domingo, 29 de abril de 2018

XIII. EN DEFENSA DE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN, OPINIÓN Y CÁTEDRA

[1]

A PROPÓSITO DE UNAS JORNADAS ACADÉMICAS SOBRE LA PROSTITUCIÓN

La pretensión inicial de esta crónica era dar sucinta cuenta de unas jornadas sobre Prostitución, derechos y vulnerabilidad ¿regular, evitar, prohibir? celebradas los días 17 y 18 de abril en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo, y promovidas por el Máster en Protección Jurídica de las Personas y los Grupos Vulnerables. Intervención que llevaba por título La prostitución desde la perspectiva jurídico–laboral ¿Puede ser la prostitución un medio de vida? Pero a la vista de un cierto revuelo provocado por la profusión con que la prensa y los medios de comunicación dieron cobertura al testimonio prestado por una trabajadora del sexo (vamos a llamarla por su nombre profesional, Lucía), y el extremismo, desenfoque y dureza de los comentarios, críticas y censuras proferidos, es verdad que sólo por algunas personas, contra quienes promovieron y organizaron la actividad, y participamos en ella, que he cambiado de opinión, y voy a dividir esta entrada en dos partes netamente diferenciadas. En la primera, intentaré ofrecer una visión lo más neutra y descriptiva posible, dentro de la concisión y brevedad que exige este soporte, del enfoque y contenidos de las jornadas. Y en la segunda, trataré de trasladar con todo el comedimiento que pueda mi visión personal, no tanto del fenómeno de la prostitución, que también, cuanto de algunas reacciones al hecho de que este debate tuviera lugar en mi Universidad.

En relación con lo primero, por de pronto, llamo la atención sobre el título de las jornadas, del que me permito subrayar dos aspectos: por una parte, los términos derechos y vulnerabilidad, de significado que no admite dudas ni ambigüedades, ni tolera o resiste lecturas sesgadas o malintencionadas; por otra, el hecho de que la alternativa regulación–prohibición se enunciase entre interrogaciones. Si pese a todo se siguiera albergando algún recelo, lo anterior implicaba que, enmarcado en el contexto del propio Máster, el enfoque de partida no era otro que el de reflexionar, debatir y hacernos preguntas en voz alta sobre si el objetivo de proporcionar protección a las personas a las que el ejercicio de la prostitución coloca en una situación de vulnerabilidad, marginación, depauperación o exclusión se alcanzaría mejor o en mayor medida prohibiendo, persiguiendo y eliminando la actividad, o bien afrontando su regulación y ordenación. Nadie, en momento alguno, puso sobre la mesa la opción promocional; desde luego, no de la prostitución, pero mucho menos de la organización y explotación de la misma como negocio. Ni siquiera la trabajadora del sexo, que dijo realizar su actividad de forma autónoma, sin mediación de proxenetismo.

Para la consecución de este objetivo se contó con la participación del nada desdeñable número de diecinueve ponentes o intervinientes, la mayor parte, profesorado de la propia Facultad y del aludido Máster; junto a los que se pudo asimismo escuchar la exposición de una abogada de la Fundación Solidaridad Amaranta, que trasladó al auditorio su experiencia directa y su trabajo diario en una organización privada sin ánimo de lucro, que tiene por fin, tal y como aparece enunciado en su página web: «favorecer la integración personal e incorporación social de mujeres y adolescentes afectadas por la prostitución y otras situaciones de exclusión, mediante el intento de incrementar la conciencia de la dignidad de estas mujeres y poner fin a su situación de discriminación». [2] Al final de la primera mañana tuvo lugar una mesa redonda en la que participaron tres activistas de colectivos feministas que defendieron con plena libertad y respetuosa acogida sus dispares postulados y puntos de vista.

Entre el profesorado estaban representadas nada menos que diez disciplinas jurídicas: Derecho Internacional Privado, Derecho Penal (remarco el hecho de que en este ámbito fueron nada menos que tres las personas que intervinieron), Derecho Administrativo, Derecho Romano, Historia del Derecho, Derecho Civil, Derecho Constitucional, Filosofía del Derecho y Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social (una servidora); más una profesora asociada de Derecho Eclesiástico que es, además, magistrada y, en esta segunda condición, conocedora directa de la problemática de la que se ocupó en su ponencia.

Pues bien, la jornada se abrió con artillería pesada, analizando el componente de extranjería que con frecuencia está presente en la prostitución, con los perfiles, las aristas y los complejos problemas que de por sí ello comporta, más los que añade a esta concreta actividad —chantajes, situaciones de verdadera esclavitud, dificultades para la colaboración en la lucha contra la explotación y la trata, inconvenientes para la posible regularización e inserción de las personas dedicadas a la prostitución, incluso cuando prestan testimonio y respaldo a la persecución de los proxenetas…—. A partir de ahí, el grueso de la primera mañana, se dedicó a abordar, precisamente, el tratamiento penal de la trata de seres humanos con fines de explotación sexual, repasando de manera rigurosa y exhaustiva el gigantesco dispositivo normativo e institucional existente en el contexto internacional, europeo y en nuestro propio derecho interno dirigido a erradicar y castigar este tipo de conductas delictivas.

Sentadas estas premisas, de corte eminentemente represivo y bajo el estricto prisma del control y sanción del fenómeno, el resto del día facilitó el repaso de los aspectos administrativos —condiciones de uso de espacios públicos, o de los propios establecimientos, limitaciones para la publicidad, entre otros—, e históricos —con la erudita y amena contribución de dos colegas especialistas en Derecho Romano y una historiadora del Derecho—; y proporcionar la ineludible visión desde el Derecho Civil, imprescindible para discernir la licitud o ilicitud de una eventual o hipotética contractualización de las relaciones de intercambio, y para desvelar la cobertura que el contrato de hospedaje suele proporcionar al ejercicio de la prostitución. En paralelo y como complemento a la visión académica o teórica de todas estas cuestiones, fue tremendamente clarificadora la traslación de la experiencia práctica de la abogada de la ya aludida Fundación Amaranta; e igualmente de gran interés y provecho conocer el debate existente en la sociedad y en el propio ámbito de la Universidad de la mano de las tres activistas también mencionadas, que enriquecieron la discusión y ampliaron las perspectivas desde las que se puede contemplar esta compleja y preocupante realidad.

Pese a lo intensivo de ese primer día, la segunda sesión no lo fue menos, y abrimos con tres intervenciones, igualmente del máximo nivel científico y académico, de la mano de dos colegas constitucionalistas y una filósofa del Derecho, bien conocidos del alumnado de la Facultad y del Máster, a quienes correspondió trasladar el debate a un plano más abstracto y propositivo. Pero siempre sin perder de vista que el enfoque estaba inspirado y tomaba como punto de partida el de los valores propios del Estado social, la finalidad de tutela y garantía de los derechos de las personas, sobre todo de las más vulnerables, y del marco que para el desarrollo de ese debate ofrecen las teorías feministas. Entresaco de las muchas cuestiones de interés que allí se suscitaron, la idea atribuida a la profesora Elena Beltrán de que la negativa a regular los derechos de las prostitutas pudiera constituir una discriminación indirecta por razón de género, justamente por la situación de extrema desprotección y precariedad que padecen y en las que ahonda la desregulación. [3]

La visión filosófica nos dio la posibilidad de destacar, entre otras cosas, el hecho de que tendamos siempre a plantear nuestras discusiones desde una estructura de pensamiento binario en términos de bueno–malo, justo–injusto, blanco–negro, sin matices ni visiones promediadas o ponderadas; que la vaguedad del propio término prostitución conduce a errores o falacias en el plano constitucional, lógico, ético y cognitivo; en este último caso, en forma de sesgos y prejuicios; o que resulte difícil de explicar —salvo desde la moral católica, añadiría yo— que algo en sí mismo natural, irreprochable o no perseguible como es la práctica del sexo, se convierta en ilícito o inmoral si hay dinero de por medio. Cosa que, por cierto, cuando ocurre dentro de un “matrimonio de conveniencia económica o social” —no el que se contrae para obtener la nacionalidad, que sí se encuentra regulado y censurado jurídicamente— se asume socialmente sin apenas escándalo ni reproche. O, nuevamente desde el Derecho Constitucional —y pese a que la neurociencia pudiere llegar a poner en tela de juicio la misma idea del actuar consciente—, la afirmación rotunda de la centralidad del valor de la dignidad de la persona en su vertiente de libertad, determinación autónoma, y libre desarrollo de la personalidad, que son el fundamento del orden político y de la paz social, y operan como principios interpretativos del resto de los derechos fundamentales y libertades reconocidos en nuestra Constitución.

En fin, para alguien que, como hice yo, se decante por desarrollar su actividad profesional en un sector jurídico como el Derecho laboral —al que en tono amistoso se refirió hace ya mucho tiempo el profesor Peces Barba como la «fontanería del Derecho»—, resulta cualquier cosa menos extraño o anómalo tratar la prostitución. Más allá de planteamientos teóricos o dogmáticos, es normal que analicemos la prostitución por la sencilla razón de que desde finales de los años setenta los tribunales del orden social asumen de forma generalizada la posibilidad de que el alterne sea, o pueda ser, un trabajo [SSTS de 14 de mayo de 1978, 3 de marzo de 1981, 25 de febrero de 1984, 14 de mayo de 1985 o 4 de febrero de 1988; y más recientemente, STS de 21 de diciembre de 2016 (Rec.1868/15); o Autos de la Sala de lo Social TS de 11 de abril de 2013 (Rec.2743/12), y de 21 de noviembre de 2017 (Rec.859/17)]. Dicho sea de paso, como pueden serlo otras muchas actividades de contenido sexual (pornografía, líneas eróticas, casas de masaje, saunas, servicios de escort, clubes de streap-tease o de lap dance, y más recientemente, la llamada asistencia sexual para personas con diversidad funcional que no pueden desarrollar su sexualidad espontánea y autónomamente). Y no hace falta insistir demasiado en las dificultades de deslinde que en ocasiones presentan la mayoría de ellas, pero fundamentalmente el alterne, con la prostitución. Por cierto, sobre el carácter laboral de la actividad de las encargadas de los prostíbulos también podemos encontrar numerosos pronunciamientos judiciales [pueden verse las ilustrativas sentencias del Juzgado de lo Social nº1 de Mataró, de 23 de julio de 2007 (Autos 247/07) y de 5 de octubre de 2007 (Autos 246/07)].

Pero ¿cómo se afronta desde el Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social la prostitución? Pues sencillamente, a falta de una normativa específica, desde el marco que proporciona el ordenamiento jurídico general. Y ese marco, como ya se ha repetido aquí, lo integran, en primer lugar, una normativa internacional con visión centrada en las víctimas de la trata [Convenio sobre el trabajo forzoso de la OIT de 1930 (Protocolo adoptado en la 103ª reunión en Ginebra en 2014); Directiva 2011/36/UE, del Parlamento y del Consejo, de 5 de abril de 2011, relativa a la prevención y lucha contra la trata de seres humanos y a la protección de las víctimas; Resolución del Parlamento Europeo sobre la situación actual en la lucha contra la violencia ejercida contra las mujeres y futuras acciones de 2006; y Recomendación sobre explotación sexual y prostitución y su impacto en la igualdad de género, de 23 de febrero de 2014]. Ya en el derecho interno, la labor de mayor relevancia le corresponde sobre todo al Código Penal; no sólo para perseguir el proxenetismo ejercido con violencia, intimidación o engaño, esto es, la explotación sexual, sino también a través de los delitos contra los derechos de los trabajadores y la explotación laboral, que con frecuencia y mediante la colaboración y la actuación conjunta de la Inspección de Trabajo y Seguridad Social, la Policía y los jueces, propician la detección y el afloramiento de situaciones de explotación sexual y trata de personas. En un sentido, en buena medida coincidente, jugaría la normativa sobre extranjería. Por su parte, la teoría general de los contratos contenida en el Código Civil seguiría ofreciendo el inconveniente o la duda sobre la eventual ilicitud de la causa y del objeto de un contrato de servicios sexuales, si entendemos que estos son intrínsecamente inmorales y antisociales; mientras que desde el Derecho Constitucional se nos brinda el dilema de interpretar los derechos básicos de la persona, en esencia la dignidad y la libertad individual, como un obstáculo insalvable para el ejercicio de la prostitución —entendido que no podría nunca haber autonomía, libre determinación ni dignidad en la práctica mercantil del sexo—, o justamente lo contrario, erigiéndose, junto con el derecho al trabajo y las libertades profesionales, en fundamento de la posibilidad de decidir sobre el propio cuerpo y la sexualidad, incluso para convertirlos en un medio de vida lícito y sin reprobación social.

Mas lo cierto es que la realidad transita por otros derroteros, y hasta el mismísimo Tribunal de Justicia de la Unión Europea se pronuncia en un tono de ambigüedad, cuando no de permisividad y regularización de facto, cuando admite que la prostitución pueda ser una actividad económica ejercida libremente en las SSTJUE (Pleno) de 20 de noviembre de 2001, asunto Aldona Malgorzata Jany y otras y Staatssecretaris van Justitie (C–268/99); de 16 de diciembre de 2010, asunto Josemans (C–317/09); y de forma indirecta en el asunto Panayotova (C–327/02).

Las manifestaciones de esta situación de aparente alegalidad con tendencia a la permisividad de facto comienzan en nuestro ordenamiento por la aceptación de la posibilidad de asociacionismo, tanto empresarial, como profesional. El primero, con dos casos emblemáticos, el de la creación en 2001 de la Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne (ANELA); y en 2003, el mucho más mediático asunto Mesalina, asociación de ámbito nacional que pretendía aglutinar —dicho con no poco eufemismo y prosopopeya— a los titulares de «establecimientos públicos hosteleros destinados a dispensar productos o servicios que tengan como público objetivo terceras personas, ajenas al establecimiento, que ejerzan el alterne y la prostitución por cuenta propia», cuya inscripción en el registro de asociaciones empresariales dio lugar a un litigio que concluyó por STS de 27 de noviembre de 2004 (Rec.1/2004), de criterio coincidente con el de la Audiencia Nacional, favorable a la referida inscripción. Del lado de las profesionales se pueden mencionar el Colectivo Hetaira, asociación en defensa de los derechos de las trabajadoras del sexo; o APROSEX, asociación de profesionales del sexo.

Y no es posible dejar de mencionar una vez más el papel de la Inspección de Trabajo, que en su lucha integral contra la economía sumergida y la explotación laboral viene contribuyendo a hacer emerger también los negocios de proxenetismo, habitualmente camuflados bajo la apariencia y la cobertura de otras actividades económicas, en concreto, de hostelería, ocio y entretenimiento; al hilo de lo cual, se ha podido a su vez regularizar la situación de muchas mujeres que, solapadamente con el alterne, ejercían en realidad la prostitución. Y que, en fin, se enfrenta ahora al reto y la dificultad que supone que, como consecuencia del cierre de numerosos establecimientos, un volumen importante de esa actividad se ha desplazado a pisos o viviendas particulares, a los que la Inspección no puede acceder sin la oportuna autorización judicial, que tiende a expedirse de modo restrictivo.

Por fin, al margen de algún fascinante experimento llevado a cabo para obtener el alta en la Seguridad Social como autónoma, en el Régimen Especial correspondiente (RETA), [4] un punto de inflexión en el tratamiento de la actividad ejercida por cuenta propia se encuentra en la Sentencia el Juzgado de lo Social nº10 de Barcelona de 18 de febrero de 2015 (Autos 835/13), que esgrime argumentos a contrario respecto de los que son habituales, susceptibles de reconducir, esencialmente, a la vindicación de la dignidad como libertad y de la capacidad de autodeterminación consciente, a los que no pueden imponerse valoraciones de tipo moral; y que se expresan textualmente en los siguientes términos:

«¿Cómo admitir que un contrato libremente pactado despoje a una de las partes de su condición de persona?; y ¿por qué entender que la venta de servicios sexuales atenta contra la dignidad de quien libremente la decide? […] ¿hay algo más indigno y degradante que no ser reconocido como sujeto capaz de adoptar decisiones libres? […]; la valoración como indigna de la actividad de la prostitución responde a una valoración de tipo moral, que no puede imponerse al libre arbitrio individual, y que solamente sería predicable de las condiciones en las que se ejerce, lo cual quedaría reparado con la regulación y tutela de su ejercicio por parte de la normativa laboral, al contribuir a su inclusión social, coadyuvando a restituirles la dignidad que tradicional e injustificadamente se les ha negado.»

No me resisto a ofrecer un último dato respecto de la eventual compulsión económica en que se ven las mujeres que ejercen la prostitución y formular alguna pregunta final. Pese a la escasez de los datos estadísticos que se pueden manejar y a su poca fiabilidad, sí se sabe que entre los desempleados en la franja de edad entre los 20 y 29 años existe prácticamente paridad entre mujeres y hombres. Y que, por consiguiente, los casos de personas que buscan fuentes de ingresos alternativas se dan en ambos sexos más o menos en la misma proporción. Se sabe, sin embargo, que hay considerablemente mayor demanda de sexo de pago femenino que masculino —minoritario, poco estudiado y muy ignorado—; y que, por tanto, son muchas más las mujeres que se deciden a ejercer la prostitución. El espeluznante dato reflejo es que parece haber la misma proporción de hombres en esa franja de edad que cumplen condena por venta de drogas y robos.

Por otro lado, cabría hacerse la pregunta de si todo trabajo es o ha de ser valioso socialmente, porque entonces habríamos de cuestionarnos si son lícitos y moralmente aceptables trabajos como los dedicados a la producción y venta de sustancias o productos como el tabaco o el alcohol, no digamos las armas, o ciertos medicamentos; o si lo son actividades como el juego; o aquellas muchas en que las condiciones ambientales o de desenvolvimiento de las tareas acaban provocando enfermedades, accidentes y muerte. O si es moral y socialmente asumible que muchas personas que trabajan —con excesiva frecuencia, mujeres— se encuentren en situaciones vejatorias, de explotación o vulnerabilidad y pobreza laboriosa. Por poner sólo algún ejemplo tristemente actual, las camareras de piso, las kellys, que siguen ocupando las primeras páginas de las tristes noticias laborales; o las empleadas de hogar. ¡Ojalá el trabajo dignificara a las personas!

Hasta aquí la exposición de las visiones académicas de las vertientes normativa, administrativa y judicial, con los matices valorativos inevitables pero espero que imprescindibles o justos, en el sentido de cabales y calibrados. Vayamos a la segunda parte de esta crónica, en la que me proponía transmitir mi visión personal, sobre todo de ciertas reacciones a la celebración de las jornadas, o a los contenidos y tratamiento que se hizo del tema en el transcurso de las mismas, que me parecen desenfocadas, desproporcionadas e injustas, por no añadir ofensivas.

Tal vez lo primero que convenga aclarar es que, pese a que la jornada iba dirigida de manera principal al alumnado —de hecho la iniciativa surge de los propios estudiantes del Máster sobre grupos vulnerables—, la convocatoria era totalmente abierta, de modo que pudieran asistir profesionales, asociaciones, instituciones ciudadanas y público interesado en general, para lo que se procuró dar la máxima difusión a las jornadas, con la debida antelación, e invitando y animando a participar a cuantas personas, colectivos e instituciones tuvieran interés. Se podía asistir sin necesidad siquiera de inscripción, o verificando esta última —en caso de que se desease obtener el correspondiente diploma— mediante el envío de un email a una dirección de correo electrónico.

El principal motivo del escándalo fue la intervención de una trabajadora del sexo. Su exposición se puede reconducir, básicamente, a tres cuestiones cruciales: su experiencia personal y la explicación de cómo llegó al ejercicio por cuenta propia de la prostitución; cómo se organiza este negocio y esta actividad, con qué diversas variantes y en qué condiciones, sobre todo para las mujeres que la llevan a cabo; y, en fin, y esta es la parte para mí del máximo interés, en qué medida, tal y como está tratada por el ordenamiento y abordada por las autoridades y los poderes públicos, esa tolerancia y permisividad de facto con el gran negocio que la prostitución —salvo en sus manifestaciones más escalofriantes— sirven para perpetuar situaciones de desigualdad y vulnerabilidad, al abandonar a su dispar suerte a las personas que la ejercen, al reconocimiento cero de sus derechos.

Lástima que de todo ello, después del primer tremendo filtrado que hacen los medios, y el segundo no menos brutal que ha hecho una parte de la opinión pública —gracias a dios, sólo una pequeña parte, hasta donde yo sé—, haya quedado únicamente la empobrecedora impresión de que, primero, ella se ha limitado a considerar que, frente a otras alternativas profesionales, es una magnífica opción ejercer como prostituta. Y, segundo, esta sí verdaderamente infamante, que los profesores universitarios que diseñaron y organizaron las jornadas, y los que participamos en ellas justificamos, defendimos y hasta promovimos el proxenetismo. Esta es una imputación extremadamente grave, sobre la que no hemos decidido adoptar medidas legales, porque hemos pensado que «no hay peor desprecio que no hacer aprecio». Pero que aún ronda en nuestras cabezas y en nuestro ánimo.

Pues bien, respecto de ambas desorientadas conclusiones no me queda más remedio que añadir a lo que ya he dicho algunas precisiones más. En relación con el contenido de la exposición de Lucía insistiría en algo que ella misma apuntó al aludir en su intervención a la lucha de clases (que también se mencionó en la mesa de las activistas del primer día), y que yo traduciría por ese radical o extremo desequilibrio en el que se encuentra esta actividad económica en su integridad, y en el que el marasmo normativo no hace más que ahondar. Un desequilibrio que no es otra cosa que la expresión de una actitud mojigata e hipócrita ante una realidad patente, que del lado de los empresarios permanece en la esfera de la economía sumergida —sin que contribuya en modo alguno al erario público, por más que se beneficie de sus servicios—; y que, para las mujeres que se prostituyen, desemboca ni más ni menos que en una perpetuación de su histórica estigmatización, su marginación y su exclusión social.

De hecho, ella misma mencionó un movimiento de denuncia de esta doble moral, sobre el que se puede encontrar información con enorme facilidad en la red, y que bajo la denominación de Asamblea de activistas pro derechos sobre el trabajo sexual de Cataluña, agrupa a asociaciones como la ya mencionada APROSEX, colectivos como Prostitutas indignadas, Lloc de la Dona, Funcació Ámbit Prevenció, Genera, y activistas individuales; y que reclama la regularización, más derechos y el cese de las persecuciones en las calles de Barcelona y de la imposición de multas a las mujeres que en ellas tratan de buscarse la vida; y que, en resumidas cuentas y en palabras de su portavoz, propugna «la lucha contra la opresión, la violencia y el estigma de las mujeres que ejercen la prostitución». [5]

Sobre esta vertiente de la lucha por la libertad de las mujeres —que admite muy dispares formas de manifestación y múltiples versiones, interpretaciones y lecturas— el filósofo, sociólogo, psicoanalista y crítico cultural esloveno Slavoj Žižek —actual Director Internacional del Instituto Birkberck para las Humanidades de la Universidad de Londres (Birkberck College)— afirma lo siguiente:

«La liberación sexual femenina no es sólo abstenerse puritanamente de “convertirse en objeto” (como objeto sexual para el hombre), sino el derecho a jugar activamente con la propia “conversión en objeto”, ofreciéndose a sí mismas y retirándose a voluntad.» [6]

En ese mismo lugar se da asimismo noticia de una práctica que empieza a cundir en los EEUU, posiblemente auspiciada por el movimiento #Me Too surgido a su vez al albur de los escándalos sexuales de todos conocidos, y que bajo la chusca denominación de kit de consentimiento consciente, incluye entre otros accesorios un sencillo contrato en el que se establece que ambos participantes en la práctica del sexo han prestado su libre consentimiento. Del que no se dejan de destacar otros numerosos inconvenientes y fallas.

En otro orden de cosas, pero evocadoramente, escuchaba hace unos pocos días en un programa de radio a una estudiosa hacer afirmaciones a propósito del uso subversivo que algunas mujeres musulmanas propugnan del hiyab, que para nosotros es únicamente muestra del machismo más abyecto y de la dominación y yugo al que en algunos países se somete a las mujeres, pero que ellas, en esa otra visión alternativa, erigen en símbolo que se alza contra el imperialismo y el capitalismo. Del mismo modo que —en contra del pensamiento predominante en Occidente— se puede hacer una lectura igualitaria del Corán.

A lo que me conduce todo esto —y no quiero dispersarme más aún— es a reflexionar sobre qué sentido tiene extraer de toda la exposición y de la experiencia de Lucía únicamente que es inaceptable y reprobable afirmar que alguien pueda ejercer de manera voluntaria y lucrativa la prostitución. E igualmente que es intolerable y motivo de sublevación que ella lo pueda afirmar en un foro como el de una universidad pública —subrayo lo de pública—. Esto me hace concluir de manera terminante y militante que ha sido pertinente llevar adelante un debate abierto, reflexivo y técnico, sin tapujos, cortapisas, condicionantes morales o cualquier otra forma de censura o etiquetado de corrección política u oportunidad, sobre el fenómeno de la prostitución. Y no sólo eso, sino que me lleva a afirmar sin la menor duda que ella, y las que como ella desarrollan esa actividad, incluso en las condiciones que ella misma describió, constituyen un grupo vulnerable. Lo han demostrado con crudeza esas reacciones a las que vengo aludiendo. Pues vulnerabilidad no es sólo vivir en una situación de depauperación material, sanitaria o física. Lo es también la estigmatización, el escarnecimiento y el rechazo social a los que esas u otras personas se enfrentan; quizá incluso a la inquina que provoca cierta envidia por su valentía, su autonomía, su fortaleza y hasta su bienestar material. Sentimientos que, paradójicamente, provienen en su mayor parte del propio entorno, del más próximo, incluso del institucional; y en menor medida de la gente de la calle. Tuve ocasión de comprobarlo en la tarde del jueves, tras la clausura de las jornadas, cuando en mi vecindario y entre mis conocidos que habían visto la prensa las reacciones pasaban de la curiosidad a la felicitación por lo interesante que les había parecido nuestra iniciativa. Por eso duele más la incomprensión, la censura y la indignación en ciertos círculos que parecen erigirse en máxima y única autoridad para administrar dogmas y decretar anatemas, y para expedir sellos de excelencia o adecuación doctrinal. El que quiera hacer una lectura de esto que acabo de describir en términos de pobreza cultural o déficit de educación en valores, que se lo haga mirar.

Y por ir concluyendo, si de lo que en las jornadas se habló y debatió se aventurase colegir que los alumnos pudieran haber extraído la idea de que se promovía entre ellos el ejercicio —desde cualquier posición o perspectiva— de la prostitución, tengo para mí, y de un modo muy nítido, que nuestro alumnado hizo alarde de la suficiente madurez, formación y civismo como para disponer de su propio criterio y parecer; haber sido capaz de discernir entre lo expositivo y analítico, y lo valorativo y propositivo; y agradecer en último término haber tenido la oportunidad de participar activa y educadamente en las discusiones.

Quiero aprovechar esta magnífica oportunidad para defender una vez más una universidad pública, en la que se promueva, fomente y facilite el conocimiento, el descubrimiento, la discusión y la divulgación del saber; y una universidad libre, abierta a todos, tolerante con las opiniones e ideas diferentes o discrepantes, y plural. Las críticas recibidas, acerbas, desproporcionadas, injustas y basadas en el desconocimiento y en la lectura de recensiones periodísticas parciales y sesgadas no hacen sino demostrar, por un lado, un desprecio a nuestra actividad académica, tan comprometida y seria en este como en otros campos. Y, por otro lado, la necesidad extrema de que sigamos promoviendo y llevando a cabo actividades similares, con el mismo espíritu e idéntico entusiasmo. Estudiar, analizar, discutir e intentar comprender un fenómeno no puede considerarse equivalente a legitimar, mucho menos promocionar, dicho fenómeno. Entender otra cosa es equivocado, y descalificar personalmente a quienes ejercitamos nuestra vocación profesional universitaria con honestidad, autoridad, rigor y respeto, ofensivo, cuando menos.

Decía Loquillo hace unos días en una magnífica y memorable entrevista en el programa Hoy por hoy de Toni Garrido, en la cadena SER: «el pensamiento único es el principio de muchas cosas horrorosas». [7] Pues eso.
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[1] Fotografía de Ricardo Moreno. www.ricardomoreno.photo.
[2] www.fundacionamaranta.org.
[3] www.lacasademitia.es.
[4] www.elespanol.com.
La propia Gloria Poyatos Matas es autora del libro, La prostitución como trabajo autónomo, Barcelona, Bosch, 2009.
[5] www.elmundo.es.
[6] www.elmundo.es.
[7] www.cadenaser.com.

domingo, 8 de abril de 2018

VII. LOS ENEMIGOS ÍNTIMOS DE LA DEMOCRACIA. TZVETAN TODOROV (I)


De las cinco entradas que el DRAE dedica a la palabra Democracia, las dos más relevantes a los efectos de este comentario la definen como «Forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos», y como «Doctrina política según la cual la soberanía reside en el pueblo, que ejerce el poder directamente o por medio de representantes». Ambas definiciones no nos hacen avanzar mucho más que su escueto significado etimológico —δῆμος (pueblo) y κράτος (poder)—, pero sí sirven para generar un nimbo de respetabilidad. A ello también contribuye una tercera acepción que nos brinda una sinécdoque bien reveladora: «País cuya forma de gobierno es una democracia», y que nos sitúa ante una idea lo suficientemente potente como para tomar una parte, cual es el sistema político, y emplearla para la definición del todo.

Visto lo anterior, no debe extrañar que en los últimos doscientos años pocos conceptos hayan generado en Occidente debates más acalorados que el de Democracia; y que casi ningún régimen político alumbrado durante ese período de tiempo haya prescindido de adornarse con su cuño. Así hemos visto florecer democracias liberales, orgánicas, populares, sociales, directas, asamblearias; y que las últimas demandas ciudadanas clamen por la Democracia Real Ya, poniéndonos nuevamente sobre el tapete la asimetría irreductible entre la magnificencia del concepto y la enjutez de sus carnes.

En este ensayo Tzvetan Todorov vuelve sobre noción tan fructífera, tomando como punto de partida un hecho histórico incontrovertible: el colapso de la Unión Soviética y de sus regímenes satélites ha convertido a la democracia liberal en el modelo ideológico de referencia en el mundo, sin que resulte creíble que puedan disputarle tal hegemonía grupos terroristas o teocracias de inspiración islamista, que no dejan de ser, más allá de su acreditada capacidad para causar mucho daño, enemigos de sustitución con que entretener a la industria militar que legaron cuarenta años de guerra fría.

Su planteamiento, no obstante, dista mucho del triunfalismo hegeliano que exhiben las tesis de Francis Fukuyama sobre el fin de la Historia. Con muy buen tino, Todorov no concibe un Libro mayor del Tiempo cuyo último asiento sería la democracia como estadio final de la evolución ideológica de la humanidad, sino que entiende la Historia como un proceso continuo que genera contradicciones sin descanso. Para un primer esbozo de la idea recurre a los clásicos de la Ilustración; no en vano fue en su seno donde se gestó como un producto de la razón y antídoto del despotismo:

«La democracia se caracteriza no sólo por cómo se instituye el poder y por la finalidad de su acción, sino también por cómo se ejerce. En este caso la palabra clave es pluralismo, ya que se considera que no deben confiarse todos los poderes, por legítimos que sean, a las mismas personas, ni deben concentrarse en las mismas instituciones […] Así la voluntad del pueblo tropieza con un límite de otro orden: para evitar que sufra los efectos de una emoción pasajera o de una hábil manipulación de la opinión, debe ajustarse a los grandes principios definidos tras una madura reflexión y consignados en la Constitución del país, o simplemente heredados de la sabiduría popular». [1]

Creo que el párrafo acierta en la idea final, aunque con una cierta confusión conceptual. Se mezclan los principios de la arquitectura institucional que vienen definidos desde Montesquieu por la división de poderes, con su componente moral que, ése sí, depende del pluralismo. La democracia no es el gobierno de la mayoría; es el gobierno de la mayoría con salvaguarda para los derechos de la minoría. Una nación que opere por unanimidad no necesita reglas, pero no es una democracia. Ésta requiere competencia de pareceres para propiciar la evolución social, y eso sólo puede lograrse imponiendo límites a la mayoría. Es menester insistir en ello porque la idea de que el gobernante ungido por la mayoría levita sobre las leyes está en el núcleo de las revisiones del concepto de democracia que arman el populismo y el nacionalismo. Un gobernante de esas características ya no es un gobernante; es un caudillo que liba en las fuentes del volksgeist. Sobre las consecuencias de ello hay mucha literatura, y quien esté interesado puede leer cualquier libro de Historia que preste atención a la primera mitad del siglo XX. Recomiendo indulgencia: no hace falta que tenga las comas bien puestas porque los cadáveres se apilan por millones.

Sentado que la democracia es el modelo hegemónico, que no es un modelo que nazca perfecto sino con capacidad de mejora, y que su continuidad depende del balance entre sus elementos constitutivos —el pueblo, el individuo y progreso—, ya no cabe buscar sus adversarios fuera de ella sino en sí misma, en la hipertrofia de alguno de ellos, en su vuelo por libre. Eso explica el título del libro:

«Los peligros inherentes a la idea de democracia proceden del hecho de aislar y favorecer exclusivamente uno de sus elementos. Lo que reúne estos diversos peligros es la presencia de cierta desmesura. El pueblo, la libertad y el progreso son elementos constitutivos de la democracia, pero si uno de ellos rompe su vínculo con los demás, escapa a todo intento de limitación y se erige en principio único, esos elementos se convierten en peligros: populismo, ultraliberalismo y mesianismo, los enemigos íntimos de la democracia». [2]

Antes de entrar en el conocimiento de cada uno de estos peligros, el autor se detiene en un debate previo de gran raigambre filosófica que puede dar razón de su correcto equilibrio: cuánto hay de libre y de determinado en la conducta humana. Para ello se remonta nada más y nada menos que a los albores del cristianismo, resucitando la vieja polémica entre Pelagio y San Agustín sobre el pecado original, la gracia divina y la contribución del libre albedrío a la salvación del alma.

Resumiendo mucho las ideas, el pelagianismo parte de una antropología optimista; más moderna, si queremos definirla así. El hombre no nace determinado por su naturaleza; se alza sobre el resto de las bestias porque conserva capacidad para elegir. Es esa indefinición genética la que dota a su conducta de un componente moral, porque las obras sólo hablan de sus autores en presencia de libertad. No existe un pecado original que se deba expiar y la gracia divina no es más que una ayuda interior que posibilita la salvación gracias al seguimiento de las normas morales, y que puede fortalecerse por el entorno y el esfuerzo. Su mensaje muta en una Ética que escapa de los confines del cristianismo, con consecuencias devastadoras para la Iglesia concebida como organización:

«Como Dios ha concedido su gracia a todos los miembros de la especie humana, en realidad no es necesario ser cristiano para salvarse. Hay paganos virtuosos que también se salvan. La primera cualidad que se exige a los seres humanos no es la sumisión —al dogma o a la Iglesia—, sino el autocontrol y la fuerza de carácter; no la humildad, sino que tome el destino en sus manos, y por lo tanto la autonomía». [3]

No es de extrañar que fuese declarada doctrina herética. Por su parte el agustinianismo desconfía del género humano. Ve en los recovecos de su psique razones para la conducta que nunca se hacen patentes. Como no se puede extender la brida de la voluntad sobre aquello que se desconoce, la libertad es ficticia. Por si esto no fuera bastante, un edificio moral que descanse sobre la voluntad tiene cimientos muy frágiles. Cuando la voluntad se pervierte, el apetito se desordena; cuando éste se obedece, deviene costumbre; y de no topar con límites, se hace necesidad. San Agustín sí cree en el pecado original y reprueba las tesis de Pelagio por ser una versión de éste. Adán y Eva desobedecieron; buscaron por sí mismos el fundamento del bien y del mal. Cuando Pelagio anima a los hombres a tomar las riendas de su destino, menoscaba la humildad en favor del orgullo. La salvación del alma no depende de la voluntad ni de la fortaleza de carácter; es un acto de gracia divina:

«La impotencia del hombre no lo condena a arder eternamente en el infierno. El primer paso consiste en abrazar la religión cristiana […]. El paso siguiente consiste en someter nuestra conducta a los preceptos de la Iglesia. Lo que nos salva es la obediencia, y lo que nos pierde es la aspiración a tener mayor autonomía. La fuerza procede de la fe, no de la voluntad o de la razón. En definitiva, para salvarse hay que contar no con la libertad humana, sino con la gracia divina, que el ser humano no puede provocar ni prever». [4]

Puede parecer una disputa estéril, pero reelaboraciones de ella explican gran parte del siglo XX; porque ¿qué es el liberalismo si no una sutil variación de los principios pelagianos? ¿Qué son el fascismo y el comunismo más que la gracia divina transustanciada en forma de raza y clase social? Para encontrar la que quizás sea la única síntesis posible debemos recurrir a los principios ilustrados en los que nace la democracia, no como un sistema perfecto sino perfectible. La mejora de la sociedad no depende de un deus ex machina; el hombre puede intervenir, pero la pretensión de un dominio total de su destino es quimérica. La sociedad democrática es una solución de compromiso entre voluntarismo y fatalismo.

La formulación teórica de este principio es más sencilla que su administración práctica, como comprueban desde fecha bien temprana los revolucionarios franceses. Una fuerza contenida durante largo tiempo por el despotismo y por fin liberada no es fácil de controlar. El descubrimiento de una fuente de progreso lleva inserto en su ADN la vía del exceso; las palabras de Sant–Just ante la Convención Nacional iluminan el signo de los nuevos tiempos: «El legislador da órdenes para el futuro. No le sirve de nada ser débil. Tiene que querer el bien, y perpetuarlo. Tiene que hacer de los hombres lo que quiere que sean». [5] El pórtico para el culto de la diosa Razón y del Ser Supremo acababa de abrirse; esperaba el Terror. Dejando de lado el artificio de creer que los hombres sentados en una cámara legislativa se convierten en el legislador, un superhéroe abstracto omnisciente e incorruptible, la razón práctica no nos distancia mucho de cualquier tiranía: la querencia por el bien y el deseo de que se imponga y perpetúe animan también a todos los déspotas; y la mejor manera que encuentran para cumplir con tan noble fin es la perpetuarse ellos mismos en el poder y eliminar, si llega el caso físicamente, a quienes tengan la osadía de sostener opiniones diferentes a la suya, o como dice el autor:

«La materia humana maleable queda en manos del legislador, es decir, de los miembros de la Asamblea, o, para ser más exactos, de los que la controlan. Una vez conquistado el bien, evidentemente habrá que dedicarse a “perpetuarlo”. Dicho de otro modo: no puede dejarse de recurrir a la violencia, y a la Revolución la sucederá el Terror, que deriva no de circunstancias fortuitas, sino de la propia estructura del proyecto […]. En su búsqueda de una salvación temporal, esta doctrina no reserva un lugar a Dios, pero conserva otros rasgos de la antigua religión, como la fe ciega en los nuevos dogmas, el fervor en sus acciones y en el proselitismo de sus fieles, y la conversión de sus partidarios caídos en la lucha en mártires, en figuras a adorar como a santos». [6]

Es en el ardor revolucionario francés donde germina la primera oleada mesiánica. Si esta forma de concebir el poder es desastrosa para quienes quedan atrapados bajo su yugo, las consecuencias internacionales son catastróficas: todo el continente se tiñe de sangre; y de ahí a la conquista del mundo. La Revolución se cree descubridora de una buena nueva que tiene el deber de anunciar a los demás; si es menester, espada en mano. Están presentes ya desde un principio las características del mesianismo democrático que aparecerán recurrentemente en el futuro: manejo de un programa transformador aparentemente generoso, erección de un deber categórico para su portador, asignación asimétrica de papeles —ilustrador activo e ilustrando pasivo—, y recurso a la violencia como cláusula de cierre frente a una convicción infructuosa, que cuando triunfa se apoya en la superioridad tecnológica más que en la moral. El resultado es la sustitución de una forma de tiranía por otra más insoportable que la depuesta, pues une a los modos dictatoriales su origen extranjero:

«Su deber como civilizado es sacarlas de la barbarie, pero ellos mismos pueden no ser conscientes del bien que les espera y oponer resistencia. En este caso es preciso obligarlos, porque, como dice también Condorcet, la población europea debe “civilizarlos o hacerlos desaparecer”». [7]

La segunda oleada mesiánica —más bárbara que la anterior— es el resultado de incorporar sobre los principios progresistas anejos a razón ilustrada las enseñanzas de una supuesta disciplina científica, el marxismo. Su premisa de partida es concebir la sociedad como un campo de batalla; no hay otra forma de interacción entre los seres humanos que la guerra total de todos contra todos. Nada comparten; nada les une. Tras el contrato social, esa lucha individual protagonizada por el homo homini lupus hobbesiano se trasforma en una lucha de clanes económicos que heredan ese carácter inmiscible. Viene de oficio que sus ideas de propiedad sean incompatibles; así como la religión, que no es más que un instrumento de alienación y dominio. Pero aparte de ello no pueden compartir ninguna creencia moral, concepto de justicia, código práctico, tradición, símbolo, juego; ni siquiera concepción artística o estética alguna. Todo lo humanamente concebible es proyección de los intereses económicos de la clase social dominante y, por tanto, un instrumento para la servidumbre de la clase social desposeída. De ello no se escapa ni la idea de familia, que es otro código de dominio —un discurso burgués exitoso, por emplear cháchara posmoderna—, frente a una alternativa que podrían ser orgías en comandita, servicio social de nodrizas y programas de filiación aleatoria o asignación de paternidad genérica al Gran Hermano, por poner un ejemplo de discurso menos aburrido.

El comunismo nace con un ideal cerrado del bien; no pretende una sociedad perfectible sino perfecta desde su nacimiento. Con estos mimbres ideológicos, la libertad de expresión no puede observarse más que con abierta hostilidad: toda idea discrepante no introduce un elemento de dialéctica potencialmente enriquecedora del sistema sino un germen de corrupción que debe ser extirpado a toda costa:

«Como todos los mesianismos, el comunismo defenderá la idea de que la historia lleva una dirección preestablecida e inmutable, en la que encontrará la legitimación de sus acciones. Vemos aquí el papel que la religión cristiana otorga a la Providencia, salvo que en este caso para conocer la dirección en la que avanza ya no basta con leer los libros sagrados, sino que es preciso establecer las leyes de la historia de manera científica. Por esta razón los comunistas niegan que su análisis y proyecto se apoyen en hipótesis que podrían someterse a examen. Se apoyan en hechos sólidos […]. Una frase de Lenin que grabaron en el monumento a Marx, en el centro de Moscú, resume todavía mejor esta idea: “El marxismo es todopoderoso porque es verdad”». [8]

No nos distraigamos mucho con el pequeño detalle de que el conocimiento científico se distingue precisamente por la verificación práctica de las hipótesis de trabajo; es más interesante otra contradicción interna a la que le arrastra su naturaleza híbrida. Y es que siendo un sistema materialista en la frontera del determinismo social, que desprecia el factor personal reduciéndolo a un mero epifenómeno económico, termina defendiendo un férreo voluntarismo. ¿Cómo? Mediante la toma violenta del poder. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, porque la voluntad del hombre no es más que la cristalización de su interés particular. El ser humano no es libre; está atrapado en una cárcel de clase. Sus pensamientos sólo son suyos en apariencia; en realidad son el resultado de un algoritmo económico que no puede desprogramar. Sin embargo, ese voluntarismo que se niega al individuo sí se puede desplazar al colectivo merced a la sapiencia de una nueva clerecía: la militancia. Estos profesionales de la revolución social son el germen de la nueva clase dirigente que hemos de creer que, llegado el momento, no mirará por encima del hombro a ese proletario embrutecido por su sórdido interés particular, por el agua bendita de la sacristía, por el fútbol o el porno, según los casos:

«Lenin ha invertido la máxima marxista. Ahora le toca a la consciencia determinar la existencia. El voluntarismo es más importante que el determinismo. Así, no se tendrá en cuenta que, según las leyes marxistas de la historia, la revolución debe empezar en un país industrializado. Rusia es un país atrasado y campesino, pero dispone del partido más combativo, y por lo tanto es allí donde debe empezar la revolución mundial. En adelante la lucha será liderada ya no por los proletarios, sino por el partido, formado por revolucionarios profesionales surgidos de la burguesía y del ámbito intelectual, dedicados a la causa en cuerpo y alma […] el poder espiritual, que en un principio reivindicaban los fieles, se adhiere al poder temporal propio de un gran Estado, Rusia. Empieza entonces el periodo de expansión de esa forma de mesianismo, ese intento de introducir la utopía en la realidad, que dará lugar a una formación social inédita, el Estado totalitario». [9]

Esta formación totalitaria que prospera aupándose sobre la crisis económica se verá rápidamente contrarrestada por otro modelo de estado totalitario, cuyo burdo cientificismo depende de una mala digestión de las leyes de la biología y del darwinismo social, el Estado fascista. Aunque comparten programa mesiánico y se presentan como formas de organización social filogenéticamente perfectas, no pueden admitirse como enemigos íntimos de la democracia. Nunca pretenden un respeto, si quiera sea formal, por las reglas democráticas; ambos modelos nacen de la democracia, pero se regodean en la caracterización de ésta como un régimen decadente que debe superarse. No son el estatus degenerado de una democracia que subsiste en un registro retórico vaciado de sustancia; son enemigos declarados que pretenden su superación completa. Véase, si no, el papel que se confiere a la violencia como factor de cambio político:

«No basta con modificar las instituciones, sino que aspira a transformar también a los seres humanos, y para hacerlo no duda en recurrir a las armas […]. Lo que distingue el proyecto totalitario es tanto el contenido del ideal que se propone como la estrategia que se elige para imponerlo: control absoluto de la sociedad y eliminación de categorías enteras de la población». [10]

Este último inciso marca una clara diferencia respecto de la primera oleada de mesianismo revolucionario. El legislador impersonal que concibe Sant–Just parte de una consideración abstracta del ciudadano. Nadie en principio está excluido del paraíso prometido; son sus actos posteriores a la promulgación de la norma los que lo habilitan o incapacitan socialmente. El totalitarismo de segunda oleada cree en pecados originarios de clase o raza, que inhabilitan de raíz sin redención posible. Ejemplos de ello son los kulaks, los judíos, la burguesía en la China maoísta, o los simples habitantes de las ciudades en la Camboya del khmer rojo. No hay rasgo de identidad colectiva sentida o asignada, por exótico que parezca a primera vista, que la insania totalitaria no pueda convertir en pasaporte para mejor vida sin más fundamento que su capricho.

ENLACE A LA SEGUNDA PARTE
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[1] Todorov, Tzvetan. Los enemigos íntimos de la democracia (Trad. Noemí Sobregués), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, pg. 13.
[2] Ibidem, pg. 13.
[3] Ibidem, pg. 21.
[4] Ibidem, pg. 26.
[5] Ibidem, pg. 38.
[6] Ibidem, pg. 38.
[7] Ibidem, pg. 41.
[8] Ibidem, pg. 45.
[9] Ibidem, pg. 46.
[10] Ibidem, pg. 48.