domingo, 8 de abril de 2018

VII. LOS ENEMIGOS ÍNTIMOS DE LA DEMOCRACIA. TZVETAN TODOROV (I)


De las cinco entradas que el DRAE dedica a la palabra Democracia, las dos más relevantes a los efectos de este comentario la definen como «Forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos», y como «Doctrina política según la cual la soberanía reside en el pueblo, que ejerce el poder directamente o por medio de representantes». Ambas definiciones no nos hacen avanzar mucho más que su escueto significado etimológico —δῆμος (pueblo) y κράτος (poder)—, pero sí sirven para generar un nimbo de respetabilidad. A ello también contribuye una tercera acepción que nos brinda una sinécdoque bien reveladora: «País cuya forma de gobierno es una democracia», y que nos sitúa ante una idea lo suficientemente potente como para tomar una parte, cual es el sistema político, y emplearla para la definición del todo.

Visto lo anterior, no debe extrañar que en los últimos doscientos años pocos conceptos hayan generado en Occidente debates más acalorados que el de Democracia; y que casi ningún régimen político alumbrado durante ese período de tiempo haya prescindido de adornarse con su cuño. Así hemos visto florecer democracias liberales, orgánicas, populares, sociales, directas, asamblearias; y que las últimas demandas ciudadanas clamen por la Democracia Real Ya, poniéndonos nuevamente sobre el tapete la asimetría irreductible entre la magnificencia del concepto y la enjutez de sus carnes.

En este ensayo Tzvetan Todorov vuelve sobre noción tan fructífera, tomando como punto de partida un hecho histórico incontrovertible: el colapso de la Unión Soviética y de sus regímenes satélites ha convertido a la democracia liberal en el modelo ideológico de referencia en el mundo, sin que resulte creíble que puedan disputarle tal hegemonía grupos terroristas o teocracias de inspiración islamista, que no dejan de ser, más allá de su acreditada capacidad para causar mucho daño, enemigos de sustitución con que entretener a la industria militar que legaron cuarenta años de guerra fría.

Su planteamiento, no obstante, dista mucho del triunfalismo hegeliano que exhiben las tesis de Francis Fukuyama sobre el fin de la Historia. Con muy buen tino, Todorov no concibe un Libro mayor del Tiempo cuyo último asiento sería la democracia como estadio final de la evolución ideológica de la humanidad, sino que entiende la Historia como un proceso continuo que genera contradicciones sin descanso. Para un primer esbozo de la idea recurre a los clásicos de la Ilustración; no en vano fue en su seno donde se gestó como un producto de la razón y antídoto del despotismo:

«La democracia se caracteriza no sólo por cómo se instituye el poder y por la finalidad de su acción, sino también por cómo se ejerce. En este caso la palabra clave es pluralismo, ya que se considera que no deben confiarse todos los poderes, por legítimos que sean, a las mismas personas, ni deben concentrarse en las mismas instituciones […] Así la voluntad del pueblo tropieza con un límite de otro orden: para evitar que sufra los efectos de una emoción pasajera o de una hábil manipulación de la opinión, debe ajustarse a los grandes principios definidos tras una madura reflexión y consignados en la Constitución del país, o simplemente heredados de la sabiduría popular». [1]

Creo que el párrafo acierta en la idea final, aunque con una cierta confusión conceptual. Se mezclan los principios de la arquitectura institucional que vienen definidos desde Montesquieu por la división de poderes, con su componente moral que, ése sí, depende del pluralismo. La democracia no es el gobierno de la mayoría; es el gobierno de la mayoría con salvaguarda para los derechos de la minoría. Una nación que opere por unanimidad no necesita reglas, pero no es una democracia. Ésta requiere competencia de pareceres para propiciar la evolución social, y eso sólo puede lograrse imponiendo límites a la mayoría. Es menester insistir en ello porque la idea de que el gobernante ungido por la mayoría levita sobre las leyes está en el núcleo de las revisiones del concepto de democracia que arman el populismo y el nacionalismo. Un gobernante de esas características ya no es un gobernante; es un caudillo que liba en las fuentes del volksgeist. Sobre las consecuencias de ello hay mucha literatura, y quien esté interesado puede leer cualquier libro de Historia que preste atención a la primera mitad del siglo XX. Recomiendo indulgencia: no hace falta que tenga las comas bien puestas porque los cadáveres se apilan por millones.

Sentado que la democracia es el modelo hegemónico, que no es un modelo que nazca perfecto sino con capacidad de mejora, y que su continuidad depende del balance entre sus elementos constitutivos —el pueblo, el individuo y progreso—, ya no cabe buscar sus adversarios fuera de ella sino en sí misma, en la hipertrofia de alguno de ellos, en su vuelo por libre. Eso explica el título del libro:

«Los peligros inherentes a la idea de democracia proceden del hecho de aislar y favorecer exclusivamente uno de sus elementos. Lo que reúne estos diversos peligros es la presencia de cierta desmesura. El pueblo, la libertad y el progreso son elementos constitutivos de la democracia, pero si uno de ellos rompe su vínculo con los demás, escapa a todo intento de limitación y se erige en principio único, esos elementos se convierten en peligros: populismo, ultraliberalismo y mesianismo, los enemigos íntimos de la democracia». [2]

Antes de entrar en el conocimiento de cada uno de estos peligros, el autor se detiene en un debate previo de gran raigambre filosófica que puede dar razón de su correcto equilibrio: cuánto hay de libre y de determinado en la conducta humana. Para ello se remonta nada más y nada menos que a los albores del cristianismo, resucitando la vieja polémica entre Pelagio y San Agustín sobre el pecado original, la gracia divina y la contribución del libre albedrío a la salvación del alma.

Resumiendo mucho las ideas, el pelagianismo parte de una antropología optimista; más moderna, si queremos definirla así. El hombre no nace determinado por su naturaleza; se alza sobre el resto de las bestias porque conserva capacidad para elegir. Es esa indefinición genética la que dota a su conducta de un componente moral, porque las obras sólo hablan de sus autores en presencia de libertad. No existe un pecado original que se deba expiar y la gracia divina no es más que una ayuda interior que posibilita la salvación gracias al seguimiento de las normas morales, y que puede fortalecerse por el entorno y el esfuerzo. Su mensaje muta en una Ética que escapa de los confines del cristianismo, con consecuencias devastadoras para la Iglesia concebida como organización:

«Como Dios ha concedido su gracia a todos los miembros de la especie humana, en realidad no es necesario ser cristiano para salvarse. Hay paganos virtuosos que también se salvan. La primera cualidad que se exige a los seres humanos no es la sumisión —al dogma o a la Iglesia—, sino el autocontrol y la fuerza de carácter; no la humildad, sino que tome el destino en sus manos, y por lo tanto la autonomía». [3]

No es de extrañar que fuese declarada doctrina herética. Por su parte el agustinianismo desconfía del género humano. Ve en los recovecos de su psique razones para la conducta que nunca se hacen patentes. Como no se puede extender la brida de la voluntad sobre aquello que se desconoce, la libertad es ficticia. Por si esto no fuera bastante, un edificio moral que descanse sobre la voluntad tiene cimientos muy frágiles. Cuando la voluntad se pervierte, el apetito se desordena; cuando éste se obedece, deviene costumbre; y de no topar con límites, se hace necesidad. San Agustín sí cree en el pecado original y reprueba las tesis de Pelagio por ser una versión de éste. Adán y Eva desobedecieron; buscaron por sí mismos el fundamento del bien y del mal. Cuando Pelagio anima a los hombres a tomar las riendas de su destino, menoscaba la humildad en favor del orgullo. La salvación del alma no depende de la voluntad ni de la fortaleza de carácter; es un acto de gracia divina:

«La impotencia del hombre no lo condena a arder eternamente en el infierno. El primer paso consiste en abrazar la religión cristiana […]. El paso siguiente consiste en someter nuestra conducta a los preceptos de la Iglesia. Lo que nos salva es la obediencia, y lo que nos pierde es la aspiración a tener mayor autonomía. La fuerza procede de la fe, no de la voluntad o de la razón. En definitiva, para salvarse hay que contar no con la libertad humana, sino con la gracia divina, que el ser humano no puede provocar ni prever». [4]

Puede parecer una disputa estéril, pero reelaboraciones de ella explican gran parte del siglo XX; porque ¿qué es el liberalismo si no una sutil variación de los principios pelagianos? ¿Qué son el fascismo y el comunismo más que la gracia divina transustanciada en forma de raza y clase social? Para encontrar la que quizás sea la única síntesis posible debemos recurrir a los principios ilustrados en los que nace la democracia, no como un sistema perfecto sino perfectible. La mejora de la sociedad no depende de un deus ex machina; el hombre puede intervenir, pero la pretensión de un dominio total de su destino es quimérica. La sociedad democrática es una solución de compromiso entre voluntarismo y fatalismo.

La formulación teórica de este principio es más sencilla que su administración práctica, como comprueban desde fecha bien temprana los revolucionarios franceses. Una fuerza contenida durante largo tiempo por el despotismo y por fin liberada no es fácil de controlar. El descubrimiento de una fuente de progreso lleva inserto en su ADN la vía del exceso; las palabras de Sant–Just ante la Convención Nacional iluminan el signo de los nuevos tiempos: «El legislador da órdenes para el futuro. No le sirve de nada ser débil. Tiene que querer el bien, y perpetuarlo. Tiene que hacer de los hombres lo que quiere que sean». [5] El pórtico para el culto de la diosa Razón y del Ser Supremo acababa de abrirse; esperaba el Terror. Dejando de lado el artificio de creer que los hombres sentados en una cámara legislativa se convierten en el legislador, un superhéroe abstracto omnisciente e incorruptible, la razón práctica no nos distancia mucho de cualquier tiranía: la querencia por el bien y el deseo de que se imponga y perpetúe animan también a todos los déspotas; y la mejor manera que encuentran para cumplir con tan noble fin es la perpetuarse ellos mismos en el poder y eliminar, si llega el caso físicamente, a quienes tengan la osadía de sostener opiniones diferentes a la suya, o como dice el autor:

«La materia humana maleable queda en manos del legislador, es decir, de los miembros de la Asamblea, o, para ser más exactos, de los que la controlan. Una vez conquistado el bien, evidentemente habrá que dedicarse a “perpetuarlo”. Dicho de otro modo: no puede dejarse de recurrir a la violencia, y a la Revolución la sucederá el Terror, que deriva no de circunstancias fortuitas, sino de la propia estructura del proyecto […]. En su búsqueda de una salvación temporal, esta doctrina no reserva un lugar a Dios, pero conserva otros rasgos de la antigua religión, como la fe ciega en los nuevos dogmas, el fervor en sus acciones y en el proselitismo de sus fieles, y la conversión de sus partidarios caídos en la lucha en mártires, en figuras a adorar como a santos». [6]

Es en el ardor revolucionario francés donde germina la primera oleada mesiánica. Si esta forma de concebir el poder es desastrosa para quienes quedan atrapados bajo su yugo, las consecuencias internacionales son catastróficas: todo el continente se tiñe de sangre; y de ahí a la conquista del mundo. La Revolución se cree descubridora de una buena nueva que tiene el deber de anunciar a los demás; si es menester, espada en mano. Están presentes ya desde un principio las características del mesianismo democrático que aparecerán recurrentemente en el futuro: manejo de un programa transformador aparentemente generoso, erección de un deber categórico para su portador, asignación asimétrica de papeles —ilustrador activo e ilustrando pasivo—, y recurso a la violencia como cláusula de cierre frente a una convicción infructuosa, que cuando triunfa se apoya en la superioridad tecnológica más que en la moral. El resultado es la sustitución de una forma de tiranía por otra más insoportable que la depuesta, pues une a los modos dictatoriales su origen extranjero:

«Su deber como civilizado es sacarlas de la barbarie, pero ellos mismos pueden no ser conscientes del bien que les espera y oponer resistencia. En este caso es preciso obligarlos, porque, como dice también Condorcet, la población europea debe “civilizarlos o hacerlos desaparecer”». [7]

La segunda oleada mesiánica —más bárbara que la anterior— es el resultado de incorporar sobre los principios progresistas anejos a razón ilustrada las enseñanzas de una supuesta disciplina científica, el marxismo. Su premisa de partida es concebir la sociedad como un campo de batalla; no hay otra forma de interacción entre los seres humanos que la guerra total de todos contra todos. Nada comparten; nada les une. Tras el contrato social, esa lucha individual protagonizada por el homo homini lupus hobbesiano se trasforma en una lucha de clanes económicos que heredan ese carácter inmiscible. Viene de oficio que sus ideas de propiedad sean incompatibles; así como la religión, que no es más que un instrumento de alienación y dominio. Pero aparte de ello no pueden compartir ninguna creencia moral, concepto de justicia, código práctico, tradición, símbolo, juego; ni siquiera concepción artística o estética alguna. Todo lo humanamente concebible es proyección de los intereses económicos de la clase social dominante y, por tanto, un instrumento para la servidumbre de la clase social desposeída. De ello no se escapa ni la idea de familia, que es otro código de dominio —un discurso burgués exitoso, por emplear cháchara posmoderna—, frente a una alternativa que podrían ser orgías en comandita, servicio social de nodrizas y programas de filiación aleatoria o asignación de paternidad genérica al Gran Hermano, por poner un ejemplo de discurso menos aburrido.

El comunismo nace con un ideal cerrado del bien; no pretende una sociedad perfectible sino perfecta desde su nacimiento. Con estos mimbres ideológicos, la libertad de expresión no puede observarse más que con abierta hostilidad: toda idea discrepante no introduce un elemento de dialéctica potencialmente enriquecedora del sistema sino un germen de corrupción que debe ser extirpado a toda costa:

«Como todos los mesianismos, el comunismo defenderá la idea de que la historia lleva una dirección preestablecida e inmutable, en la que encontrará la legitimación de sus acciones. Vemos aquí el papel que la religión cristiana otorga a la Providencia, salvo que en este caso para conocer la dirección en la que avanza ya no basta con leer los libros sagrados, sino que es preciso establecer las leyes de la historia de manera científica. Por esta razón los comunistas niegan que su análisis y proyecto se apoyen en hipótesis que podrían someterse a examen. Se apoyan en hechos sólidos […]. Una frase de Lenin que grabaron en el monumento a Marx, en el centro de Moscú, resume todavía mejor esta idea: “El marxismo es todopoderoso porque es verdad”». [8]

No nos distraigamos mucho con el pequeño detalle de que el conocimiento científico se distingue precisamente por la verificación práctica de las hipótesis de trabajo; es más interesante otra contradicción interna a la que le arrastra su naturaleza híbrida. Y es que siendo un sistema materialista en la frontera del determinismo social, que desprecia el factor personal reduciéndolo a un mero epifenómeno económico, termina defendiendo un férreo voluntarismo. ¿Cómo? Mediante la toma violenta del poder. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, porque la voluntad del hombre no es más que la cristalización de su interés particular. El ser humano no es libre; está atrapado en una cárcel de clase. Sus pensamientos sólo son suyos en apariencia; en realidad son el resultado de un algoritmo económico que no puede desprogramar. Sin embargo, ese voluntarismo que se niega al individuo sí se puede desplazar al colectivo merced a la sapiencia de una nueva clerecía: la militancia. Estos profesionales de la revolución social son el germen de la nueva clase dirigente que hemos de creer que, llegado el momento, no mirará por encima del hombro a ese proletario embrutecido por su sórdido interés particular, por el agua bendita de la sacristía, por el fútbol o el porno, según los casos:

«Lenin ha invertido la máxima marxista. Ahora le toca a la consciencia determinar la existencia. El voluntarismo es más importante que el determinismo. Así, no se tendrá en cuenta que, según las leyes marxistas de la historia, la revolución debe empezar en un país industrializado. Rusia es un país atrasado y campesino, pero dispone del partido más combativo, y por lo tanto es allí donde debe empezar la revolución mundial. En adelante la lucha será liderada ya no por los proletarios, sino por el partido, formado por revolucionarios profesionales surgidos de la burguesía y del ámbito intelectual, dedicados a la causa en cuerpo y alma […] el poder espiritual, que en un principio reivindicaban los fieles, se adhiere al poder temporal propio de un gran Estado, Rusia. Empieza entonces el periodo de expansión de esa forma de mesianismo, ese intento de introducir la utopía en la realidad, que dará lugar a una formación social inédita, el Estado totalitario». [9]

Esta formación totalitaria que prospera aupándose sobre la crisis económica se verá rápidamente contrarrestada por otro modelo de estado totalitario, cuyo burdo cientificismo depende de una mala digestión de las leyes de la biología y del darwinismo social, el Estado fascista. Aunque comparten programa mesiánico y se presentan como formas de organización social filogenéticamente perfectas, no pueden admitirse como enemigos íntimos de la democracia. Nunca pretenden un respeto, si quiera sea formal, por las reglas democráticas; ambos modelos nacen de la democracia, pero se regodean en la caracterización de ésta como un régimen decadente que debe superarse. No son el estatus degenerado de una democracia que subsiste en un registro retórico vaciado de sustancia; son enemigos declarados que pretenden su superación completa. Véase, si no, el papel que se confiere a la violencia como factor de cambio político:

«No basta con modificar las instituciones, sino que aspira a transformar también a los seres humanos, y para hacerlo no duda en recurrir a las armas […]. Lo que distingue el proyecto totalitario es tanto el contenido del ideal que se propone como la estrategia que se elige para imponerlo: control absoluto de la sociedad y eliminación de categorías enteras de la población». [10]

Este último inciso marca una clara diferencia respecto de la primera oleada de mesianismo revolucionario. El legislador impersonal que concibe Sant–Just parte de una consideración abstracta del ciudadano. Nadie en principio está excluido del paraíso prometido; son sus actos posteriores a la promulgación de la norma los que lo habilitan o incapacitan socialmente. El totalitarismo de segunda oleada cree en pecados originarios de clase o raza, que inhabilitan de raíz sin redención posible. Ejemplos de ello son los kulaks, los judíos, la burguesía en la China maoísta, o los simples habitantes de las ciudades en la Camboya del khmer rojo. No hay rasgo de identidad colectiva sentida o asignada, por exótico que parezca a primera vista, que la insania totalitaria no pueda convertir en pasaporte para mejor vida sin más fundamento que su capricho.

ENLACE A LA SEGUNDA PARTE
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[1] Todorov, Tzvetan. Los enemigos íntimos de la democracia (Trad. Noemí Sobregués), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, pg. 13.
[2] Ibidem, pg. 13.
[3] Ibidem, pg. 21.
[4] Ibidem, pg. 26.
[5] Ibidem, pg. 38.
[6] Ibidem, pg. 38.
[7] Ibidem, pg. 41.
[8] Ibidem, pg. 45.
[9] Ibidem, pg. 46.
[10] Ibidem, pg. 48.

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