domingo, 18 de marzo de 2018

VI. LA IZQUIERDA FENG–SHUI. MAURICIO–JOSÉ SCHWARZ


El hecho de que el conservadurismo social siempre haya echado mano de la superchería, la magia y la religión como baluartes ideológicos con que defender un statu quo marcado por el privilegio y la desigualdad de oportunidades, ha generado en la izquierda filosófica y política un estado intelectual propicio a considerarse la encarnación de la razón. A ello también ha contribuido que el linaje más reputado de la izquierda, el marxismo, se cosiera con frecuencia en la solapa el marbete de «socialismo científico» para distinguirse de todas las demás corrientes filosóficas que, con mayor o menor virulencia, criticaban la sociedad burguesa del siglo XIX, y que eran desdeñadas con la común etiqueta de «socialismo utópico»; y en no menor medida que presumiese de prosapia materialista, aunque sólo fuese como preámbulo para un apareamiento con la dialéctica hegeliana del que alumbrar un oráculo híbrido que asignase sentido a la Historia y vaticinase su desenlace en un paraíso estacionario que se fundiría con el fin de los tiempos, exento de clases sociales y colmado de felicidad —no hagamos mucha sangre recordando que todos los regímenes del autoproclamado «socialismo real» que se inspiraron en tales enseñanzas desembocaron sin excepción en cultos al amado líder, que no dejaban de ser variantes sofisticadas del fetichismo—. Pues bien. No hay motivos para ese pretendido monopolio de la razón. Y ni siquiera se dan en el presente los mejores ejemplos de cómo la crítica social que lleva al progreso se aúna con los valores ilustrados.

Esta entrada se dedica a un ensayo que tiene por objeto principal denunciar, desde posiciones políticas progresistas, la deriva irracionalista que afecta a una parte muy representativa de la izquierda contemporánea. Ya el mismo subtítulo, Cuando la ciencia y la razón dejaron de ser progres, encierra un juicio bien severo sobre el estado de cosas que se pretende iluminar. Me vence, no obstante, la tentación de cierto prurito terminológico que quizás sea reflejo de un prejuicio personal, a saber: soy incapaz de entender el adjetivo progre sin matiz peyorativo. El abandono de la razón no sería, desde mi punto de vista, tanto la anomalía que debe ser descrita y denunciada como la esencia misma de la progresía, su modo natural de ser y actuar, aquello que le otorgaría sus rasgos definitorios.

Arranca Schwarz con una breve introducción epistemológica. Que nadie se asuste; sus razones no nos engolfarán por categorías kantianas, ni terminaremos convertidos en peleles divinos de la mano de Malebranche, ni materializados en una de esas percepciones sensoriales del gusto de Berkeley, que se disuelven en la nada al apagar la luz. Todo es más sencillo; tan sencillo como sostener que no todas las explicaciones con que los seres humanos han descrito el funcionamiento del mundo merecen el mismo crédito. La gran contribución del método científico fue precisamente el establecimiento de esa desigualdad originaria. No se trata, por supuesto, de una desigualdad caprichosa sino conectada con los hechos. Mientras un poeta pudo decir que el orbe fue engendrado por Zeus en el vientre de Atenea, que parió una tortuga gigante; mientras un sacerdote pudo decir que Jehová creó la luz en el primer día, aunque el sol y las estrellas hubiesen de esperar turno hasta el cuarto; mientras un filósofo pudo decir que el universo era la mezcla volátil de tierra, agua, aire y fuego, de poco sirvieron a la humanidad ninguna de esas cosmogonías. Cuando las proposiciones fácticas descansaron sobre datos, resultaron reproducibles y verificables por terceras personas que no tenían por qué compartir los intereses ni gustos de sus autores —de hecho, las más de las veces están especialmente interesadas en hacerlas rodar por los suelos, porque de ello dependen cosas tan prosaicas como el reconocimiento académico y los derechos de propiedad industrial—, fue cuando hacerse preguntas acerca del mundo y fatigar las respuestas empezó a ser útil; o, en palabras del autor:

«Los desacuerdos filosóficos anteriores a la Revolución científica se daban en un terreno de iguales. Un filósofo sostenía una opinión […] y otro defendía la contraria […] sin ceder terreno. Podían discutir, y lo hicieron, durante más de dos mil años acudiendo a argumentos más o menos convincentes, agudos u originales, pero sin llegar a ningún lado. Podían acudir, y también lo hicieron, a la autoridad de otros filósofos, así como a la de santos, libros sagrados varios, interpretaciones de tales libros sagrados, observaciones diversas y otras fuentes». [1]

Pero no nos engañemos; la igualdad epistemológica pocas veces fue algo más que un espejismo. El argumento de autoridad filosófica cedió rápidamente al argumento de autoridad a secas; y así el clérigo, el druida o el nigromante pudieron poner su fértil imaginación al servicio de la espada; así el ser humano pudo ver cómo divinidades de lo más variopinto se constituían en fuente de legitimidad para el ejercicio del poder temporal. En estas condiciones, la erección de un método de conocimiento cualificado no podía más que interpretarse como una amenaza social. Si alguien podía sostener con pruebas una hipótesis sobre algún fenómeno natural —por ejemplo, la rotación de los planetas alrededor del Sol o la esfericidad de la Tierra—, ¿qué le impediría terminar cuestionándose los cimientos del gobierno o del privilegio eclesial? La libertad de expresión no es fácil de fragmentar en porciones discretas; ni su disfrute, aunque sea parcial, es de dócil renuncia:

«En la Ilustración y en sus resultados, la independencia estadounidense y la Revolución francesa, se encuentra el inicio de las ideas de justicia social e igualdad ante la ley, de los derechos y libertades que nos parecen consustanciales a la vida civilizada aunque sean inventos recientes […]. Pero allí también tuvo su origen, como reacción inmediata, el rechazo a la ciencia, al pensamiento ilustrado y a todas las ideas sociales y políticas que incorporaba, así como la nostalgia por una visión mística y mágica que la ciencia y la Ilustración parecían expulsar de la experiencia cotidiana». [2]

En este punto Schwarz nos sirve de cicerone en un interesante periplo por la historia de la Contrailustración. Vinculada en un principio a la reacción religiosa que ve en las nuevas ideas un intento de destruir la cristiandad, con el andar de los años derivará en un magma místico que informará toda suerte de cultos esotéricos durante el siglo XIX, responsables, eso sí, de pingües beneficios para sus muñidores. Así nacerá la Society for Psychical Reseach, vinculada al espiritismo; la Sociedad Teosófica de Helena Blavatsky, la Antroposofía de Rudolf Steiner, entre otros ocultismos. Dejando de lado sus atributos folclóricos, todos comparten rasgos comunes como el desprecio por la ciencia. La fuente de conocimiento más cualificado se aleja del estudio, que al fin y a la postre no es más que un diezmo que el hombre debe pagar a la materia, para avecindarse en la revelación y la clarividencia, que por una módica inversión de tiempo y trabajo permiten emparentar con la divinidad. No hay color. Otros rasgos comunes son el misticismo, una vaga idea de transformación social, la denuncia del establishment y su anhelo por una hermandad universal del hombre. Estos últimos elementos de cariz político explican su caracterización de clase como opción escapista para aliviar a sujetos disconformes de la mesocracia.

El arranque del siglo XX representó la fase de crisis aguda de la Revolución industrial y de la lógica imperialista con que formó sociedad. La superación traumática de esta crisis por la democracia no fue limpia; la derrota nítida del totalitarismo de raza se logró sobre la base de la conllevancia con el totalitarismo de clase, pero sobre un tablero al que las armas nucleares conferían unos niveles de letalidad desconocidos en la Historia. Ese elemento añadido del miedo, que sus proporciones fuesen de devastación bíblica y sus orígenes mantuviesen vínculos innegables con la investigación científica, fueron un potente catalizador para que buena parte de estos principios esotéricos heredados del siglo XIX fuesen invitados a la fiesta hippie en que se convirtieron las democracias occidentales durante la segunda mitad de los años sesenta, señaladamente EEUU.

Sería injusta, no obstante, una caricatura que desacreditase de modo esquemático todas las inquietudes sociales que bullían por aquel tiempo entre los jóvenes y los activistas más inquietos. El feminismo de segunda generación, que ya obtenido el derecho de sufragio aspiraba a la equiparación social con el varón, los movimientos de minorías raciales y sexuales, el pacifismo, el ecologismo, etc., nacieron o vieron por aquel tiempo cómo su papel en la agenda política se incrementaba. Pero a su lado avanzaba posiciones una forma de entender el progreso social que, en el rechazo conjunto de la vía revolucionaria marxista y el reformismo socialdemócrata, terminaba abducido por el más puro irracionalismo:

«La revolución por motivos económicos no parecía viable en los países opulentos, donde, de hecho, ocurría lo contrario: los jóvenes hijos del sueño americano posterior a la Segunda Guerra Mundial tenían sus necesidades satisfechas […]. Y no sería una revolución materialista como la que preconizaba el marxismo, que dejaba de lado esa espiritualidad que los jóvenes encontraban tan importante como la reacción al materialismo de coche, casa, nevera y lavadora esenciales para el American Dream de sus padres». [3]

Y en medio del disparate epistemológico, el recurso a una disciplina tan prestigiosa como la astrología, según la cual, las convulsiones sociales que menudeaban por aquel tiempo eran las contracciones para el parto de una nueva era de hermandad: la era de Acuario, es decir, el New Age. Las ideas–fuerza son ligeras variaciones de las esencias preternaturales que inundaban la militancia teosófica, los registros akáshicos que llevaban a la omnisciencia según los devotos de la antroposofía, y demás glosolalia con que embaucadores de todo pelaje buscan adeptos. A ello habría de sumarse la querencia por el exotismo oriental para completar un cuadro que se va poblando poco a poco de yoguis, maestros ayurvedas, gurús de la meditación y pintores de mandalas, que conforme a esa vieja máxima «Hablemos de algo espiritual, hablemos de dinero», aprovecharon la devoción que despertaban para hacerse ricos.

Conviene señalar que la eficacia de tanta mamarrachada mística depende de su capacidad para mecharse con fuentes académicas más convencionales; entre las clásicas, es rastreable la apología del buen salvaje de Rousseau: la pureza del alma humana depende de conservar sus condiciones de vida en el mínimo que garantice la subsistencia; todo progreso material es una fuente de corrupción espiritual de la que se debe abominar. Y entre las modernas fue Carl Jung quien puso más granos de arena:

«El vivo retrato de la respetabilidad en esa época. Si estaba de acuerdo con los ocultistas más estrafalarios, quizá eso indicaba que había algo cierto en todas esas ideas nuevas [...] La Nueva Izquierda se encontraba así conviviendo con la idea de la nueva era, el new age que preconizarían y comercializarían muchos otros […]. Una amplia variedad de piezas ideológicas y espirituales, de creencias, sensaciones y emociones, de ideas y de ideales, que se conjuntaron para impulsar nuevas formas de activismo político que, al mismo tiempo, transformarían el new age en una nueva religión.
»Y los evangelistas de esta nueva religión serían los maestros espirituales indostanos, para quienes habían preparado el camino los esotéricos anteriores».
[4]

Lo más paradójico de estas nuevas formas de militancia izquierdista estriba en su carácter conservador y neopuritano; todas remiten a la existencia de un paraíso natural que se ve amenazado por los avances científico–técnicos, siendo la solución invariable el retorno a esa Arcadia feliz pretecnológica que viene delimitada por el desenvolvimiento del par dialéctico natural–artificial: lo natural es bueno; lo artificial es malo. Las concomitancias con la moral religiosa resultan evidentes, y está de más pedir rigor conceptual a los panegiristas de esta cosmovisión; poco importa que su concepto de lo natural no sea más que una forma subdesarrollada de lo artificial. Porque ¿qué tienen de natural un hacha de sílex, un arado romano o la imprenta de Gutenberg? Nada. Si se trata de planificar la natalidad, ¿por qué no recurrir al infanticidio de los niños no deseados en lugar de tomar píldoras anticonceptivas o emplear preservativos? Durante siglos lo hemos hecho sin mella para considerarnos civilizados. No obstante, el irracionalismo no descansa tanto sobre la pretensión de retornar al Brideshead idealizado como sobre la creencia de que eso se producirá a coste cero, es decir, que podemos retomar los modos de producción de la Edad Media sin volver al nivel de vida de la Edad Media. Un sinsentido.

La parte del ensayo que me resulta más interesante es aquélla en que se explica cómo la filosofía posmoderna —por muy lábil que sea el contorno del concepto— pasa a formar parte de los cimientos argumentales de la contracultura; en concreto, por su contribución a erosionar las bases del conocimiento científico, que resulta impensable sin sostener previamente que fuera de la mente humana existe un mundo material objetivo cuyo funcionamiento puede desentrañarse por el estudio y la razón:

«Una de las ideas centrales que el pensamiento posmoderno propone es que la realidad objetiva no existe, sino que es producto del “discurso”. En términos muy resumidos, la palabra crea la realidad […]. En uno de sus más celebrados ensayos, titulado Sobre la existencia parcial de objetos existentes y no existentes, Latour afirma que no es razonable decir que Ramsés II murió de tuberculosis, porque el bacilo responsable de esta enfermedad no fue descubierto hasta el siglo XIX […]. Para Latour, decir que a Ramsés lo mató ese bacilo exigiría creer que el bichillo viajó en el tiempo hasta el verano del año 1213 a. C. para dar cuenta del poderoso emperador egipcio. Latour deja la duda de si Koch descubrió o inventó el bacilo en cuestión. En definitiva, que antes de que se le diera nombre, se lo caracterizara, no se puede decir que el bacilo de Koch existiera». [5]

Muy interesante reflexión que bien podría dar pie a un ensayo titulado Sobre la existencia parcial de cerebro en el cerebro de Bruno Latour. Según esas teorías, la Luna sería una invención de la NASA, en los años sesenta, para justificar su presupuesto; George Foreman no habría besado el ring en Kinshasa por los kilopondios que transmitían los guantazos de Muhammad Ali, sino porque desde pequeño le convencieron de que los puños del contrario no eran neutrinos; ni jamás podría decirse que en el mundo hubiese dominación machista hasta que la denunció el feminismo, es decir, que el feminismo descubrió el machismo o lo inventó; ¿de qué se quejan entonces las mujeres?

El posmodernismo, en definitiva, nos propone un salto sobre todo condicionante genético, fisiológico, físico, ecológico, económico o social. Todo es manipulable por el discurso; somos lo que somos porque la sociedad nos ha persuadido para ser así. Y si esto sirve para el hombre que al parecer es la mar de versátil, ¿por qué no para una vaca? Podremos intentar seducirla para que de lunes a miércoles produzca leche, y de jueves a domingo, miel. ¿Y el software? Lo mismo se podrá instalar un sistema operativo en los ordenadores portátiles que en las tostadoras; todos ejecutarán programas y permitirán conectarse a internet; o las rebanadas de pan de molde podrán meterse en el cajetín de los DVD y salir bien rustidas. Qué gran ahorro para la economía doméstica:

«No depende [el concepto de pueblo] de la situación económica, social, política, de representación o de desigualdad e injusticia que sufra un grupo humano, sino de la identidad, una identidad que se “construye” también mediante el “discurso”, es decir, mediante la racionalización y la consigna transmitida por los medios de comunicación, sin atender en lo más mínimo a si es objetiva, racional, o se justifica incluso moralmente, eso da igual». [6]

Lo más interesante de estas teorías estriba en su fácil utilización como fundamento para la utopía política, porque permiten desentenderse de las limitaciones infraestructurales y de toda restricción económica, ideales admirados por toda ínsula Barataria del buen rollito que se precie; y por tanto, candidatas preferentes para integrarse en el corpus argumental de la izquierda naíf:

«El pensamiento posmoderno cayó de pie en el mundo de la nueva era, al justificar filosóficamente el rechazo al materialismo científico que había caracterizado al pensamiento progresista en gran medida, al quitarle a la realidad el valor que tenía como sustento de un pensamiento científico transformador real. Porque la realidad como tal no existe o, al menos, resulta imposible conocerla y no es más que nuestra percepción condicionada por el discurso, por la palabra». [7]

Si esta fantasía retro a lo Gorgias de Leontinos suena bien es porque está pensada para que así sea. Nada existe; si existiese, no podríamos conocerlo; si pudiésemos conocerlo, no podríamos transmitirlo. Pero mientras tanto, podemos fabular. Todo este artefacto ideológico está puesto al servicio del retorno a la teórica igualdad epistemológica de la que hablábamos al principio, y con el mismo desenlace en manos de la espada. Si alguien está interesado en hacer creer que todo es discurso, es porque aspira en secreto a apropiarse de los medios para que sólo se trasmita el suyo; es decir, estamos en presencia de la cara amable de una ingeniería social que no puede incubar más que los huevos del totalitarismo.

El ejemplo más palpable de aluminosis inducida por el posmodernismo en los cimientos intelectuales de la izquierda se encuentra en su afán por las políticas identitarias. La sociedad se fractura en grupos y subgrupos. El concepto de ciudadano deja de ser el molde abstracto que define el haz de derechos y deberes que corresponde a cada individuo dentro del cuerpo social, en el que deben confluir todos quienes se benefician de tal condición político–administrativa, y por el que debe restituirse la merma a todos los que, por la razón que sea, juegan con desventaja. Esa concepción que siempre estuvo impresa en el ADN de la izquierda, que permitía políticas generales y aunaba a la sociedad en un proyecto común, cede ahora frente a otra, conforme a la cual, la persona se identifica por lo que es, no por lo que piensa o hace; y a partir de lo que es, genera una dialéctica victimización–culpabilización que define, por vía de la jerarquía inversa, un patrón moral: cuantas más notas de víctima se puedan agavillar en torno a la esencia propia —téngase presente que en ningún momento interviene la conducta personal— más avanza el sujeto o grupo en el escalafón de la virtud pública. En España, el máximo rango estaría en algún punto parecido al de una mujer negra o gitana, no española —o de serlo, que fuese catalana o vasca, porque ya se sabe que el franquismo se cebó con estas comunidades mientras en las demás repartía besos y viandas—, homosexual, no católica, vegana, de clase obrera, jubilada, animalista, que detestase los vehículos de tracción mecánica, especialmente de motorización diésel, y que por nada del mundo votase a la derecha —salvo que se tratase de la derecha racista catalana o vasca, que goza, ésa sí, de una exención general—:

«Reconocer esta diversidad dentro de una identidad compartida seguramente es útil para que los trabajadores no perpetúen desventajas y luchen unidos por todos sus miembros en sus peculiares condiciones […], sin dejar a nadie atrás.
»Pero no fue esto lo que ocurrió […], sobre todo en espacios académicos y universitarios, se formó una jerarquía que considera que quien tiene más identidades oprimidas está más victimizado por la sociedad. Y dado que la victimización es la virtud principal cuando el mundo se entiende sólo como una red de opresiones, quien se sienta oprimido por sus identidades tiene el derecho a reclamarle su situación a cualquiera menos victimizado, que por tanto es considerado un privilegiado y, en cierto modo, el responsable de toda situación de desventaja, de opresión, dominio o discriminación, reales o percibidos».
[8]

Este último inciso es muy importante, porque seguimos bajo el imperio del discurso. La identidad puede tener sustento real, o ser simplemente un episodio exitoso de logomaquia. No es ya que las repercusiones políticas sean devastadoras para un proyecto social conjunto al volar por los aires cualquier pretensión de universalidad de valores; es que las personas seducidas por semejante lógica quedan a la postre confinadas en una cárcel de identidad: la mujer sólo puede vindicarse en cuanto mujer; el negro, en cuanto negro; el homosexual, en cuanto homosexual, etc. El grupo se superpone al individuo portando un férreo patrón de conducta, no un molde abstracto de derechos y deberes en la línea del concepto de ciudadano. Todo intento de vindicación a contra pelo del impuesto por el discurso importa en el fondo un acto de apostasía identitaria, de traición. Y esto resulta especialmente evidente en las estribaciones multiculturales de semejante constructo, donde podemos contemplar con estupor cómo movimientos feministas occidentales admiten, por ejemplo, las mutilaciones genitales que padecen algunas mujeres africanas porque son expresión de un derecho “cultural”:

«La enorme irracionalidad que implica aceptar estas premisas ha desembocado, como último absurdo, en el concepto de “apropiación cultural” […]. La idea básica es que, una vez definido que cada persona debe ser valorada por su pertenencia inmutable y permanente a una identidad cultural, sólo ella tiene derecho a realizar prácticas pertenecientes a su cultura; si alguien más las realiza, se trata de una intromisión, una terrible falta de respeto y delicadeza hacia ella […] La apropiación cultural es especialmente rechazada por un sector de la izquierda cuando una cultura “dominante” utiliza elementos de una “oprimida”. Así, por ejemplo, la interpretación del blues por parte de cualquiera que no sea negro se consideraría una forma de colonialismo cultural y de violación de los derechos de propiedad intelectual de la cultura que le dio origen». [9]

Si en la revisión de los postulados rousseaunianos late el neopuritanismo, en el multiculturalismo lo hace la más pura reacción. No se trata de imponer la homogeneidad cultural dentro de una sociedad dada, que no es más que una de las quimeras que excitan al nacionalismo cuando se intoxica con piruletas de volksgeist pasadas de fecha. Todas las sociedades son la mezcla de una mezcla de influencias culturales del más vario origen. Se trata de que dentro de una sociedad democrática haya valores y normas que sean oponibles con carácter general frente a los que no quepa oponer excepciones culturales, porque la alternativa tiene un nombre, fuerismo, que nos retrotrae a la Edad Media: un derecho para nobles, un derecho para el clero, un derecho para la plebe, un derecho para los judíos, otro para los moros, otro para mercaderes, y así hasta el átomo social; comunidades separadas, con derechos separados, es decir, el apartheid.

En relación directa con todo ello está el fervor que despiertan en la nueva izquierda las culturas indígenas, a las que con un paternalismo atroz se quiere mantener en la más absoluta ignorancia con el falaz argumento de que cualquier contacto con ellas implica su aculturación. Y así abundan los progres que, rodeados de toda comodidad burguesa, entran en éxtasis místico al lado de un yanomami que se llama Pupila–de–Pantera, que dice cosas muy poéticas como «Garza de tres alas sobrevolar morada del escorpión. Mañana haber aurora de nácar entre piernas de hembra fértil»; pero que jamás se han tomado la molestia de preguntarle a Pupila–de–Pantera si le gustaría disponer de ibuprofeno para calmar el dolor de muelas, de tratamientos oftalmológicos para evitar el glaucoma antes de los treinta años o, simplemente, de una dieta que incluya algo más que plátanos, ñame y estofado de armadillo; que no voy a decir yo que no satisfaga las necesidades nutricionales básicas del ser humano, pero que un poco monótona sí que es. Y todo porque encuentran en Pupila–de–Pantera la razón práctica más refinada para terminar con la guerra, el capitalismo y el cambio climático.

Lo que nos ofrece Schwarz desde ese punto hasta el final del ensayo es un retablo de excentricidades pseudocientíficas, animadas por el manejo espurio de tres conceptos: la confusión entre el riesgo, es decir, la posibilidad teórica de sufrir un daño, y el peligro, la proximidad de que un daño cierto se materialice; la demagogia de que toda actividad conducente al bienestar debe extirpar el ánimo de lucro; y la consideración de la ciencia como parte del aparato ideológico del enemigo, que por tanto, debe ser combatido. Así se rechazan las vacunas porque implican un acto de sumisión al lobby farmacéutico, al tiempo que proliferan como hongos los productos detox, que se supone limpian el cuerpo de toda toxina —no se dice cuáles ni de qué origen—; así se emprende la cruzada contra los maléficos números E; así se rechaza la ingesta de carne porque es producto del discurso generado por la industria cárnica, por más que el admirado Pupila–de–Pantera tenga especial obsesión por echarse al coleto proteínas de origen animal; así se abomina de los transgénicos como si fuesen desarrollados por demonios con rabo rojo y tridente que tienen interés en que a los varones les salgan branquias detrás de las orejas y las mujeres desarrollen mamas debajo de las axilas; así llega la aversión contra la medicina científica, a la que se acusa de cronificar las enfermedades y ocultar remedios sencillos y baratos; así se crea el fetiche de que hay un complot universal para fomentar el consumo redundante por vía de la obsolescencia planificada, y de que la mercadotecnia anula toda capacidad de resistencia. De todo lo que suene a atómico o electromagnético ya ni hablamos. Y todo estaría muy bien, de no ir acompañado por la promoción de ideas alternativas en las que concurren indefectiblemente dos notas: no son gratuitas y son mucho menos efectivas; [10] eso sí, permiten colgarse la medalla de azote del capitalismo, que es algo muy lustroso y de gran pedigrí antisistema. Lo resume el autor con una pregunta bien atinada:

«Al asumir posiciones esotéricas, idealistas, posmodernas, anticientíficas y enemigas de la razón, condicionadas por la ideología y no por los hechos, como en esos casos, ¿no está esa parte de la izquierda traicionándose a sí misma, a una visión del mundo que parte de que el universo es material, real, cognoscible y sujeto de transformaciones inteligentes a través del conocimiento? ¿No está esa izquierda —que no es toda, hay que repetir— convirtiéndose en parte del problema antes que de la solución?». [11]

Quiero terminar con varias consideraciones que están relacionadas con el objeto del ensayo que he intentado glosar, pero que por un elemental principio de honradez intelectual no puedo poner en boca del autor. El pensamiento de izquierda, especialmente en España, está gravemente enfermo. A ello contribuyen el complejo de superioridad moral, la pereza intelectual, la incapacidad para superar el colapso que sufrieron los regímenes del socialismo real, ésos que convertidos ya en señoríos feudales de transmisión dinástica languidecen en Cuba y Corea del Norte; el odio visceral a la derecha, estigmatizada siempre como variante del fascismo, y que las élites partitocráticas emplean como cola de contacto para generar sentido de pertenencia entre la militancia; y por encima de todo, la falta de interés, capacidad y voluntad para desarrollar un modelo económico alternativo al capitalismo, verosímil y serio, que sea algo más que la repetición ad nauseam de los mismos tópicos burocrático–funcionariales de los años sesenta.

Este panorama ya sería de por sí bastante preocupante de no haberse agravado por la irrupción imparable de las políticas identitarias que hemos visto. Éstas hacen fracasar a las sociedades al convertirlas en un mero agregado de individuos ensimismados por la diferencia que explica su nanoidentidad y que les separa de su vecino, pero profundamente desdeñosos del continuo moral, consuetudinario, social, económico e institucional que los vincula a él. Un buen ejemplo de ello lo hemos visto en las últimas elecciones presidenciales estadounidenses, donde décadas de políticas disolventes de la noción de ciudadanía han terminado generando un profundo resentimiento entre los desplazados por el discurso de la identidad, [12] al punto de decantar la balanza en favor del populismo en su versión más energúmena y reaccionaria, aquélla que culpa a los inmigrantes o a la competencia extranjera de todo mal, que desdeña a las mujeres de la forma más grosera, que niega el cambio climático, que pone en pie de igualdad el creacionismo bíblico con la evolución de las especies por selección natural, que fanfarronea con el tamaño de los botones nucleares, entre un largo etcétera.

En el caso concreto de España, todo roza lo deprimente. La utilización algorítmica de los términos fascismo y fascista, para desacreditar in limine cualquier posición antagónica o antipática, ha terminado privando a estos conceptos de todo rigor intelectual, y propiciando la mimetización democrática de movimientos, éstos sí, genuinamente fascistas. Y estoy pensando en el Soberanismo catalán, en el que concurren todas las notas que definen al fascismo: irracionalismo, sentimentalismo, superación de la realidad por la voluntad, tradicionalismo, conservadurismo económico y social enmascarado con retórica obrerista, apología de la violencia cuando no su empleo directo, desprecio por todo derecho individual que entorpezca el desenvolvimiento de los conceptos de Pueblo y Cultura —a cuya concreción práctica, por supuesto, sólo es llamado el Partido Guía—, dialéctica nosotros–ellos de perfil supremacista y racista, conformación de un chivo expiatorio causante de todo mal real o imaginario; todo ello puesto al servicio inmediato de la creación de un complejo victimista cuyo objetivo mediato es escamotear los privilegios de las élites locales. Pues bien, vemos hoy cómo esa frase atribuida a Buenaventura Durruti «Al fascismo no se le discute, se le destruye» muta en un patético «Con el fascismo se va de chatos, y de ahí, condón y a la cama».

Ejemplos de esta comunión de intereses con la carcundia más lamentable hay para aburrir. Por estos mismos tiempos, en las instituciones autonómicas asturianas, se debate con el apasionamiento que sólo puede explicar la panza ahíta de quien vive arrellanado en su sinecura, la oficialidad de una lengua sintetizada en un laboratorio de burócratas, cuya única virtud conocida es que podría despertar el interés de frikis de los idiomas inventados como JRR. Tolkien, de seguir con vida. Lo que se pretende, fuera de la verborrea retórica, es expropiar energía presupuestaria a una región no sobrada de ella, para crear su red de abastos a los menestrales de la burocracia más improductiva, obligando a los centros públicos de enseñanza, en los que siempre quedan confinados los chicos de las familias menos pudientes, a perder tiempo impartiendo pseudoconocimientos no habilitantes, mientras que las clases más pudientes mandan a sus vástagos a aprender los idiomas que permiten aspirar a los puestos más relevantes de la sociedad, es decir, barrerles la competencia desde la más tierna infancia, eliminando cualquier posibilidad de promoción social basada en el estudio. Una vergüenza de la que la izquierda ha querido hacerse cómplice, si no inductora.

Por no hablar del rechazo visceral que despierta el comercio; cuando está demostrado más allá de toda duda razonable que las civilizaciones que lo propician prosperan y florecen, mientras que las que lo entorpecen se depauperan y amustian. ¿Cómo explicar la posición de la izquierda española respecto del Tratado de Libre Comercio entre la UE y Canadá (CETA)? Podría entenderse el rechazo respecto de países con estándares de derechos sociales muy a la baja —no lo comparto; sostiene una tesis inmovilista de la producción industrial, y además asume que los países subdesarrollados avanzarán merced a la limosna de los avanzados en lugar de por su trabajo—. Pero si la UE no comercia con Canadá, ¿con quién cree la nueva izquierda que va a hacerlo? ¿Con la Federación de Planetas de Star Trek? ¿Con el Consejo Jedi? ¿O con la Comarca Hobbit? No habla la razón; hablan los principios del cristianismo más reaccionario, de los que el marxismo no es más que una herejía con pretensiones, que ven en el libre intercambio la causa de todos los males del mundo. Esos que sostienen que el pueblo debe entregar a la autoridad espiritual toda la riqueza material para poder purificarse en la miseria. Nada más.
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[1] Schwarz, Mauricio–José. La izquierda feng–shui. Cuando la ciencia y la razón dejaron de ser progres, Barcelona, Editorial Planeta, 2017, pg. 43.
[2] Ibidem, pg. 44.
[3] Ibidem, pg. 100.
[4] Ibidem, pg. 104.
[5] Ibidem, pg. 165.
[6] Ibidem, pg. 166.
[7] Ibidem, pg. 166.
[8] Ibidem, pg. 174.
[9] Ibidem, pg. 181.
[10] Los días 12, 13, 14 y 15 de octubre de 2017, se desarrolló en el Palacio de Congresos de Gijón el XVII Foro ACCE (Arte, Cultura, Ciencia y Espiritualidad). Amén de una aportación inicial de 25 € por los cuatro días del Congreso, el programa anunciaba talleres con títulos tan sugerentes como Activa tu poder a través de conocer el secreto del desdoblamiento del tiempo (20 €), Desarrollo capacidades y cuántica (20 €), Theta Healing (40 €) —que es algo relacionado con el manejo de la intuición natural y las ondas theta del cerebro; la finalidad es supuestamente terapéutica—, Vivir desde la intuición, que aparte de un manejo manifiestamente mejorable de las preposiciones, costaba 60 €; Constelaciones cuánticas y familiares para conectar con nuestra misión individual “Una vida en la alegría de seguir el camino que nos es propio” —Sí, no es coña— (20 €), Hipnosis cuántica (20 €), etc. Y consultas privadas sobre Mediumnidad (90 €, 30 minutos), Medicina holística energética (35 €, 60 minutos), Constelaciones familiares (45 €, 45 minutos); El oráculo Luckgoose: El mensaje de las ocas —repito la advertencia: no es coña— (30 €, no refleja cuánto tiempo tarda la oca en parir su augurio). Defiendo el derecho que asiste a cada persona de malgastar su dinero como le venga en gana; no se discute. Lo que no es tan admisible es que la militancia esotérica se acompañe de la protesta airada porque el periodo de espera por una resonancia magnética en la Seguridad Social sea de seis meses, o porque cueste 150 € en una consulta privada. Y lo que más me inquieta como ciudadano es ver que entre los patrocinadores de semejante aquelarre medieval figuren el Ayuntamiento de Gijón, vía Gijón Convention Bureau, y la Cámara de Comercio de Gijón; ambas organizaciones beneficiarias de fondos públicos. No me constan protestas de colectivos izquierdistas, ni por la celebración del evento en sí ni porque indirectamente se hayan involucrado instituciones públicas; cosa que sí ha ocurrido y con mucha fanfarria, cuando el grupo Sheketak actuó en el teatro Jovellanos. Como no son de dominio público las opiniones políticas de los integrantes de este grupo de danza, entiendo que el delito que los convierte en personas non gratas es ser israelís. Quizás me esté volviendo un poco quisquilloso con la edad; pero ser israelí o lo que sea siempre me ha parecido bastante menos reprobable que ser un estafador. Pero claro yo no soy un campeón de la plusvalía como el ex edil de IU Jesús Montes Estrada.
Los interesados disponen de una versión completa del programa en www.foroacce.com.
[11] Schwarz, Mauricio–José. Op. Cit., pg. 376.
[12] La victoria de Donald Trump no puede explicarse a partir de su éxito en los estados conservadores del Bible Belt, porque ése es un tradicional feudo republicano. La explicación debe buscarse en la debacle demócrata en el Rust Belt, donde Hillary Clinton es derrotada en Indiana, Michigan, Missouri, Pennsylvania, Virginia Occidental y Wisconsin. La tesis mayoritaria apunta al impacto que el discurso xenófobo, anti establishment y contrario a la globalización, tuvo especialmente entre el electorado masculino de clase obrera no cualificada.

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