domingo, 4 de marzo de 2018

XII. REFLEXIONES SOBRE LA HUELGA FEMINISTA DEL 8M: NOS SOBRAN LOS MOTIVOS

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Muchos estarán pensando que a qué viene esto de convocar un paro general y con el calificativo añadido de feminista con motivo de la conmemoración del Día Internacional de la Mujer. Incluso conociendo la crudeza de realidades que se han hecho por desgracia cotidianas, como la que tiene que ver con las múltiples y diversas formas de violencia ejercida contra las mujeres, sigue sin verse el sentido y la conexión de esta tara, de esta perversión moral que sufren nuestras sociedades con una figura como la huelga.

Es cierto que asociamos de un modo lógico y acertado el derecho de huelga con el conflicto laboral estricto. Sin embargo, históricamente la huelga alcanza el rango de instrumento reivindicativo y emancipador por excelencia. Para quienes vivimos y desarrollamos nuestra tarea profesional de manera principal en un territorio como Asturias no es menester abundar demasiado sobre este extremo. Hasta los más jóvenes de entre nuestro alumnado retienen en el imaginario colectivo y familiar noticia sobre alguna huelgona, como las que tuvieron lugar en distintos momentos de nuestra historia reciente en la minería o en el naval, en las postrimerías del franquismo o en la época de las reconversiones.

Por otra parte, es este un paro integral, de consumo, de cuidados, estudiantil y, naturalmente, de trabajo productivo. Tampoco esto debe causar extrañeza, las huelgas generales suelen revestir esta característica, consistente en constituir una llamada a la sociedad en su conjunto para su movilización frente a las situaciones de injusticia. En esta ocasión ocurre algo curioso, pues del mismo modo que en el contexto de una huelga netamente laboral los huelguistas y, en ocasiones, la ciudadanía que decide solidarizarse con los trabajadores en conflicto y sumarse a las protestas, realizan lo que solemos llamar actos de acompañamiento —manifestaciones, marchas, proclamas en ejercicio de la libertad de expresión—, podría decirse que esta huelga es en verdad un acto de acompañamiento de una llamada a la movilización social más amplia. Porque las situaciones que se denuncian nos conciernen a todos, y a nivel global. De ahí también que el llamamiento tenga carácter y alcance internacional.

Menos aún debe sorprender el que hayan sido los sindicatos mayoritarios los que hayan tomado la iniciativa, en paralelo y de la mano, sobre todo, de asociaciones y colectivos de mujeres. Por un lado, porque desde que se expandió el fenómeno del denominado pansindicalismo en los años setenta las organizaciones sindicales han marcado entre sus objetivos y fines no sólo la tutela y defensa de los intereses de la clase trabajadora, sino —tal y como dice muy tempranamente nuestro Tribunal Constitucional— la vertebración misma de la sociedad y la promoción de la participación cívica en cuantas cuestiones puedan resultar de interés para sus integrantes, y en la lucha por los derechos de todos. La mención de los sindicatos y organizaciones empresariales en el Título Preliminar de la Constitución (art.7) así lo pone de manifiesto. En fin, la centralidad del problema de la posición de la mujer en el mercado de trabajo abunda aún más en esa competencia y ese liderazgo sindical de esta huelga.

Para completar esta especie de caracterización general de la huelga convocada para el próximo 8 M, el calificativo de feminista indica el carácter indudablemente político de esta huelga, y su interconexión con otros muchos ismos (socialismo, progresismo…). Lo que no obsta para que se pueda y deba afirmar su legitimidad y su oportunidad. La propia índole conmemorativa de la fecha elegida, que no persigue sino reivindicar el papel de las mujeres en la sociedad a partir de la decisión que en tal sentido adoptó la ONU en 1975, trasciende de la demanda originaria del 8 de marzo, puramente laboral, relacionada con el logro de la igualdad de la mujer trabajadora. Se trata, en fin, de denunciar y pelear contra las injusticias que universalmente sufren las mujeres, tal y como se colige del eslogan elegido: Vivas, libres y unidas.

De entre los motivos de la movilización, el que me toca a mí más de cerca es el que concierne a la posición de la mujer en el mercado de trabajo. A los laboralistas no nos asombra la preocupación por los asuntos y problemas de los más frágiles y vulnerables. De hecho, en buena medida, esa inquietud está en el ADN de nuestra disciplina. Aunque nos ocupemos de otras muchas vertientes y aspectos de la ordenación jurídica de las relaciones de producción y del trabajo asalariado. Desde ese punto de vista, hablar o reflexionar sobre las discriminaciones en general, y de cómo se encuentran las mujeres en el mundo del trabajo en particular, no puede ser algo más propio de nuestro campo de estudio.

No hace falta detenerse mucho en el análisis de los datos, que en estos últimos días colman las páginas de los periódicos y medios de comunicación, y afloran asimismo a las redes sociales. Sea cual sea la fuente consultada —y son muchas las que pueden arrojar luz sobre este asunto (MEYSS, Institutos de la Mujer, INE, EPA, Eurostat…)—, el mapa de situación nos da noticia de las múltiples brechas que afectan a las mujeres, y que se han hecho más anchas y profundas a raíz de la crisis y una vez que nos dicen que esta se va superando. A las mujeres nos afecta en mayor medida el paro y la precariedad; la tasa de ocupación femenina es menor; los empleos temporales nos afectan en mayor medida; no digamos, la parcialidad, el trabajo a tiempo parcial, modalidad de empleo eminentemente feminizada en toda Europa, mayormente involuntaria y con frecuencia fraudulenta —se consignan menos horas de las que en verdad se hacen—. Las que he llamado en otro lugar las descentralizaciones salvajes, de las que son paradigma las que afectan a las kellys (las empleadas de pisos en hostelería), también tienen rostro de mujer. Y, en fin, la triste y mundialmente famosa brecha salarial, que se cifra en España entre un 18 y un 21% de media —o incluso por encima, en función del criterio de medición que se emplee—. Por no hablar de otras brechas, como la digital, o la que afecta a las mujeres del campo y del mundo rural.

Un análisis cualitativo de las variables multifactoriales que influyen en las brechas de género abunda en esta idea. En todas ellas confluyen estereotipos de género, tradiciones, educación, cultura empresarial, o meros prejuicios. Por de pronto, subsiste y se perpetúa parece que sin remedio la segregación de las ocupaciones, tanto horizontal como vertical. Ya no se trata del archiconocido techo de cristal, que concentra en los puestos de responsabilidad y decisión —tanto en la esfera privada como en los espacios públicos— a los hombres, sino de que siga habiendo sectores, profesiones y actividades feminizados y masculinizados. En nuestro país, en ello ha podido incidir con toda probabilidad el hecho de que una norma franquista (un Decreto de 26 de julio de 1957) estableciese un extenso elenco de profesiones y trabajos prohibidos para las mujeres. El que después de pasados cuarenta años desde la promulgación de la Constitución y de la consiguiente derogación de aquella norma se mantenga esta tendencia no tiene otra explicación que la propia forma que tienen las mujeres de tomar las decisiones relativas a su educación, al diseño de sus trayectorias formativas profesionales y académicas conforme a sesgos de género. Bien por inercia, bien por temor a no ser bien recibida en esos ámbitos educativos, formativos y profesionales masculinos, o a no tener el respaldo de la propia familia y del entorno en una apuesta por el despegue de ese suelo pegajoso. Se sabe que incluso influye en sus decisiones la expectativa o el deseo de ser madres en un futuro —para ello es preferible acceder a algún puesto en el sector público, que intentar competir en puestos de relevancia en la empresa privada—. El bajísimo, e incluso en descenso, índice de presencia femenina en ciertas carreras o ciclos profesionales relacionados con las tecnologías o con especialidades vinculadas a los sectores y actividades industriales puros deja bien patente ese círculo vicioso en el que nuestras jóvenes se encuentran inmersas. Si a esto se añade que por lo general los trabajos feminizados se encuentran concentrados en los sectores educativo, sanitario o en los múltiples vinculados a los servicios —comercio, hostelería, hogar, cuidados…—, donde las condiciones son más precarias —temporalidad, inestabilidad laboral y rotación, parcialidad de las jornadas—, y los sueldos más bajos, entendemos otra parte de las brechas, desde luego, la salarial.

Un segundo conjunto de factores tienen que ver, precisamente, con la atribución de valor al trabajo, y con la minusvaloración del realizado por mujeres. De nuevo el ejemplo por excelencia lo ofrecen las viejas Ordenanzas Laborales y Reglamentaciones de Trabajo franquistas, en las que se incluía el concepto de salario femenino, que suponía simple y llanamente un importe inferior del que para el mismo trabajo recibía un hombre.

Esta línea o criterio de regulación ha dejado su impronta tanto en los sistemas de clasificación profesional, como en la estructura y componentes del salario. En los primeros, donde pese a los varios y decididos intentos de modernización y sustitución de las viejas categorías profesionales, se siguen pudiendo detectar sesgos de género en las denominaciones, los descriptores o en el manejo de atributos, cualidades o aptitudes típicamente masculinas o femeninas, que luego determinarán o repercutirán con el nivel retributivo asignado a cada especialidad o puesto. Los ejemplos son muchos, pero de nuevo en los hoteles encontramos buena muestra de ello, si las camareras de piso tienen un salario profesional inferior al del personal que se ocupa de limpiar cristales o una piscina, un pinche de cocina o un empleado del departamento de bares.

Si pasamos a analizar la estructura y componentes del salario, prácticamente en todos los tipos de complementos o pluses advertimos esos sesgos. Y así, por ejemplo, los conceptos vinculados al puesto de trabajo y sus circunstancias particulares —penosidad, peligrosidad, insalubridad, nocturnidad, turnicidad…— aparecen con mucha más frecuencia asignados en sectores y actividades masculinizadas, paradigmáticamente, las del sector industrial. Pero si nos centramos en los conceptos que se suelen asignar a puestos de trabajo de tipo administrativo o intelectual, o en sectores y actividades como puede ser la banca, las empresas vinculadas a tecnologías de la información, o la energía, tropezaremos con atributos como la disponibilidad, la responsabilidad y el mando, la asiduidad, la puntualidad, casi siempre relacionados con la intensificación de la dedicación del empleado o empleada, y que premian ese célebre presentismo español, incompatible por definición con la necesidad de repartir el tiempo para compaginar trabajo con otras responsabilidades, típicamente, el trabajo doméstico y de atención a la familia.

Y, por fin, esto conecta con el tercer gran condicionante para las mujeres, que es la división sexual del trabajo, las dificultades para la conciliación de la vida personal, familiar y laboral, y los déficits de corresponsabilidad. En algunos estudios de ámbito internacional se destaca que las mujeres dedican más tiempo que los hombres a trabajar en tareas domésticas, con independencia de cualquier otra variable como pueda ser la situación familiar, o el nivel de estudios o de renta; que la contratación de mujeres es inferior a la de los hombres en todos los tramos de edad, pero aún menor entre los 30 y los 44 años —justo cuando se suele decidir tener descendencia—; que las mujeres solteras ganan más de media que las casadas, al revés que les ocurre a ellos, que cuando se casan y tienen familia ascienden y ganan más; que la maternidad, como se decía hace un momento, influye en las decisiones de las mujeres sobre su educación, formación académica, capacitación profesional, elección de empleo y continuidad en el mismo; y, en fin, que los hombres despliegan una progresión en el empleo más lineal y continua que las mujeres, que tienen mayores interrupciones en su carrera.

En la prensa local de hoy se puede leer un titular relativo a un informe llevado a cabo en el ámbito del Principado de Asturias, según el cual casi 1.900 asturianas renuncian a su empleo cada año para cuidar a su familia. En total, 19.000 mujeres a lo largo de diez años.

Para concluir, podríamos mencionar algunas otras causas de feminización de la pobreza, incluso de la pobreza laboriosa, la que afecta a personas con trabajos aparentemente normalizados o de buena calidad. Empezando por la devaluación salarial que incluso algunos organismos internacionales poco sospechosos de defender o propugnar políticas sociales han denunciado, resultante a su vez de varios factores, como la negociación empresarial a la baja o los descuelgues de convenio —salariales, en su mayor parte, y concentrados con claridad en pequeñas o medianas empresas del sector servicios—; cuando no de prácticas abiertamente fraudulentas como la falsa negociación colectiva desarrollada en algunas empresas multiservicios; o de las igualmente dudosas descentralizaciones salvajes, de las que también hemos ya dado cuenta en este blog. El empleo irregular y sumergido, como el que afecta a las empleadas de hogar; o la proliferación de falsas autónomas. El trabajo hiper–precario, como el de las artistas, las penadas en instituciones penitenciarias, o el empleo doméstico regularizado. Y, no me importa repetirlo una y otra vez, el trabajo a tiempo parcial, involuntario, a migajas y con fraude, que tantas veces ha motivado que el TJUE considere nuestro sistema de protección social en esos casos difícilmente compatible con la no discriminación por razón de sexo. Últimamente, en relación con la protección por desempleo del trabajo a tiempo parcial vertical [STJUE de 9 de noviembre de 2017, asunto Espadas Recio (C-98/15)].

¿Hay vida después de la huelga del 8 M? O, dicho de otro modo, ¿cuáles pueden ser las soluciones para esta batería de lacras sociales que golpean a las mujeres?

En el plano normativo ya se apuntan algunas, referidas a la lucha contra la brecha salarial o a la violencia de género. Lo cual no deja de ser paradójico, cuando algunos estudios especializados destacan como iniciativa en el buen camino para combatir la desigualdad y las discriminaciones contra las mujeres a nuestra legislación en la materia, en particular, a la LO 3/2007. O cuando en algún ejemplar pronunciamiento jurisdiccional se considera discriminatorio un plan de bonificaciones de una empresa que dificulta a las mujeres que hayan estado de baja por maternidad devengar los incentivos, sobre el razonamiento de que la empresa únicamente opone su discrecionalidad frente a la «pléyade normativa, constitucional y jurisprudencial» que integra la tutela antidiscriminatoria por razón de sexo [STS de 27 de mayo de 2015 (Rec.103/14)].

No es que yo desautorice las nuevas iniciativas legislativas, pero quizá habría que empezar por demandar que se cumplan efectivamente las normas que ya tenemos, y que se sancione a las empresas incumplidoras. No es de recibo que —según datos que manejan los sindicatos mayoritarios— de las aproximadamente 4.000 empresas que en España tienen la obligación de implantar y aplicar un plan de igualdad, por tener plantillas de más de 250 trabajadores, ni lleguen a 200 las que los han adoptado. Y para ello, seguramente hacen faltan más efectivos en la Inspección de Trabajo —por cierto, las últimas promociones integradas prácticamente en su totalidad por mujeres—, y quizá mejor formados o con más herramientas para detectar las conductas infractoras. No se comprenden —ni se compaginan con otros datos, incluidos los que ofrece la práctica judicial y la jurisprudencia en la materia— las cifras de la última memoria publicada de la Inspección (la del 2016), donde en proporción con las intervenciones llevadas a cabo, las sanciones efectivamente impuestas resultan casi ridículas.

Por fin, nos hace muchísima falta mejorar en educación y formación para ser capaces de abandonar definitivamente estereotipos, prejuicios y temores, y de mejorar nuestra cultura ciudadana, en general, pero especialmente en relación con las imágenes, roles, concepciones y actitudes respecto de las mujeres. El machismo y las diversas formas de violencia contra las mujeres son, a fin de cuentas, como he oído decir en estos días, achacables a una brecha de mentalidad.

Así pues, parafraseando a Joaquín Sabina, para parar el 8 M, a tod@s nos sobran los motivos.
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[1] Fotografía, de www.shorpy.com.

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