que esta potencia racional no responde a un principio caprichoso sino al más alto designio, a un programa que está dispuesto por el Creador como puente con su obra:

«[…] bisagra engarzadora / de la que más se eleva entronizada / naturaleza pura / y de la que, criatura / menos noble, se ve más abatida: / no de las cinco solas adornada / sensibles facultades, / mas de las interiores / que tres rectrices son, ennoblecida, / —que para ser señora / de las demás, no en vano / la adornó Sabia Poderosa Mano—: / fin de Sus obras, círculo que cierra / la Esfera con la tierra, / última perfección de lo criado…» [vv. 659 y ss.]

Llegamos así al punto más dudoso del poema. Después de presentar los peligros que se arrostran en pos del conocimiento, después de doblegarlos la querencia natural del hombre por allegarse a la luz, el desenlace práctico no se acompaña por ningún saber tangible, ni siquiera por la resolución; el alma titubea:

«[…] Estos, pues, grados discurrir quería / unas veces; pero otras, disentía, / excesivo juzgando atrevimiento / el discurrirlo todo, / quien aun la más pequeña, / aun la más fácil parte no entendía / de los manüales / efectos naturales…» [vv. 704 y ss.]

Y entre vacilaciones, amanece, los miembros recuperan tono muscular, el alma interrumpe su vuelo…

«[…] y restituyendo / entera a los sentidos exteriores / su operación, quedando a la luz más cierta / el mundo iluminado y yo despierta.» [vv. 972 y ss.]

Todo parece una fantasía estéril. De la misma manera que pugnan las ideas de conocimiento y trasgresión, pugna la grandeza de los objetivos que aparentemente se plantean con la adustez de los resultados obtenidos. Apurando al máximo la exégesis, podríamos entender que se dilata el significado común de los términos para mutar la realidad descrita llevándonos a una renovación completa del objeto. La luz más cierta ya no es simple día sino iluminación de aspectos de la realidad que hasta entonces pasaban inadvertidos, de modo que su yo consciente, despierta, puede acceder a ellos o, cuando menos, intuirlos. La única salida honrosa estriba en que la epifanía no está en el conocimiento ni en una epistemología útil, sino en su mismo afán, que, en cierta forma, es un anticipo del ideal ilustrado. Téngase presente, en cualquier caso, que hablamos de un poema tan críptico y polisémico que casi cualquier interpretación puede tener asiento en él.
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[1] Citas, de Las primeras poetisas en lengua castellana (Ed. Clara Janés), Madrid, Siruela, 2016.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa.
[2] «Cuando las familias no podían casar a las hijas, tendían a meterlas en conventos, porque otra cosa era ponerse a riesgo de cualquier desliz, con lo que toda la honra familiar quedaba manchada. Tocamos aquí uno de los aspectos más sombríos del siglo XVI, puesto que emparejado con todo ello estaba el abandono de los niños ilegítimos, dejados a su negra suerte en lo crudo de las noches.» (Fernández Álvarez, Manuel. La sociedad española en el siglo de oro, Madrid, Editorial Gredos, 1989, Tomo I, pg. 177).
[3] El estribillo Dile mi dolor, mira si lo siente, en cursiva en el original.
[4] Los interesados disponen de una versión completa del poema en www.elescorpión.primerosueño.es.

domingo, 4 de febrero de 2018

VII. LAS PRIMERAS POETISAS EN LENGUA CASTELLANA (I)


En esta obra, Clara Janés nos pasea por el Siglo de Oro de las letras españolas, llevando el candil hacia la obra de mujeres que, en su mayor parte, no ganaron la inmortalidad que brindan los manuales de literatura. No hay en mi interés por ella pretensiones de revisión de género; carezco del saber necesario para ponderar cuánto olvido se depositó sobre estos nombres por ser de mujer, si fue la poesía para ellas mero divertimento, si entregaron obra con regularidad a las minervas de su tiempo, o si fantasearon con que sus versos fuesen reconocidos por el público, incorporados a cancioneros y recitados de boca en boca, bastardeados por una tradición oral que es fácil imaginar analfabeta. Lo que sí sabemos es que algunas de ellas —señaladamente, Santa Teresa de Jesús y Sor Juana Inés de la Cruz— disputan de tú a tú la gloria a sus coetáneos.

Primeras poetisas reúne poemas de más de cuarenta mujeres. En condiciones normales, analizar una compilación así de nutrida como si de una obra unitaria salida de una sola mano se tratase importaría forzar las licencias de la crítica hasta límites intolerables. Sin embargo, se entrevén algunos elementos comunes que dan una cierta unidad al conjunto y que autorizan, o al menos atenúan, la osadía: el primero es la observancia de moldes canónicos. El poeta del Siglo de Oro —y eso no cambia porque sean mujeres— no está infectado por el virus de la provocación formal; tiene especial interés en que su poesía se reconozca como tal; podrá retorcer el sentido de la palabra hasta límites inimaginables, escrutar los códices clásicos en busca de las referencias mitológicas más bizarras, o emplomar cada concepto con la polisemia más abstrusa que se le venga al magín; pero lo hará en forma de soneto, silva, octava, o si se relaja por los pagos populares, en forma de romance. Pero antes de que la vista abandone el plano general para la lectura del primer verso, ya se reconoce un compromiso métrico ineludible.

El segundo es la homogeneidad social. Los autores de la época provienen casi sin excepción bien de la nobleza, bien del clero; faltan aún siglos para que las huestes de la lírica se pueblen de burgueses exitosos que orean su mala conciencia mercantil con metáforas floridas, funcionarios ociosos que malversan su jornada laboral, hijos de papá que alivian la fortuna familiar jugando al poeta maldito, revolucionarios de corta y pega, arribistas de las lenguas subvencionadas, buhoneros, bohemios y popes culturetas varios. Esa homogeneidad social termina modulando el conjunto dentro de un tono socialmente conservador y limitando la temática sobre la que versan los poemas, donde es fácil constatar la hegemonía de lo religioso y de lo amoroso, con especial reverencia por los patrones del amor cortés. Eso no excluye poemas sobre la soledad, el paso del tiempo, la nostalgia, etc.; sólo que parecen casi siempre subordinados a una nota de clave, sin alcanzar la suficiente entidad como para erigirse en temas autónomos tal y como los entendemos hoy en día.

Pese a su importancia capital en las letras hispánicas, no se recogen muchos poemas de Santa Teresa de Jesús (1515–1582); no obstante, encontramos entre ellos un tratamiento del amor divino que desemboca en el encomio de la muerte, y que podemos rastrear como modelo de otros muchos. Son sobradamente conocidos los titulados Unos versos de la madre Teresa de Jesús, nacidos al fuego del amor de Dios que en sí tenía:

«[…] Mira que el amor es fuerte; / vida, no me seas molesta; / mira que solo te resta, / para ganarte, perderte: / venga ya la dulce muerte, / venga el morir muy ligero, / que muero porque no muero. // Aquella vida de arriba / es la vida verdadera; / hasta que esta vida muera / no se goza estando viva; / muerte, no seas esquiva; / vivo muriendo primero, / que muero porque no muero…» [1]

Todo el poema, más Otra glosa sobre los mismos versos, que repite idéntico estribillo y reproduce la misma idea, se sostiene sobre un inteligente juego paradójico en el que la muerte es creadora de vida, y la vida, un obstáculo para sí misma; evidentemente su efectividad depende de un par dialéctico, vida terrenal–vida espiritual, que se hace explícito y omnipresente. El poema es afirmación de gozo; pero de un gozo confinado en los márgenes de la comunión con Dios, más allá de toda experiencia mundana:

«[…] Acaba ya de dejarme, / vida, no me esas molesta, / porque muriendo, ¿qué resta / sino vivir y gozarme? / No dejes de consolarme, / muerte, que así te requiero, / que muero porque no muero.»

La vida material es una potencia de valor insignificante, lo que justifica que su tenedor pueda abstraerse de sí, renunciar a todo cuanto le rodee que comparta su carácter contingente y ensimismarse con la vida eterna. Véase, si no, esta Octava:

«Dichoso el corazón enamorado / que en solo Dios ha puesto el pensamiento / por Él renuncia todo lo criado, / y en Él halla su gloria y su contento. / Aun de sí mismo vive descuidado, / porque en su Dios está todo su intento, / y así alegre pasa y muy gozoso / las ondas de este mar tempestuoso.»

El pareado que remata la octava compendia bien la naturaleza irreductible del antagonismo en que se desenvuelven las fuerzas del espíritu y el mundo, anticipando una antropología pesimista que duda de la utilidad de aplicar las energías humanas a la solución de los problemas inmediatos. En esta misma línea de desprecio por la vida, tenemos las Liras en loor de los trabajos, de Sor Ana de Jesús (1545–1621):

«Quien no sabe de penas / en este valle lleno de dolores / no sabe cosas buenas, / ni ha gustado amores, / pues penas son el traje de amadores. // La piedra reprobada / por los hombres y por Dios elegida, / con penas fue labrada / dando su propia vida / con ansias y dolores sin medida. […] Con tan rica librea / se gozará su alma rodeada, / con tal querella se vea / como piedra labrada / en el alto edificio colocada. // Vengan, pues, los dolores / y labren esta piedra seca y dura. / Trabajos, desfavores, / congoja y amargura / duren mientras la triste vida dura.»

Este poema avanza un paso en la línea de descrédito del mundo. No es que la vida sea vana o procelosa; es que nace manchada de una ilegitimidad que es menester limpiar con dolor. No se entienden los trabajos como potencia creadora de valor —por desgracia, no estamos en la época ni en el país en que el arte se aplique en dignificarlos— sino como mero sufrimiento. Está en la naturaleza humana el rechazo de las penalidades —piedra reprobada por los hombres— y el apego a los placeres; esa querencia instintiva es una variante de pecado original que vuelve al hombre espiritualmente baldío; estado del que sólo puede redimirse tomando el martirio cristiano por ejemplo. Abundando en esta espiral de tremendismo nos encontramos con un poema bastante largo de Sor María de San José (1548–1603), compuesto en octavas reales, que se titula Ansias de amor. Éste arranca con el yo lírico despojado del objeto de su amor y sumido en un universo, ninguna de cuyas virtudes pueden competir con la perfección divina; esa contemplación mundana no puede sino agravar la sensación de desesperación:

«[…] mil suspiros, y a todos conjurando, / cada cual me arroja y da desvío; / vuelvo con triste llanto y cruda pena / a soltar al dolor copiosa vena. // Tornen los ojos al continuo llanto, / torne el gemido, torne la tristeza, / cubra el cielo su lustroso manto / y todo se vuelva en aspereza, / y nada me sustente, ni vea cuanto / cobija el firmamento y su riqueza, / que mientras no tuviere luz preciosa, / la que alumbra a los otros me es odiosa.[...] Y por que nada estorbe mi destino, / ni me impida ninguna criatura, / a todos doy repudio, y sé que atino, / porque sin ti, mi Dios, todo es locura…»

La abjuración del mundo se produce en términos absolutamente desabridos; no es que muero porque no muero, es decir, que la vida sea una forma de mora que dilata el cumplimiento del deseo; es que importa en sí misma una ofensa que no puede llevar más que a aquilatar los pesares:

«[…] No hay agua más preciada al sediento, / ni manjar más sabroso al sin hastío, / ni sombra do descanse el sin aliento / de la furia del sol en el estío; / ni tesoro escondido al avariento, / ni al ambicioso el mando y señorío / que más gustoso sea y agradable, / que a mi alma es la pena dulce, amable…»

Y que valida la opción de la reclusión como forma de evitar las añagazas mundanales, en la que no deja de observarse una aguda reflexión sobre la ambición desmedida como fuente de un bucle de insatisfacción que una vez activado no puede abandonarse; pero que genera una respuesta absolutamente desproporcionada:

«[…] ¡Oh, mundo crudo, desleal, insano!, / huir quiero de ti y de quien te sigue, / pues tu trato perverso e inhumano, / a aquel que más te ama más persigue. / […] Viva me enterraré por darte gusto, / y por poder con silencio contemplarte, / que por gozar de ti el trabajo es gusto, / y al infierno iré si allá he de hallarte…»

El mundo es intrínsecamente mórbido y, en consecuencia, la cura está en la muerte, portal para la vida plena en comunión con Dios. Analizado con cierto detenimiento, el poema resulta casi blasfemo. En la cosmogonía cristiana, todo es producto de Dios; sin embargo, se nos presenta como ejemplo de virtud un amor exacerbado por el Creador que desemboca en una impugnación de toda su obra sensible y en un requerimiento que se plantea en términos bastante perentorios; algo poco pío, en suma:

«[…] Morir quiero y me ofrezco a la partida, / y a todo lo visible doy de mano, / y quiero, mi Señor, ser despedida / por ti de cuanto tiene el ser humano: / […] acaba ya, Señor, sean concedidos / mis ruegos, que no es justo que el que espera / en ti, sea defraudada su esperanza, / pues el que en ti esperó todo lo alcanza.»

Bastante más modosa en sus pretensiones se muestra Luisa Manrique (1604–1660) al concebir sus Décimas. La imagen que bosqueja tiene concomitancias con la idea de la muerte entendida como tránsito feliz; no obstante introduce un elemento novedoso, la reprobación del gozo en sí. Si la muerte lleva a la fusión con Dios y ésta genera placer —sea de la naturaleza que sea—, se tizna de ilegitimidad, máxime cuando ese placer es concebido, buscado y recreado en la fantasía. El desenlace no puede ser otro que el dilema, la suspensión del deseo y la delegación del sufragio en los términos más gravosos:

«Señor, cuando os llego a hablar / no sé cierto qué pedir, / si vida para servir / o muerte para gozar. […] En duda tan conocida / que Vos elijáis espero; / la vida y la muerte quiero, / pero con tales reparos, / que, si vivo, he de obligaros, / y he de gozaros si muero. […] solo os pido que me deis / que nunca mi gusto hagáis, / que si el vuestro ejecutáis / lo más conveniente haréis.»

Un último ejemplo de esta tradición lo encontramos con Sor Hipólita de Rocaberti (1549–1624), en un poema compuesto por redondillas que titula, de modo harto expresivo, Himno en desprecio del mundo:

«Pues a cuanto el mundo alaba / pone fin la sepultura, / no quiero bien que no dura, / ni temo mal que se acaba. […] Pues el tiempo está pasando / y se me acerca la muerte, / quiero vivir de tal suerte / que en el bien me halle velando…»

El arranque del poema se suma esa larga tradición que alcanza su cumbre con Jorge Manrique, en la que se contraponen las virtudes siempre efímeras de la vida —belleza, riqueza, linaje, incluida también esa suerte de inmortalidad seglar que pretenden los notables a través de la gloria— con el imperecedero bien de la salvación del alma. La continuación es genuinamente barroca; no se trata de invertir con agudeza la vida terrenal para garantizar el disfrute de la eternal sino de mortificar el cuerpo:

«La cruz quiero por cayado, / séanme clavos y lanza / asilos de mi esperanza / en mi corazón fijados. […] ¡Oh!, si en esta tierra ajena / viviera yo de tal suerte / que cuando llegue la muerte / venga muy en hora buena.»

La estrofa de cierre es concluyente en la descripción del estado de extrañamiento. El yo lírico es ánima en estado puro y sus experiencias sensibles forman parte de una realidad paralela y desagradable; de hecho, se conciben como una serie de cárceles concéntricas que van desde en universo material en sí —esta tierra ajena— al propio cuerpo, que sería un mazmorra ceñida con saña. La conclusión es de sobra conocida: la muerte es una buena nueva.

También en la jurisdicción religiosa se desenvuelve Sor María de la Antigua (1566–1617), aunque cambiando la muerte liberadora por la admonición escatológica. Arranca su Canción —un largo poema compuesto por sextetos en lira— desarrollando una idea que recuerda vagamente el principio de la Coplas a la muerte de Rodrigo Manrique:

«Alma, que estando muerta / y en horrores de vicios sepultada, / Dios te llama y te despierta / con una voz tan dulce y regalada; / ¿qué haces, que no escuchas / sus amorosos ecos? ¿Con quién luchas? […] De ti te compadece; / ten lástima de ti, que vas perdida, / y si no te parece / que es muy grande tu culpa y tu caída, / mira, fiel, con cuidado, / verás lo que me cuesta tu pecado…»

El alma está distraída con veleidades temporales, es decir, su condenación eterna se anticipa al tránsito de la muerte matándola en vida a efectos espirituales. Debe ser advertida de las consecuencias de sus afanes y el yo lírico, un yo doliente, es el heraldo de esta mala nueva:

«[…] Mira estos ojos bellos, / por tu culpa sangrientos y eclipsados,/ y estos rubios cabellos, / en mi sangre teñidos y bañados; / verás al sol ponerse / y al oro entre la púrpura esconderse.[…] Mira si en el verde / leño se hace tan cruel castigo, / es para que se acuerde / cuál será aquel que se hará contigo, / que, dada a tus placeres, / seca de gracia y de virtudes eres…»

La resolución, claramente amenazadora, deja en boceto una semblanza divina que se aleja de los ejemplos de misericordia cristiana para entroncar con la severidad del Yahvé que nos lega el Antiguo Testamento:

«[…] Pero si estás tan dura / que no te mortifican mis dolores, / y tu vana locura / los oídos le niega a mis clamores, / alma, repara y mira / que cuanta es mi piedad, tanta es mi ira.»

Todos estos poemas compendian la ideología barroca. Atrás quedó el entusiasmo humanista del Renacimiento que lanzó a los europeos a la conquista del mundo y pobló sus obras de arte de referencias temporales, atendiendo al quehacer humano como fuente de inspiración y consagrando los cuerpos como molde ideal. El mundo barroco es deprimente; el cuerpo humano, una estancia que está a medio camino entre una celda y una fosa séptica diferida en el tiempo; la labor de los hombres, insignificante y estéril. Y todo ello, en el caso español, agravado por la decadencia política y la profunda crisis económica. La única inversión sensata para la existencia terrenal es la preparación para la muerte; no extraña que, de tanto preparar el óbito, la recreación artística de una vida tan anodina lleve al ferviente deseo de que la muerte se apresure.

Pero no sólo de religión se preocuparon nuestras primeras poetisas; también de la política; al menos, todo lo que de político resultaba permisible en el equivalente a un régimen de partido único como la monarquía de los Austrias. Un buen ejemplo de encabalgamiento conceptual lo brinda este Soneto a la muerte de Felipe III, de Silvia de Monteser; en él se conjuga la alabanza al soberano con la advertencia sobre lo mudable de nuestro estado. Nuevamente se nos advierte —en este caso de forma sutil e implícita— de que lo único perenne que hemos de gozar está traspuesto el dintel de la muerte. Qué mejor muestra de despojo que la de quien tuvo en vida toda la gloria por divisa:

«No pases, huésped, no, para y admira / la pompa de este túmulo arrogante / y esa inscripción te informará elegante / que es lengua muda de esta excelsa pira. // Penetra el mármol y en su centro mira / triste cadáver el cristiano atlante, / contra el hereje rayo fulminante, / que ya su imperio y majestad expira. // Aquí verás los triunfos por despojos / colgados en el templo de la muerte, / donde huella la púrpura y cayado. / Mas si no son dos ríos tus dos ojos / no pares, huésped, no, para y advierte / que aquí vives y mueres retratado.»

En un tono más encomiástico y con un discurso que se ciñe al ejercicio del poder temporal, despojado de referencias a la salvación del alma, se recoge este Soneto en alabanza de Felipe III, de Cita Canerol:

«Vive, Felipe, tan contento / como en agosto están mis labradores, / y alegre goza el fruto de tus flores, / que aspiran con las lises dulce aliento. // Salobres aguas y ligero viento / tus ejércitos corten vencedores, / porque en Jerusalén la cruz adores / y tenga culto donde tuvo asiento.[…] En nombre mío y de mi escuela en nombre, / por el que en elección tan justa gano, / te doy eternas gracias, mi Filipo.»

El poema se nutre de las mistificaciones de clase propias del momento. Convendría preguntar a los labradores de la señora Canerol —a la vista de la infausta fama de las tierras de señorío en España— cuán contentos estaban en agosto; pero algo me dice que nunca llegaremos a exhumar un soneto o siquiera un romancillo de alguno de ellos que nos despeje la inquietud. Por lo demás el poema aporta su grano de arena en la legitimación de las guerras de religión: la espada al servicio de la cruz; la cruz guiando la espada. Otro grano lo pone Cristobalina Fernández de Alarcón (1576–1646), con su Soneto a la batalla de Lepanto:

«[…] cuando de Carlos el valiente hijo, / español Escipión, César triunfante, / levantando en sus hechos su memoria: // “¡Virgen Señora del Rosario”, dijo, / “venced nuestro enemigo”, y al instante / se oyó por los cristianos la victoria.»

Una vez más los hechos ceden ante los rezos. La recreación poética de la batalla omite la muerte y el esfuerzo hercúleo de miles de tripulantes e infantes de marina para apostar por una resolución personalista y mística; basta con que don Juan de Austria se acuerde de la Virgen para que la victoria caiga del lado cristiano. Alguien podría pensar que lástima de memoria, no invocarla antes del primer hombre muerto.

Mucho más interesante por contener una crítica directa a una medida gubernamental es la Sátira en ovillejo en tiempo de Felipe VI y el Conde Duque, siendo presidente de Castilla Castejón; en ocasión de querer quitar el uso de los guardainfantes, año de 1651, de Francisca Páez de Colindres. Pese al título, no es un poema construido en ovillejo sino en una larguísima silva que recuerda la muy conocida Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos, de Quevedo. Como ésta, arranca su plática en una jurisdicción abstracta, atenta al ocaso de las virtudes ciudadanas más elementales:

«[…] se arrojan los demás a todo vicio; / no se les da castigo / al homicida ni al infiel testigo, / no se castiga el logro ni la usura / ni contra el ladrón hay judicatura; / ya no ha segura honra / porque cualquiera al prójimo deshonra; / ya sin restitución / de hacienda, ni opinión, / todo se vende, todo se compone, / y el dinero es quien todo lo dispone. / El blasfemo y el perjuro / entre sus culpas vive seguro; / gozan los ignorantes / los puestos que eran de los sabios antes; / trocáronse los frenos: / a los malos dan premios, y los buenos / al olvido entregados, / a un rincón viven siempre vinculados. / No hay vergüenza ni miedo; / todo es fraude, traición, maldad y enredo…»

Pero donde Quevedo imposta valentía —No he de callar por más que con el dedo…— para a renglón seguido mantenerse en un altermundo de virtudes, trabajos y disciplinas perdidas, creando la ficción política de que el gobernante no ha tenido ninguna influencia en el advenimiento de ese estado de cosas, con la perspectiva última de retorno al pasado imperial glorioso, Páez se muestra mucho más osada y directa: relaciona los vicios con el funcionamiento defectuoso de la maquinaria administrativa; desciende de los vicios teóricos a la penuria concreta, señala errores que un gobierno competente debería comprometerse en erradicar, y critica que éste escamotee sus responsabilidades con políticas pensadas para distraer a las masas, en este caso, prohibiendo un complemento del atuendo femenino:

«[…] Cuando España está perdida / y de tantos pecados ofendida / está a civiles guerras entregada, / de tantos enemigos fatigada / y con desdicha infausta / de gente y de dineros tan exhausta / y todos desollados, / los alimentos perdidos y aun quitados, / dais en los guardainfantes; / no causan ellos daños semejantes, / cáusalos la malicia / y que no se administra bien justicia. / Nadie mira al derecho / sino a cómo tendrá mayor provecho; / vos a vuestro sobrino / que cierto es un célebre pollino, / título queréis ver antes de un año…»

¡Todo un carácter doña Francisca!

ENLACE A LA SEGUNDA PARTE
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[1] Citas, de Las primeras poetisas en lengua castellana (Ed. Clara Janés), Madrid, Siruela, 2016.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa.